martes, octubre 28, 2008

Greased Lightnin'


Sapo Gordo llegó al taller contento, rojísimo, y lleno de una conchuda vitalidad. Nos encontró barriendo la grasa con aserrín, y saludó efusivamente al profesor Palpa, encargado hasta fin de año de enseñarnos todititos los secretos de la mecánica automotriz. Después del abrazo, le dijo algo así como ahí te dejo a mi cachorro, y, posándose sobre sus cuatro patas se fue dando saltos y croando por los pasillos del colegio. No está demás decir que Sapo Gordo era nuestro ilustre director.

Chula y yo fuimos los escogidos para darle unos retoques al famoso cachorro, que no era otra cosa que un destartalado VW del 70. Hay que hacerle un afinamiento alumno, dijo el profe, porque aunque frente a él hubieran 15 personas siempre se refería a nosotros en singular: alumno; un afinamiento general. Lo primero que revisamos fueron las luces: las de paso, las de dirección y las de niebla. Éstas últimas estaban dañadas, y cuando lo reportamos recibimos un qué chucha, déjalo así nomás, alumno, como toda respuesta.
Chula descubrió, entonces, que la luz de las bujías estaba por encima de lo que mandaba el único libro de mecánica que había en todo el Politécnico (fotocopiado y con mil manchas de grasa) y nos pusimos a calibrarlas con el mayor esmero que dan los catorce años. Después, yo encontré demasiado acelerado el acelerador, muy carburante el carburador y poco frenadores los frenos. Chula apoyó mi veredicto con un movimiento del glande e hicimos lo que considerábamos necesario. Cuando Palpa venía a ver cómo íbamos le decíamos que todo ok, profe, sereno moreno, y él seguía inmerso en la preparación de las fiestas del colegio en donde, según se comentaba, por fin se atrevería a confesar su amor a la profesora de Biología, que estaba buena. Veías a Palpa cuando se acercaba el recreo y siempre estaba frente al espejo, quitándose las últimas manchas de grasa y lavándose las manos con Ariel. Tenía difícil la conquista, todos lo sabíamos, pues la de Biología se había encerrado una tarde con el de Literatura en el cuarto de las colchonetas y, según decían, se habían quedado allí por más de veinte minutos. Tiempo suficiente, Palpa, eso te pasa por tener un apellido tan raro y apestar siempre a petróleo.

Sapo Gordo venía saltando a vernos un día sí y el otro también. Lo quiero para el viernes, croac, que me voy a Chosica, croac croac, si sale bien se aseguran los primeros puestos al fin de año, alumnos, croaaaac; decía, y estirando su lengua atrapaba una mosca y tras comerla se iba relamiéndose del gusto.

Una mañana, al volver al colegio (nos escapábamos de vez en cuando a jugar al fútbol con la gente de Dulanto), Chula creyó que los cables del alternador estaban demasiado sucios y que, si los cambiábamos nos asegurábamos un sitio en el cuadro de honor del colegio. Me veía yo entonces recuperando el lugar que hasta el año pasado me correspondía y me fue arrebatado cuando alguien me delató y se supo que fui yo quien le tiro una mochila llena de libros, desde el cuarto piso, al pobre profesor de Arte (más conocido como el Amo del Calabozo). Mamá volvería a sonreír cuando mi foto adornara otra vez la orla de todos los años, y yo estaría feliz porque ella era feliz. Los cambiamos entonces, le dije, y Chula se metió al almacén y dos minutos después traía un nuevo matojo de cables.

Quitamos los viejos y los tiramos al montón de basura que los de primer año se encargaban de limpiar. Creo que el rojo va a acá, me dijo, y el amarillo al otro lado ¿no? Dije yo. Palpa, parecía sentirse satisfecho con su nuevo peinado Patrick Swayze de barriada, y ensayaba caritas triunfadoras con su espejo de mecánico. Conectamos los cables, la batería, y sonó el timbre de recreo. Nos quitamos la ropa de trabajo y debajo llevábamos lista ya la de jugar al fútbol. Jugamos un par de partidos en los que, como siempre, hice un par de goles, y cuando ya volvíamos al taller escuchamos la explosión.

Los policías escolares, grandes incomprendidos y entrenados para estos siniestros, hicieron lo que mejor sabían hacer: bloquear todas las salidas de emergencia hasta que el brigadier general ordenara que se dejase pasar al alumnado. Los profesores dejaron sus tazas de café bailando sobre las mesas y corrieron a refugiarse detrás del kiosko de la tía veneno, que a su vez, se comió los cuatro panes con atún que le sobraron, no vaya a ser que me los roben estos jijunas, dicen que dijo. La de Biología salió del cuarto de colchonetas acomodándose la falda seguida del de Literatura y cuando Palpa los vio disimuló lo mejor que pudo, pero mil pedazos de su corazón volaron por toda la habitación y Patrick Swayze se convirtió en Cantinflas. Chula y yo creíamos que todo el alboroto era culpa de Sendero Luminoso y no supimos lo que nos esperaba hasta que vimos a Sapo Gordo llegar con la camisa chamuscada y el pelo negro. Tosió y escupió algo negro sobre el patio central y con el dedito le hizo ven acá a Palpa, al que sólo le faltaba esa tarde que un perro callejero le meara en la pierna derecha.

Una semana después, nuestros padres aprobaban en consejo estudiantil el presupuesto de 345 soles con 87 céntimos asignado a la reparación del sistema eléctrico central del VW escarabajo propiedad de nuestro insigne director, don Máximo Giménez (alias Sapo Gordo) de matrícula BMN 1638, dañado involuntariamente por el alumnado cuando se hallaba en calidad de material docente. Fírmese, regístrese, publíquese y archívese. Chula y yo fuimos condenados a no tocar, nunca más, nada del taller y nuestras únicas herramientas en los dos años futuros fueron la escoba, el aserrín y el recogedor. Croac.

lunes, octubre 27, 2008

A ti venimos, en procesión


Es domingo y papá y yo estamos decepcionados porque nadie ha venido a jugar al fútbol. Sol nos acompaña a comer en un restaurante indio al que ya habíamos ido antes y, asombrada, comprueba que papá, como la mayoría de mi familia, sigue creyendo en santos y en dios. Que mi familia es todo lo contrario de lo que soy yo: un agnóstico intrascendente.

- Tu mamá ha estado ayer preparando las cosas de la procesión – me cuenta, fastidiado – moviéndose de arriba abajo y por la noche no se podía ni mover.
- Pero si me prometió que no haría nada de eso. Está mal de la espalda ¿no?
- Ya. Pero la culpa la tiene tu tía, que la inquieta, carajo ¿es que no puede hacer sus cosas sola?
- Eso también, – concedo y le digo al camarero que quiero el menú 2 – pero mamá, además, se apunta a todo. Quiere sentirse útil.
- ¿Qué procesión? – pregunta Sol.

La procesión es la del Señor de los Milagros, te he contado ya sobre ella, es la más famosa del Perú y la que más fieles arrastra. Tiene una versión desturronada en cada país en el que haya una colonia peruana, por muy pequeña que sea, siempre habrá una procesión. Yo paso, le digo a papá, y me sirvo un poco de cerveza, sabes que no creo en esas vainas. Él asiente, y respeta mi decisión, yo le digo que me parece bien que la gente siga con sus tradiciones, porque es eso ¿no? Una tradición. Sol nos mira, muda, esperando a que papá responda a la provocación, pero él no lo hace, y dice que después de comer acompañará a mamá en la procesión. Sonríe.

- ¿Cuándo dejaste de creer en dios? – pregunta Sol, y yo recuerdo el día en que preguntó “¿Desde cuándo eres fan de los Beatles?”.
- Es una larga historia – contesto, y hago una seña para que me traigan otra cerveza – larga y muy aburrida. Como una procesión.
- Ilústranos – me provoca papá -, que para eso estamos.

No resisto, no soy como él, tan frío. El camarero trae la cerveza y cuando la pone en la mesa parece cortar la cortina de aire que hay entre mi padre y yo.

- La primera vez fue cuando el cura me botó de la iglesia - me arranco -, creo que tenía diez u once años. Le pregunté que si era posible que una mujer que ha tenido un hijo siguiera siendo virgen. Me dijo que no, que eso era imposible ¿te acuerdas, ? – mi viejo me mira y sonríe, yo hablo mientras como mi pollo en salsa de curry – y le dije entonces que la virgen María era un fraude.
- ¡No!
- Sí, Sol, sí. El curita de mierda se puso como loco, y eso que no le mencioné, como quería, a la ricurita quinceañera que se metía en la sacristía de lunes a viernes después de la catequesis. No, sólo le dije que la virgencita que le dejaba tantas ganancias tenía pies de barro. Obviamente, me expulsó gritando que no volviera más a la “casa del señor” y yo me fui creyendo que Satanás se me aparecería en medio del parque.
- Se quedó cojudo por meses – dice papá - pero después le dijimos que el diablo no le haría nada.
- Y entonces me pregunté que si no había diablo, tampoco quizá habría un dios ¿no?
- Huevadas nomás preguntabas.

El camarero indio ha puesto un DVD de Bollywood en la tele y ha quitado la carrera de motos GP. Sol le pide que, por favor, baje el volumen.

- ¿Y cuál fue la segunda?
- ¿Qué segunda?
- Dijiste antes “la primera vez”, ¿cuál fue la segunda?
- La segunda fue peor – bebo un trago de cerveza y miro a papá, como cuando era niño, él aprueba con un gesto -; estaba en misa, en otra iglesia, y al cura se le ocurrió implantar el diezmo, porque la parroquia estaba misia, más de lo normal. Yo no estaba de acuerdo en pagar por rezar. A los musulmanes no les cobran y pueden ir a las mezquitas cuando quieran ¿no?
- Ahora sí, pero para construir la de Hassan II, les robaron el dinero y los usaron como esclavos – dice Sol, como siempre, culta al cubo.
- Pero ahora es gratis, ese es el tema. Entonces decidí que esa vez mantendría callada mi indignación, o sea, que no le diría a nadie lo que pensaba y que cuando llegara la vieja con la canastita esa pidiendo plata me haría el sweden.
- Ja, el sweden, nunca he entendido esa expresión.
- Ni yo, pero me gusta. Entonces, cuando llegó la vieja miré a Cristo crucificado con ansiedad y fervor, hasta que sentí que algo me golpeaba suavemente el brazo. Era la vieja, of course, que me dice “el diezmo, joven” y yo le digo, “no es obligatorio, señora”, y ella me dice, ya en voz alta para avergonzarme “el señor te está viendo, si no das plata te condenas al abismo de los impíos”. Una vieja la secundó y dijo “amén” mientras metía un billete en la canastita de mierda.
- ¿Y qué hiciste? – pregunta papá, como siempre divertido por mis travesuras.
- Me fui. Salí de la iglesia prometiendo no volver a rezarle a un dios que permite que se quite el poco dinero que tienen sus fieles mientras el papa vive bajo techos de oro. Un dios injusto. Dije que la religión era injusta y un consuelo para descerebrados, y salí.
- Menos mal que iba con sus amigos – le dice papá a Sol, sin descuidar su cordero – nosotros fuimos el domingo siguiente y la gente todavía hablaba del grunge drogado que blasfemaba y botaba espuma por la boca.

Nos reímos y tras pagar la cuenta salimos contentos, recibiendo en la cara el sol del domingo. Nos despedimos en Embajadores, él tomaba el metro y nosotros el tren para ver, al fin, la exposición sobre los Etruscos. Se me ha ocurrido que el próximo año podría vender camisetas del Señor en la procesión, le digo, y él me sonríe y cruza los controles de acceso. Disfruten la expo, chicos, nos dice, y se va. Cuando nos metemos al túnel veo a unos niños correr y me imagino a mis hijos nonatos preguntándome (en el año 2030) ¿Cuándo volviste a creer en dios, papi? A lo que seguramente responderé con una mentira, linda y conmovedora: cuando naciste tú, y me convertí en inmortal.

viernes, octubre 24, 2008

Mambrú se fue a la guerra


Atocha es fría, llena de caras hostiles y por el techo se cuela la fría lluvia de noviembre, como en la canción de Guns N’ Roses. Hay pocos bancos y están todos ocupados por gente que parece esperar un tren imaginario, porque han pasado ya mil y no se han subido a ninguno. En las pantallas de información aparecen los datos del próximo en salir: tren destino Parla. Ese es. Sube y la gente va a lo suyo, no hay opción a que, como en Lima, alguien se siente a tu lado e, inoportuno, te distraiga de tus pensamientos y te cuente cómo su hijo ha entrado a la universidad, como tú, flaco, o la historia del abuelo que peleó en la guerra con Chile. Un asiento libre, al lado de la ventanilla. Bien.

La música del tren es monótona, pero relajante. Frente a él hay un negro que parece sacado de las imágenes del vídeoWe are the World”, y huele raro, como a quemado, un olor que nunca antes había sentido. Se baja en El Pozo y desde abajo lo mira como si él fuera un pez en un acuario de barrio. El tren sigue su camino y pasa por Villaverde. El barrio tiene mala pinta, los edificios son todos iguales, con ropa tendida por fuera de las ventanas y cables colgados por todos lados. Algunos balcones tienen una antena parabólica como único adorno, y otros una bicicleta despintada o una tabla de planchar. En el techo de un edificio hay un cartel anunciando un ron venezolano, y más allá, al fondo, en las profundidades del barrio, se ve otro de Telefónica, destartalado. Próxima estación: Las Margaritas.

El tren lo vomita en algo que parece un parking. Getafe es una ciudad dormitorio y su equipo de fútbol no está, aún, en primera división. Una abuela practica con su Fiat aprovechando la soledad del parking, no frena a tiempo y se lleva por delante unas cajas vacías que alguien ha abandonado en una esquina, me cago en la leche, abuela, grita desde una esquina el que parece ser su nieto, así no te renuevan el carnet ni de coña. Un chino se acerca por la espalda y le ofrece los últimos estrenos en calidad DVD y con carátulas en portugués, balato, farfulla, mil pesetas, mil, balato película. Le dice que no gracias, y sigue de largo hasta la calle principal. Le han dicho que al salir de la estación gire a la derecha, todo recto, hasta ver un lazo del SIDA enorme en una rotonda. Se le hace eterno el todo recto, y cree que se ha equivocado, pero piensa qué mierda, yo sigo nomás, y no vuelve sobre sus pasos. La acera es delgada, está en obras, y la tiene que compartir con gente que va y viene. Los paraguas chocan al encontrarse y una mujer casi le saca un ojo, le reclama y ésta le grita, no haber venido coño, haberte quedado en tu país, no está acostumbrado a ese tipo de respuestas y se calla, confundido, sin saber si debe patearle la nuca o callarse y bajar la cabeza como todo buen invasor haría, si quiere pasar desapercibido. Llega al lazo, por fin.

Cuando veas el lazo, has llegado a la plaza, el edificio más grande es la universidad. Ni el más huevón se perdería; entra por la facultad de Humanidades. El jardín está húmedo y no es como se lo habían descrito: lleno de chicas que toman el sol, con el ombligo al aire. Tenía que haber venido un mes antes, piensa, y cruza la puerta de cristal, enorme, hasta llegar a un salón frío y vacío, como de museo. Oficina 15-B, reza el papelito.
No hay nadie, son las once de la mañana, dice un estudiante que lo ve parado frente a la puerta, como esperando a que se abra sin decir abracadabra, éstos deben haberse ido a por un café, si es que son más perros que Niebla. Se ríe porque le gusta la analogía y decide bajar a la cafetería a tomar algo también, sólo ha desayunado un zumo de naranja de botella, y un par de magdalenas. Por el pasillo ve a las chicas que le prometieron, con libros, arregladas como para una fiesta, sentadas en el suelo y hablando a voz en cuello, todas llevan enormes argollas en las orejas. Endereza la espalda y pasa en medio de ellas como lo hacía en Lima, gallito en el corral, pero se convierte en bola de paja en el desierto y nadie ve, siquiera, sus gafas Hermès. Qué dolor, qué dolor, qué pena. No soporta la humillación de ser ignorado y se mete en un aula, cualquiera, y resulta ser la de informática. Todas las máquinas tienen Internet y decide, además de leer los periódicos peruanos, ver sus correos en Hotmail, contraseña: PEJ402, la matrícula de su Land Rover.

Abre el chat y aparece Mariana.

- ¿Dónde estás, Gitanito?- pregunta, e incluye un smiley que se rasca la cabeza.
- En el culo del mundo – contesta – y te extraño un huevo, flaca, a ti, y también al imbécil del Mongo. Esto es una mierda.

jueves, octubre 23, 2008

La venganza nunca es buena (mata el alma y la envenena)


Rocío ha tenido la venganza servida en plato frío, lista para comerse, con un lacito de adorno, y no lo ha aprovechado. Eso dice mucho de ella, y a mi me regocija, en parte porque me hace recuperar un poco (muy poco) la confianza en el ser humano, y principalmente porque el objeto de la venganza, el plato frío, el cerdo con la manzana en la boca, era Johnny Pacheco (o sea, yo).

Hace meses, más o menos cuando hacía calorcito rico por las mañanas, subí al autobús como siempre: medio dormido, escuchando algún disco de los Beatles, leyendo un libro, y sentado en los asientos traseros. Hice el viaje de camino a la oficina distraído, concentrado en mi lectura infructuosa de un libro de Proust y pensando en qué inventarme en las siguientes ocho horas para parecer productivo en el trabajo. Al doblar por la Calle Deyanira y ver pasar la fachada de la oficina por la ventanilla, le di al timbre y avisé así al conductor que me bajo oiga, que ya estuvo bueno de paseitos. Desde la puerta vi a Rocío leer interesadísima su periódico gratuito y, no sé por qué, la dejé así, sentadita y sin saber que se estaba pasando de parada. Me sentí culpable, canalla, y muy vivo.

Veinticinco minutos después, la pobre llegó a su sitio sudorosa y se sentó pesadamente sobre su silla Offiprix, rojo sangre.

- ¿Qué pasa, Roci, te has dormido en el bus? – pregunté, usando mi teléfono, y mirando unos documentos para que pareciera que trabajaba.
- ¿Y tú cómo lo sabes?
- Porque iba en el autobús – risita, mi diablito se carcajea en mi hombro izquierdo.
- ¡Qué cabrón! – indignada, me mira desde su sitio, y yo sigo con mis hojas en blanco - ¿Por qué no me has avisado?
- No sé, creía que ibas a otro lado.
-...

De más está decir que juró venganza, que dijo que ésta me la guardaba. Y eso, en una chica de Moratalaz, es más que una promesa, es un juramento firmado con sangre en las paredes de la M-30 o en los patios del Ruedo. Intenté congraciarme con ella, porque así soy yo: un cabrón confeso que a veces se siente culpable, pero que en lugar de arrepentirse por las putadas que hace (y disfruta) prefiere subsanar la felonía con un regalito, una sonrisita dulce o un quiéreme tal como soy, con mis noches y mis días. Le compré chicles, le traje un lápiz de New York y le ofrecí llevarla a comer uno de esos días en que la oficina se vuelve un claustro y apetece respirar algo que no huela a lavanda barata. Aceptó los regalos, pero no la comida, y a modo de remember me dijo una tarde te la tengo guardada, que lo sepas, sin que viniera a cuento, y dejándome en mi sitio cagado de miedo e imaginándola esperándome en una esquina con diez litros de alquitrán y un saco de plumas de pollo. Todo marca ACME.

Así pasaron los días, y los meses, hasta hoy.

Subimos juntos al autobús, después de congelarnos en la parada y comentando que junto al periódico gratuito venían unos chicles que parecían pastillas de vieja. Me senté detrás de ella, porque no había más asientos libres, y me hundí en mi lectura del Goodbye, Columbus de Roth. Brenda y Neil retozaban de lo lindo y disfrutaban su joven sexualidad mientras el hermano mayor planeaba casarse con su novia, a la que había dejado embarazada. Las páginas pasaban como hojas que se lleva el viento de este nuevo otoño madrileño y, si no fuera por Rocío que me tocó el hombro, yo hubiera volado junto a las hojas y terminado en algún lugar de la horrible Coslada. Bajamos presurosos, pues en Madrid si no bajas del autobús cuando se abren las puertas te jodes y esperas a la próxima parada aunque rueges al chofer, y, confuso, le pregunté ¿Por qué no te has vengado? Lo tenías a huevo.

- No sé, no soy tan mala – dijo sonriendo.
- Estaba en la misma situación que tú, en mi mundo, era la oportunidad perfecta.
- Ya.
- No creo que tengas otra ocasión.
- Igual sí, yo que tú no me descuidaba tanto.

Y seguimos caminando hacia la oficina. Ella sonriendo, imagino que cocinando una venganza mejor, y yo, cerdo con la manzana en la boca, seguro de que la próxima vez tome un café revisaré todo con minuciosidad, no vaya a ser que la muy cabrona cambie el agua de la máquina por gasolina.

martes, octubre 21, 2008

Abre los ojos


La ex de mi hermano tenia pelo de muñeca vieja, sonrisa de liebre y ojos de koala. Me odió desde el primer día y se inventó un apodo (carejerma) que, según ella, me venía como anillo al dedo. Yo solía verla con cierta complacencia, pero siempre preferí a otra de sus ex (¿Sonia?), bastante más simpática y mejor despachada. Cuando encontraba a la sonrisa de liebre sentada en el sofá de mi casa, le preguntaba si no tenía nada más que hacer, y ella, conchuda hasta el infinito, decía que sí, pero que ya lo hacía su hermana, que era su esclava. Me hacía reír y por eso nunca le dije que su nariz parecía un borrador de papa, ni que mi hermano le ponía los cuernos sin compasión.

Una tarde, en que me encontraba demasiado amigable, me senté a su lado para hacerle compañía mientras mi hermano se daba una ducha. La sonrisa de liebre me miró fijamente a los ojos y, tras breves segundos, me dijo tienes las mismas carachas que mi pajarito. ¿Carachas? Le sugerí amablemente que se quitara las legañas de los ojos, y volviera a verme dentro de unos cinco años, en tanga. Subí a mi cuarto y, obviamente, me escudriñé frente al espejo. No sé cómo era el pajarito de mierda ese, es más, lo imaginé como uno de esos ratones con alas que llenan los parques del Callao y se dejan capturar por niños vivaces, pero mirando mi reflejo comprobé que algo de razón tenía la engendra al descubrir las bolitas de grasa que se habían formado bajo mis párpados. La odié para siempre, y pedí cita en la Clínica de la Madre Mónica, para me que hicieran un servicio de planchado y pintura.

Llegué puntual, y me senté junto a los demás enfermos. El saber que estaba allí sólo por cuestiones estéticas me hizo sentir un poco mierda, quitándole el turno a alguien que probablemente iba a morir por mi culpa. El malestar pasó cuando vi llegar a un viejo con gabardina, quien tras saludar a la enfermera de recepción, pasó sin esperar su turno. Todos supimos que el viejo tenía amigos en la clínica y aceptamos resignados que usara sus influencias. Yo le deseé impotencia absoluta para toda la eternidad.
Cuando al fin se abrió la puerta y la enfermera gritó mi apellido (mal, as usual) me puse tan nervioso como cuando era niño y mamá me llevaba al dentista. No había nadie a mi alrededor y crucé el umbral solito, haciéndome el valiente y deseando que mi hermano dejara a la sonrisa de liebre llorando, al lado de su pajarito carachoso.

- Muy buenas – me dijo el doctor, que limpiaba un cuchillo de mantequilla.
- Buenas – tragando saliva, huevos en la garganta, risita nerviosa.
- No te asustes, chino. Este cuchillo es para mi sánguche de pollo.

Me acosté en la camilla y vi al doctor acercar algo que parecía un generador de corriente. Era una caja blanca de metal con un indicador y dos botones como los de las lavadoras antiguas. No te muevas, me dijo, y me inyectó algo por debajo del ojo. Segundos después, aunque me lo tocara, lo sentía adormecido. Ahora viene lo bueno, anunció el jijuna, y sacó de un cajón una varilla de soldar con un cable a un extremo, que conectó a la máquina.

- No te muevas, y no abras los ojos – ordenó, y giró el botón de lavadora hasta que la flechita del indicador llegó al sector rojo.

Me dijo que no era necesario ponerme un parche y salí de la clínica seguro de que mis bolitas de grasa habían desaparecido para siempre. La gente me miraba en el bus, y cuando llegué a casa supe que era porque tenía los ojos rodeados de ceniza. Eso explicaba el olor a pelo quemado que me acompañaba a todos lados y que atribuía a la basura que queman los vagos en la orilla del río Rímac. Me encerré en mi cuarto y no salí hasta una semana después. Cuando volví a ver a la sonrisa de liebre, vino corriendo y me hizo un close-up, como si viera un muñeco de cera y buscara las imperfecciones. Ya no tienes nada carejerma, menos mal, porque mi pajarito murió y creo que fue por las carachas. La empujé suavemente y le dije permiso chibola, mientras salía de casa, pues había quedado con su hermana mayor para ir al cine. Si hubiera sabido que íbamos a ver una película tan asquerosa hubiera prolongado mi encierro un día más.

Meses después mi hermano dejó a la sonrisa de liebre y mis bolitas volvieron a aparecer. Lo tomé como una maldición de mujer despechada, y me resigné al castigo con tal de no verla nunca más.

lunes, octubre 20, 2008

Casablanca (con lacito)


No sabía qué regalar a Sol por su cumpleaños, y al final me decidí por llevarla a cenar a Casablanca.

El Boulevard Lala Yacout no se caracteriza especialmente por su belleza. Las paredes castigadas por el clima seco dejan ver que necesitan, ya, una nueva capa de pintura. Los lugareños nos miran extrañados, como mirábamos nosotros a las mujeres con burka, y cuando entramos a la calle Mohammed V, Sol ya no puede más y fastidiada me dice ¿qué pasa, estos nunca han visto una rubia o qué?, a lo que yo contesto, ¡una rubia!, ¿dónde?, avivando su cólera.
Las tiendas se asemejan mucho en su desorden a mi horrible Jirón de la Unión (sólo embellecido por Cati Caballero, en la ya desaparecida serie “La Fuerza Fénix”) y todos aseguran tener las mejores soldes. Veo unos zapatos, pero los modelos no me convencen y dos tiendas más allá nos rendimos, resignados a tener que gastar nuestros euros en alguna zapatería de Madrid. Algunos metros más adelante descubrimos un café con buena pinta, y entramos. Yo pido unas crêpes y jus de papaye, Sol un thé à la mente y cuando nos traen la cuenta nos da la risa: 30 Dirhams, o sea, 3 pavos. Reímos y recordamos mi jugo de naranja de 30 céntimos en Marrakech, ¿qué será de mi amigo Mustafa?, pienso en voz alta, y le pido al camarero la clave de la red wi-fi para poder conectarme con el móvil y ver mis correos. Me ha escrito Verónica.

Volvemos al hotel y nos quedamos en el lobby. Me tiro en un sillón para ver mejor la decoración y la luz del sol me llega coloreada por los cristales.

- He escogido un buen restaurante para celebrar tu cumple.
- ¿Ah, si? ¿Cual?
- Es el segundo mejor restaurante de Casablanca, el primero no me gustó, se llama Le Pilotis y está en La Corniche, frente al mar.
- Suena bien.
- Sí, hazme un favor, llama y confirma la reserva, tu francés es mejor que el mio.
- Bien sur.

El taxista se perdió y casi nadie sabía donde estaba el restaurante. Por suerte encontramos una rubia espectacular y ella nos guió, cual hada de los mares, casi hasta nuestra mesa. Comimos y bebimos con tranquilidad, disfrutando del inmejorable ambiente y el rumor de las olas del mar.

- Joyeux anniversaire, Sol.
- Merci.

La cena termina y tras comprobar que uno de los franceses de la mesa de al lado llevaba las bikkembergs que me quiero comprar, me despido de los camareros agradeciéndoles, propina en mano, el buen servicio. Al volver el taxista se perdió otra vez y nos dejó a diez minutos del hotel. Mientras caminábamos, mi sentido arácnido detectó a un marroquí que nos seguía y para despistarlo nos metimos en una cafetería, haciendo como preguntábamos por la calle Colbert. El dependiente de la cafetería no entendía nuestro mapa y, frustrados, retomamos nuestra búsqueda. Ya en el hotel comprendí que para él, ver los caracteres occidentales era tan difícil como si yo intentara leer un mapa en japonés. Al menos lo intentó, y gracias a sus indicaciones conseguimos orientarnos un poco mejor. Me dormí escuchando a Chenoa.

Soñé con cobras, mezquitas y malecones; olas que se rompían contra las piedras y guapas morenas de ojos infinitos. Vi también medinas de calles laberínticas y souks aromatizados por especias y pieles secas, compré en mi sueño unas Converse y una camiseta de fútbol de la selección marroquí, regateé por unos adornos y comí tagine hasta reventar; cuando terminó el festín subí a un taxi que al llegar a una rotonda se convirtió en oveja con alas y me llevó volando hasta el Callao, con Chenoa como soundtrack (Tengo razones para entenderte/ tengo maneras de darte suerte/ tengo mil formas de decir que sí, que todo irá bien). Cuando tocamos tierra, mis amigos me esperaban sonrientes y me pellizcaban para ver que era real, esquivaba sus pellizcos, pero ellos insistían hasta hacerme daño. Horas más tarde, al despertar, supe que esos pellizcos eran en realidad picaduras de mosquitos que se habían ensañado con mis brazos.

Desperté a Sol y nos preparamos para volver a Madrid en el vuelo de las dos de la tarde. ¿te ha gustado el regalo? Pregunto, y ella dice que sí, que ha estado bien volver a Marruecos como regalo, que eso es mucho mejor que un ramo de flores o chocolates. Nos levantamos de la cama y las tripas nos crujen con saña: no estamos preparados para comidas tan condimentadas. Desayunamos algo ligero y volvemos a casa, yo pensando en que tengo que planchar mis camisas para la semana de trabajo y Sol retorciéndose de dolor y deseando matar a la tripulación de easyjet que no paró de vender loterías, perfumes y sandwichs de chorizo, durante todo el vuelo.

martes, octubre 14, 2008

Baila como un loco calato


Claudio, mi hermano y yo solíamos ir de cacería a los quinceañeros de barrio. Encontrábamos de todo: tías cachondas con las que bailar, madrinas gordas a las que esquivar, y de vez en cuando alguna quinceañera apetecible y traviesa que coqueteaba amparada en su campo de fuerza con forma de vestido de muñeca. Nunca nos negaban la entrada, llegábamos perfumados y bien vestidos y cuando nos veían doblar la esquina alguno de los invitados decía, oe, ahí vienen los Clarks, y se resignaban a permanecer en el anonimato, opacados por nuestra ropa de marca y sonrisas Colgate. Que son las únicas cosas que importan en la adolescencia.

Angela nunca me había gustado, no por fea, sino por poco selectiva. Sus agarres anteriores (me rehuso a llamarlos novios) eran más bien tirando a feos, y eso hizo que tuviera una imagen bastante pobre sobre mi guapa vecina. Claudio sí la miraba con buenos ojos, y mi hermano, simplemente, no la miraba. Cuando decidimos colarnos en su fiesta, un poco indignados (aunque no extrañados) por no ser invitados, usamos nuestras ropas más normalitas, las que usaríamos para ir al cine, para no desentonar demasiado ya que los demás asistentes eran miembros de pandillas locales, y cobradores de combis. Si se sentían ninguneados eran capaces de pegarnos delante de todo el mundo, robarnos, meternos la mano y encima escupirnos en la boca. Así era mi barrio, y había que adaptarse.

- Ponte un polito nomás – dice mi hermano, mientras se hace la raya al medio (oh, yeah).
- Sí, maricón – corrobora Claudio – yo voy a ir con jeans y unas Nike viejas.

Llegamos a la casa de la tía de Angela cuando ya casi todos los demás se habían colado. Nunca entendimos porqué mudó la fiesta a otro barrio, si encima la casa de su tía era más fea que la suya. Su vieja me sonrió al verme pasar y me dijo hola joven, yo creí que no venía; la saludé con respeto, porque una mujer que no se ha suicidado al ver el horrible gusto de su hija merece mis respetos, y le susurré me he colado, señora, Angie no me ha invitado. Desde una esquina, la quinceañera me señalaba y sus amigas me miraban, unas con odio y otras como te miran los monos. Estuvo tentado a arrojarles una papa frita. Claudio y mi hermano triunfaron casi al minuto, y en cuanto me di cuenta estaban en un rincón, hablando con un par de chicas bañadas en Yanbal a las que bauticé como las cuellosucio. Cuando fueron (juntas, as usual) al baño, me acerqué a los cazadores conformistas, y pregunté ¿campeonamos? Y ellos asintieron.

Por primera vez en mucho tiempo me sentía mal en mi rol de aquí me colé y en tu fiesta me planté, y buscaba un alma gemela entre tanto piraña con gorra de los Bulls de Chicago. Salí a respirar y encontré a una morena de ojos grandes que parecía igual de perdida que yo. Le calculé unos diecisiete años, cincuenta y seis kilos y un peluquero fan de Sheena Easton. Volví a la fiesta y después de robar un par de vasos de cóctel de maracuya salí a buscarla.

- Hola, ¿eres amiga del novio o de la novia?
- …
- Mis amigos me llaman Clark – grillos, camión que hace retumbar el asfalto.
- Ana – me mira, estira la mano y me quita un vaso de cóctel – gracias, tenía sed.

Una paloma nos mira desde el techo y ella me cuenta que ha venido de Chiclayo, que es prima de Angela y que no se llevan bien, porque ella es una huachafa. Le digo que estudio, no, no fumo, y que a mí también me cae mal su prima, por atorrante.

- ¿Para qué vienes? entonces.
- Por joder, no había nada en la tele, y a ver si conocía a alguien interesante.
- …
- Tú, por ejemplo.
- …
- Oye, ¿quieres bailar?
- Ok.

La paloma ve como volvemos a entrar y tiramos los vasos descartables en la puerta. Mi hermano y una de las cuellosucio bailan animadamente y Claudio ha desaparecido. Suena un reggae (algo de un apache no se qué), la llevo de la mano hasta el centro del salón y cuando empiezo a moverme comprendo el motivo por el que estaba afuera, hablando con las palomas. Ana subía y bajaba las manos, como abanicándome, y sus pies mataban un ejército imaginario de hormigas. Intenté controlarla cogiéndola de la cintura, pero la fuerza centrífuga de sus espasmos me empujaron y caí sobre una de las viejas que veía a los jóvenes bailar.

La tía me empujó y me levanté como un muñeco, frente a Ana que seguía convulsionando. Ahora se movía de izquierda a derecha, derecha izquierda, con los ojos en blanco y la quijada al viento; le cogí una mano y por un momento la devolví a esta dimensión, pero después de guiñarme un ojo me dio la espalda y continuó con su particular danza de la lluvia. La vieja de Angie me miraba implorando que la controle y el resto de colones nos había dejado bailando solos. Mi hermano estaba a punto de mearse encima y Claudio, que había vuelto, se retorcía de risa en un sillón. Pegué a Ana a mi cuerpo y le sujeté la cara con las manos, ¿me vas a besar? preguntó, y, por suerte, el reggae terminó. La gente llenó el salón nuevamente y yo aproveché para salir corriendo. Doscientos metros después miré hacia atrás y Ana venía siguiéndome, me escondí en una cantina detrás de unos albañiles que cantaban algo de Guiller y la loca pasó de largo. Di un rodeo enorme para llegar a casa y Claudio y mi hermano ya estaban allí.

- ¿Qué tal con las cuellosucio? – pregunté, disimulando, mientras me servía un vaso de agua.
- Querían ir al cine y les hemos dicho que ya las llamaremos. Olían raro. ¿Y tú, qué tal con el loco calato?
- No jodas, he descubierto que puedo avergonzarme incluso en entornos hostiles y bien vestido.
- Normal, en esos casos no hay Nike, que valgan.
- No, no hay Nike que valgan. Putas chiclayanas.

lunes, octubre 13, 2008

La muñeca medieval


Me encantan los mercados medievales. Es lo que más me gustó cuando llegué a Alcalá de Henares, porque las calles de piedra, los monasterios, conventos y edificios de la universidad se prestan a la perfección para recrear la edad media y sentir por un momento que todo lo demás no existe, que fuera de ese mercado se acaba el mundo. Por eso había decidido que ese domingo no jugaría al fútbol, sino que estaría en el mercado lo antes posible, me subiría a mi coche y llegaría en veinte minutos a casa de mamá, veríamos juntos la F1 (aunque ya sabíamos que Alonso había ganado) y después de picar algo saldríamos a comer de verdad en los puestos con barbacoa.

Mi tío el ingeniero se apuntó a último momento, y me alegró que compartiera con nosotros lo que para mí era una fiesta. Salimos hacia el centro de la ciudad a eso de las tres y enfilamos directamente a los puestos de comida. En nuestro camino encontramos una chica de mirada dulce, y llamativos vestidos, pero no quisimos prestarle atención. Mientras pedíamos medievalmente unas raciones de costillas y unos litros de cerveza vimos desde lejos a la hija de mi tío (mi prima, vamos) dar una voltereta y caer pesadamente sobre su espalda de cinco años. Quisimos correr a salvarla y yo ya estaba marcando el 911 en mi móvil pero su padre nos tranquilizó diciendo que la niña era de goma y eso no era nada, que había que haberla visto el día que saltó desde el sofá y cayó de cabeza sobre la alfombra, creímos que se había desnucado, contaba, pero al segundo saltó y gritó ¡tacháaan! con las manos levantadas. Asentí nervioso pero ya no la perdí de vista, ni yo ni la hermosa chica medieval que apareció otra vez y vendía collares de artesanía, mientras jugaba alegremente con los niños a su alrededor. La imaginé entonces, creo que por culpa del calor que me pegaba directamente, como una grácil Dulcinea y yo era su Quijote loco.

Sentados en una de las mesas, mi familia y yo hablábamos del informe del FMI, según el cual España entrará en recesión en 2009 y Perú crecera un 2,5 por ciento. Comentamos también el penúltimo escándalo político en el que estaba envuelto todo el gabinete de nuestro país, y como el presidente había cortado por lo sano quitando a todo el mundo la inmunidad diplomática. Mi tío el ingeniero volvió entonces a las andadas e inistió con lo de la empresa multidisciplinar que quería hacer junto a mi hermano y, pese a mis advertencias, yo mismo. Le expliqué que no quería programar, que lo odiaba, y él, como siempre, me dijo que yo lo que quería era ser poeta. Escritor, corregí, y me distraje otra vez viendo a la muñeca medieval, que ahora, vendía alegremente uno de sus collares de piedras de colores. No vi cuando un trozo de costilla murió ahogada dentro de mi vaso de cerveza. Sol y mi hermana anunciaron que se iban a recorrer la feria y les hicimos chau con la mano. Minutos después la maldije porque se había llevado mi cartera y le había puesto un presupuesto limitado (los 30 euros de mis bolsillos) a nuestra medieval borrachera.
Tengo cervezas en mi casa, dijo mi hermano cuando le propusimos que compre algo para beber. Supe entonces, que yo no estaba invitado ya que su mujer me odia (botellita de jerez) y no consideré apropiado que me sentara en su salón a charlar amigablemente. Estuve tentado a hacerlo, total, mi hermano no me iba a cerrar las puertas y ella seguramente se escondería en su habitación hasta que me fuese.

Sol me llamó, el espectáculo de cetrería estaba punto de comenzar.

Los halcones volaban sobre mi cabeza y, al azar, se posaban sobre los hombros del público. Rogaba que me escogiera, huelo bien halconcito, no eres alérgico a Bulgari, ¿no?, ven pósate sobre mi hombro y lo tomaré como una señal del infierno. No hubo forma, el halcón escogió al hombre que estaba justo a mi lado y sólo me quedó el consuelo de preguntarle si sus garras le habían hecho daño, a lo que él, dándome más información de la necesaria contestó: las garras de mi amante son peores. Cuando el espectáculo acabó (y mi sobrino desquitó su furia pateando a un vendedor de globos que perdió tres Nemos y un Mickey) me hundí en el mercado buscando algo de queso, miel, té, pasteles y comics, porque no sé por qué, siempre hay un puesto de comics entre tanto medievo. El queso era excesivamente caro, y pasé de largo. Los pasteles habían sido invadidos por moscas que tenían mis mismos gustos culinarios, y la miel no parecía ser lo suficientemente marrón para Sol. Compramos té con almendras y comics de Batman y Superman, además de un libro viejo de Georges Simenon que se ha convertido en uno de mis escritores favoritos.
Nos despedimos de todos, que ya iban hacia la casa de mi hermano, y subimos al coche para volver a Madrid.

De camino Sol llamó a una amiga francesa y quedaron para tomar un café en la calle Arenal. Acepté acompañarla y terminé así la jornada medieval, escuchando a la chica de Lille (cuyo nombre no recuerdo) de linda sonrisa, mientras deseaba volver a ver algún dia a Dulcinea, aunque seguramente sin su look ancestral no la reconoceré, y pasará a mi lado sin mirarme para, como los halcones, posarse sobre el hombro de cualquier otro paisano.

viernes, octubre 10, 2008

Echando chispas


Tengo diez minutos para escribir, me arden los ojos, me duele el estómago y Verónica no contesta a ninguno de mis llamados selváticos, poco a poco pierdo la esperanza (¿y las ganas?) de volver a verla. Mis botines nuevos me están reventando los empeines, y cuando me quejo, Sol pregunta dónde están los empeines. En unos foros de internet recomiendan echar nivea en la parte jodida del zapato, otros dicen que metiendo una bola húmeda de papel periódico se soluciona, y la receta más original dice que meta los zapatos a congelar durante una semana y con eso se dice adiós al problema. Me imagino entonces despertando cada mañana, con los ojos sellados por las legañas y llegando a gatas a la cocina, abriendo la puerta de la nevera y buscando a tientas la leche y el té helado; seguro que con mi suerte me meto un tacón en la boca y lo mastico, creyendo que es el queso edam que se ha puesto duro.

He salido a comer solo, necesitaba espacio y olvidarme un poco de esta semana de mierda en la que por poco le cruzo la cara a mi jefe. Llegué a duras penas al centro comercial porque no quería coincidir con nadie en el restaurante que hay al lado de la oficina y al meterme en cualquier sitio, el que sea, a comer, me encuentro con Teresa, que me cuenta su acojone motivado por la proximidad de su jefa, que termina su baja por maternidad la próxima semana. Me quiero ir, repite, todos dicen que es una hija de puta y me da miedo. No estoy de humor para consolar a nadie, es una puta, confirmo, de las peores que he visto en mi vida, ya te veo llorando por los pasillos como hacía Ely, prepárate para lo peor. Me mira asustada, aterrorizada, y me siento Johan, el protagonista del manga Monster. Me he pasado un poco con la crueldad y mi sentido de culpa hace que se me caiga un poco de kebab sobre el pantalón de lanilla gris, mierda, grito, soy un desastre comiendo con las manos, me he civilizado demasiado.

Vuelvo a mi sitio de trabajo y el sol me da en toda la cara. Siempre es igual a esta hora de la tarde, pero me distraigo buscando un rincón en Internet en el que refugiarme. Leo el blog de Tatiana, pero lo actualiza cada semana, y la única novedad es que no ha entendido mi comentario en su post sobre los granos y el acné. Escribí RBC, pero es jerga inventada en un barrio del Callao, normal que no la entienda. RBC, guapísima Tatiana, significa en mi barrio Reviéntate los Barros Conchetumare, ya sé que es extremadamente vulgar, pero es precisamente allí donde radica el secretismo de la jerga (si mi vieja lee esto se horroriza). Obviamente no iba dirigido a ti, iba para un amigo limeño fan de tu blog, cuya cara parece una sopa de trigo.

Se acerca la reunión de balance semestral. En esto coincido con muchos: se podría enviar el informe por correo y el que le interese (no es mi caso) que lo lea. María me ve parado en la puerta de la oficina y pregunta qué me pasa, I’m down, respondo, y ella dice que no debería (¿qué te importa, oye, pienso?), que soy joven, vigoroso, que trabajo en una multinacional, que tengo un coche, una casa, una novia guapísima e inteligente, que soy culto y muchas cosas más que no recuerdo porque en lo de culto desconecté. Rubén, que también estaba a mi lado, flipó (minutos después me dijo, ésta quiere follarte). Agradecí a María sus pastillas para la moral, y le pregunté si los seres afortunados no tenían derecho a tener un día malo, claro, que sí, respondió, y dos si me apuras. Pues hoy es el mio, me ha tocado.

Anoche Sol me preguntaba que qué quería cenar. Le dije que nada, estoy desanimado. Metí un par de chuletas al horno y le pedí que me dejara escoger la película de esta noche. Accedió y le propuse tres: Cujo, Death Proof y 39 Steps. Al final el DVD de la peli de Tarantino entró al reproductor y ver a Kurt Rusell masacrado me devolvió la sonrisa y soñé que Rosario Dawson le partía la cabeza al director general. Hoy, lo único que podría empeorar mi día sería que la cabrona de Maite me preguntara otra vez por Vero, ¿no sabes nada de ella desde que se casó? Qué raro ¿no? Respondería, una vez más, que no, que no sé nada, pero no le contaría que no responde mis e-mails, ni que parece que fue hace siglos que me confesó que me recordaba al escuchar una canción de Fito y Fitipaldis, que por cierto, no sé cuál es, porque todas me parecen la misma. Life’s shit.

martes, octubre 07, 2008

Chula, Chula ¿dónde te has metido?


Era el más alto de todos mis amigos, tanto que los demás le llamábamos “tío” cariñosamente. Su metro ochenta y cinco (a los 14 años) lo hacía resaltar sobre los demás en cada desfile, formación, fiesta, clase o meada comunitaria, y de esas hacíamos muchas en las paredes de los colegios rivales. Además, su temprano mostacho, pelusilla diría mejor, dibujaba una pequeña nube sobre sus labios que nunca te dejaba claro si no se afeitaba o había comido mazamorra morada. Y si a su altura le uníamos su ausencia total de hombros se comprendía perfectamente el porqué de su apodo: Chula.

Chula era lo más parecido a Goofy que te podías encontrar en el Politécnico del Callao. Afable, cariñoso, de risa fácil y bien intencionada, estaba siempre allí cuando alguno de nosotros lo necesitaba. No te traicionaba ni aunque estuviera entre la espada y la pared, y una vez resistió por mí una tortura de más dos horas. Esa mañana yo había roto de un pelotazo una luna del taller de carpintería, en cuya pared Chula, mis amigos, y yo, solíamos jugar a los penales. Mi tiro salió desviado para que Chula (el mejor arquero del salón) no pudiera alcanzarlo, pero sin el efecto necesario para bajar a tiempo y la luna estalló con un estruendo aterrador. Huimos como ratas, pero él tropezó consigo mismo y cayó de bruces contra el pecho del profesor carpintero. Resistió media hora de interrogatorio y no soltó ningún nombre, yo esperé todo ese tiempo con el culo apretado en el salón de biología hasta la hora de recreo. Cuando salimos y vimos a Chula arrodillado sobre chapas de coca-cola en el patio central, con las manos tras la nuca y vigilado por un policía escolar, comprendimos que no nos había traicionado y dos horas después lo homenajeamos con un cariñoso apanado y dos panes con atún comprados en el kiosco de Elmer Faucett.

Nunca vimos a sus viejos, pero los imaginamos de tres metros, vestidos de negro y, ambos, con pelusilla sobre los labios. Debían ser buenas personas como lo eran los míos, pues a diferencia de la mezquindad característica de los niños chalacos, Chula y yo nunca fuimos egoístas. Éramos pocos los que compartíamos nuestras cosas sin necesidad de amenazas, y siempre estábamos dispuestos a dejar que algún necesitado arrancara la carátula de nuestro cuaderno para poner su nombre y presentarlo, o a prestar nuestra insignia, por todo lo que dure el desfile, a un escolta angustiado. Todos lo sabían y cuando algún pendejo se metía con nosotros aceptábamos el reto como tenía que ser. Si ganábamos, todos contentos, pero si íbamos perdiendo, alguna mano o pie misterioso caía sobre la cabeza del rival, dejándolo semi noqueado y listo para ser rematado por nuestras solidarias manos. La última bronca de Chula fue con Gereda, el malote oficial del salón que lo acusaba de soplón por denunciar que llevaba revistas porno y las leía durante la clase de religión. Todos sabían que el soplón fui yo, más por venganza al ver que la porno no llegaba a mi carpeta, que por afán reivindicativo. Todos sabían que dolido en mi orgullo no resistí la tortura individual a la que fuimos sometidos y dije fue Gereda auxiliar, fue Gereda, cuando vi que abrían el cajón de torturas y me preguntaban ¿qué quieres, dos horas de chapitas o ranear por todo el colegio? El respeto que había ganado durante tres años se fue a la mierda, pero nadie le dijo al mongolo de Gereda que fui yo el denunciante, y él al ver que Chula se libraba del interrogatorio (entrábamos por orden alfabético, y él iba después de mí) asumió que se había ido de la lengua, y sin más, le metió un manazo se movió a mi amigo como el viento mueve a los árboles. Chula, como se hace en estos casos, ni preguntó el porqué del golpe, cogió a Gereda por la jeta y lo arrastró hasta estrellarlo contra el periódico mural, que entonces anunciaba la proximidad de las fiestas patrias. Los rodeamos para que nadie se metiera y dos minutos después Gereda se rendía, ensangrentado y con un pedazo de escarapela pegado al ojo.

Chula estuvo triste una semana, sin hablarle a nadie. A los dos meses desapareció.

Una noche de juerga, yo bajaba por Escardó a toda velocidad en unos de los carros decomisados por el viejo de Pepe. Creo que era un Datsun rojo con una raya blanca pintada, nos sentíamos Starsky y Hutch. Paramos en una carretilla, de esas que pululan por Lima y sirven para alimentar a los trasnochados. Compramos un sánguche para tres y cuando peleaba con Tomy por un trozo de pollo de dudosa procedencia, vi a Chula estirar su eterno brazo, llamando un taxi. ¡Chula!, grité, y mi amigo me reconoció al instante, has crecido, me dijo, pero nunca te voy a alcanzar, huevón, aseguré. Volvimos a la carretilla y compramos dos latas de Pilsen, que bebimos sentamos en el borde de la vereda. Me contó que tenía un taller mecánico, en Dulanto, y que le iba más o menos. Le dije que estaba en la universidad, y le confesé que pensaba escapar de Lima en cuanto pudiera, pero la cita para sacar pasaporte es de tres meses, y da flojera levantarse a las cinco para hacer cola. Hacer bien en irte, me dijo, esta ciudad es una mierda. Le pregunté entonces por qué dejó el colegio, y me dijo que no lo dejó, sino que pidió a sus viejos que lo cambiasen a otro, porque allí ya nadie lo respetaba, que creyeran que yo era un soplón, entonces eso me dolía mucho, ahora me llega al pincho, pero entonces me dolía mucho. Ya no supe qué decir, estuvimos unos minutos mudos, simplemente sonriendo y recordando en silencio nuestros días escolares. Mis amigos hicieron sonar el claxon del Datsun y ofrecí a Chula acercarlo a Dulanto, pero no quiso, iba a otro lado y te vas a desviar mucho, flaco. Cambiamos teléfonos, pero nunca nos llamamos.

Hoy en el metro de Madrid vi a un tipo enorme, larguísimo, tanto que tuvo que doblarse para entrar en el vagón. Se paró a mi lado y su abrigo negro le daba un aspecto fúnebre, gótico, y pensé que si el chofer de Drácula existía tenía que ser como este tipo. Sobre la boca tenía una pequeña pelusilla a modo de bigote, y la misma mirada de Goofy que Chula tuvo siempre. Quise preguntarle si lo conocía, si era familia, si había estado alguna vez en el Callao, pero cuando me acercaba me di cuenta de que no sabía el nombre de mi amigo, y no hubiera quedado muy bien preguntarle a un extraño: oiga, ¿es usted familiar, o amigo de mi inolvidable Chula? Seguramente me habría ganado un puñetazo, y no estaba hoy de humor.

lunes, octubre 06, 2008

Estargüars


Sol y mi hermana yacían en el sofá, después de haber estado bailando salsa toda la noche. Yo, homo sapiens, había preferido quedarme en casa la noche anterior, leyendo, durmiendo y soñando (no siempre en ese orden) después de observar asombrado como Messi y los suyos le habían metido seis al Aleti, dejando a mi tío el ingeniero (hincha del Kun) al borde del llanto.

Mi plan para el domingo era de pequeño burgués: levantarme tarde, comprar El País para ver si allí contaban algo del último accidente de Bayly (no, ni siquiera en el crucigrama), comer a eso de las 2 y salir a pasear por el centro ahora que no hace ni frío ni calor. Quería ver la exposición de Star Wars (o Estargüars, que es como se pronuncia en España) de la planta nueve de El Corte Inglés, y después bajar por Huertas hasta el museo CosmoCaixa para meterme en la historia de los Etruscos, que me había recomendado mi viejo. Sol, desde su rincón, alargaba una mano y se llevaba el vaso de té a la boca, mientras mi hermana me rogaba que le acercara los croissants. Ya no estoy para estos trotes, decía la pobre, siempre envuelta en una manta apestosa que rescatamos del trastero cuando supimos que se quedaba a dormir, las que apestan abrigan más, le mentí.

Compartí mi periódico con las damnificadas de la noche salsera, y después de comprobar que no había nada en la tele y que mi DVD se había jodido por enésima vez (lo devolveré, esta misma semana) anuncié que cocinaría algo en el Wok y me puse a picar verduras. Ellas, palomas agonizantes, aprobaron con un gesto mi iniciativa, y prometieron ayudarme con un siempre dudoso ahorita vamos, tú ve picando la zanahoria.
Después de comer, y del postre, me dispuse a salir a mi encuentro con una galaxia muy, muy lejana. Mi primito había estado el día anterior y por su entusiasmo supe que no me podía perder tamaño acontecimiento. Sol se animó un poco, quiero hacer algo, fueron sus palabras, y salimos hacia la Puerta del Sol, mi hermana volvió a su casa, y según mamá, entró en coma profundo apenas llegó, sin levantarse siquiera para atender las llamadas del Misterioso, que insistía cada veinte minutos.

Me recibió Yoda al salir del ascensor, y vi la mejor colección de figuritas de Star Wars de España. El dueño era un tal Luismi, que para mi suerte estaba allí con una amiga (que se lo quería follar, amos, eso se nota) explicándole todo el tinglado.

- Mira, éste es el soldado imperial que más me mola.
- ¿Cuál, Luismi de mi corazón, cual?
- Éste, - señalando sobre la cabeza del muñeco, a través del cristal de la urna -el verde.
- Ahhh, qué guay.
- Es un prototipo, ni se ha fabricado ni se fabricará, pero yo lo tengo por ser yo.
- Enséñame tu sable láser, Luismi, y llévame al lado oscuro.

Sol desfallecía entre R2D2 y Jabba y me compadecí de la mujer que, contra todo pronóstico, lleva conmigo más de tres años. Vámonos si quieres, le dije, además, si me quedo me voy a gastar todo mi sueldo en estas mariconadas. Bajamos los nueve pisos en el ascensor más veloz de Madrid, y subimos hasta la Plaza Santa Ana, con la intención de tomar un chocolate caliente en La Croissanterie, como hacíamos al principio de los tiempos. Estaba cerrada, y subimos derrotados hasta Tirso de Molina para volver a casa en metro y dejando a los Etruscos para mejor ocasión. De camino me imaginaba lo divertido que hubiera sido poder robar el traje de Darth Vader de la exposición, montar en la línea 1 en dirección a Vallecas y asustar a todo el mundo. Los niños hubieran alucinado y sus padres se hubieran hecho mil fotos conmigo: unos siendo ahorcados, otros fingiendo peleas con sables láser, otros abrazados, en plan futbolista.

Ya en casa Sol preparó algo de chocolate y esa fue nuestra cena. Vimos un capitulo de House y nos fuimos a la cama. Segundos después, ella dormía y por un segundo (no más) me puse en su lugar imaginando lo que siente cuando yo hago lo mismo, casi todas las noches, y no le doy opción a contarme las mil y una tonterías que tiene en la cabeza. Le hablé mientras dormía y le confesé que quería robar un C-3PO, que compraré un traje de Darth Vader, no, mejor de soldado imperial, y que ella, siempre, será mi única princesa Leia, y viviremos en Tatooine.

jueves, octubre 02, 2008

La calientavohues


Willy siempre se tocaba la nariz, no sé si porque dudaba de su limpieza, o si era verdad lo que decía Tomy: que era un efecto secundario de su afición a la cocaína. Llegaba a la oficina a eso de las 9, pero su andar desenfadado y su infalible sonrisa hacían que tanto la dueña de la editorial, como su marido, le dieran una palmadita en la espalda como único castigo. Lourdes estaba enamorada de él, desde siempre, pero él decía que no pasaba nada, que eran amigos, y siempre se les veía pasear por Lince, tomando juguito de papaya o comiendo salchipapas. O sea, amor misio, pero pagado por él, always. Tomy y yo lo llevábamos por el buen camino y lo animábamos a seducir a Lourdes, que tiene cara de vieja, sí, pero es lo que tienes a mano, huevas, apúrate porque el Fernando cualquier día te atrasa. Willy, no sé si caballeroso o huevón de campeonato, prometía siempre que, este sábado sí, sin falta, se llevaría al catre a la carevieja, después de sus habituales bailes en una discoteca de la avenida Arequipa.Pero no le hacía ni cosquillas.
Cuando Willy se compró su primer carrito, un Ford, hicimos que nos llevara a Kahuna’s. eran otros tiempos y entonces la discoteca era frecuentada por gente bonita y nosotros no podíamos ser la excepción. El pobre aceptó encantado y prometió que Lourdes vendría, y entonces sí, cuñao, me la hago como sea. El “como sea” me asustó un poco, la verdad, pero me apunté a la juerga esperanzado de encontrar algún famoso entre la gente, a la dalina chiquita bailando en bikini, por ejemplo, o en el peor de los casos a Maricielo Effio con un pareo ceñido a la cintura. Como sea, cuñao, como sea, seguía diciendo Willy mientras se alejaba por la avenida Salaverry, y Tomy y yo esperábamos la combi asesina que nos llevaba de vuelta al Callao.

Esperamos a Willy en la avenida Brasil, pensando en bajar luego por el zanjón hasta la Panamericana Sur. Ya me veía yo bailando entre la farándula y me imaginaba mi caramelo impreso a todo color en la sección “Gente” de El Comercio o Caretas. Cuando el Ford verde llegó a la esquina lo primero que saltó a la luz fue que Lourdes no estaba, tenía cólico, la excusó Willy, mientras se tocaba la nariz. Subimos y el ruido de Rick Astley nos envolvió.
Never gonna give you up
Never gonna let you down
Never gonna run around and desert you
- No importa huevón, - consoló Tomy, amplio conocedor del sector de los plantones – hay un huevo de hembritas en las discotecas del sur.
- ¿Qué? –luz verde, primera, acelerador – me llega al pincho, chato. Manya tengo un Fiorucci nuevo.
- Qué ficho.
- Cool – certifico, por decir algo.

Salimos del zanjón y estamos ya en la Panamericana. La oscuridad nos deja ver sólo las luces lejanas de alguna de las miles de barriadas que hay fuera de Lima, pueblos jóvenes con gente que ha venido del interior y se ha establecido en sitios sin agua ni luz, esperando que algún día el gobierno se compadezca y le de a su invasión el status de asentamiento humano. Willy cambia el casette y pone uno de Cindy Lauper, ¿eso es para maricones, no? pregunto, desparramado en el asiento trasero mientras Tomy juega con el volumen de la radio, que debe ser de 1984.
Así nos sorprendió la explosión del neumático, cagados de risa, y soñando con bañarnos en espuma en el sur de Lima.
Bajamos a ver el daño, pero la oscuridad nos impedía ver si era un hueco pequeño, grande, o habíamos atropellado un puerco espín. Descubrimos, sin mucha admiración, que el vendedor no había incluido gato, y tuvimos que levantar el chasis usando nuestras propias manos, mientras Willy cambiaba la llanta. Apúrate oe, gritábamos, pero nuestros gritos se ahogaban con el ruido de los coches que volaban buscando fiesta.

Media hora después retomábamos el viaje, pero ya sin esperanzas de llegar a Kahuna’s. Desestimé la idea de bailar al lado de Leslie Stewart y propuse parar en la primera discoteca que encontráramos. Nos recibió Thalía:

Eres piel morena
Canto de pasión y arena


- ¿Cuándo te la dio? – preguntó Tomy al ver una foto de Lourdes, que Willy sacó del bolsillo
- Anoche, se va de la empresa y me ha dicho que con eso la recordaré.

Llegó nuestra jarra de sangría y Willy metió dentro la foto de la carevieja, pa’ darle más sabor, dijo. Después del segundo trago, como los gusanos del mezcal, dejamos que Lourdes siguiera dentro del trago y seguimos bebiendo con la misma alegría de siempre. Te queda poco tiempo, brother, si no te la haces ahora, se te escapa de las manos. Mi amigo parecía ya saberlo, pero no le importó, bebió un poco más de sangría con Lourdes y se limitó a decir ojalá no reventemos otra llanta porque volvemos a Lima con la de respuesto, pirañas.
Un par de horas después, y en vista de la poca calidad del ganado zafamos culo, subimos al Ford y bostezando, a más de cien, contamos las luces para volver.

Bajé en Lince y me subí a un taxi, antes de que el Ford (o Willy) explotara. El taxista me preguntó que qué tal la noche, a mi amigo lo han shoteado, dije, una calientavohues, y está hecho mierda. El morenaje, gran pensador, movió su espejo retrovisor y me enfocó con él como si fuera una cámara de cine, tras unos segundos de silencio me dijo, un clavo saca otro clavo, chino, dile a tu pata que por un culito no se llora, y menos por el de una estrecha. Subíamos por la plaza Bolognesi cuando compartí ese axioma con Willy, por SMS.