lunes, octubre 27, 2008

A ti venimos, en procesión


Es domingo y papá y yo estamos decepcionados porque nadie ha venido a jugar al fútbol. Sol nos acompaña a comer en un restaurante indio al que ya habíamos ido antes y, asombrada, comprueba que papá, como la mayoría de mi familia, sigue creyendo en santos y en dios. Que mi familia es todo lo contrario de lo que soy yo: un agnóstico intrascendente.

- Tu mamá ha estado ayer preparando las cosas de la procesión – me cuenta, fastidiado – moviéndose de arriba abajo y por la noche no se podía ni mover.
- Pero si me prometió que no haría nada de eso. Está mal de la espalda ¿no?
- Ya. Pero la culpa la tiene tu tía, que la inquieta, carajo ¿es que no puede hacer sus cosas sola?
- Eso también, – concedo y le digo al camarero que quiero el menú 2 – pero mamá, además, se apunta a todo. Quiere sentirse útil.
- ¿Qué procesión? – pregunta Sol.

La procesión es la del Señor de los Milagros, te he contado ya sobre ella, es la más famosa del Perú y la que más fieles arrastra. Tiene una versión desturronada en cada país en el que haya una colonia peruana, por muy pequeña que sea, siempre habrá una procesión. Yo paso, le digo a papá, y me sirvo un poco de cerveza, sabes que no creo en esas vainas. Él asiente, y respeta mi decisión, yo le digo que me parece bien que la gente siga con sus tradiciones, porque es eso ¿no? Una tradición. Sol nos mira, muda, esperando a que papá responda a la provocación, pero él no lo hace, y dice que después de comer acompañará a mamá en la procesión. Sonríe.

- ¿Cuándo dejaste de creer en dios? – pregunta Sol, y yo recuerdo el día en que preguntó “¿Desde cuándo eres fan de los Beatles?”.
- Es una larga historia – contesto, y hago una seña para que me traigan otra cerveza – larga y muy aburrida. Como una procesión.
- Ilústranos – me provoca papá -, que para eso estamos.

No resisto, no soy como él, tan frío. El camarero trae la cerveza y cuando la pone en la mesa parece cortar la cortina de aire que hay entre mi padre y yo.

- La primera vez fue cuando el cura me botó de la iglesia - me arranco -, creo que tenía diez u once años. Le pregunté que si era posible que una mujer que ha tenido un hijo siguiera siendo virgen. Me dijo que no, que eso era imposible ¿te acuerdas, ? – mi viejo me mira y sonríe, yo hablo mientras como mi pollo en salsa de curry – y le dije entonces que la virgen María era un fraude.
- ¡No!
- Sí, Sol, sí. El curita de mierda se puso como loco, y eso que no le mencioné, como quería, a la ricurita quinceañera que se metía en la sacristía de lunes a viernes después de la catequesis. No, sólo le dije que la virgencita que le dejaba tantas ganancias tenía pies de barro. Obviamente, me expulsó gritando que no volviera más a la “casa del señor” y yo me fui creyendo que Satanás se me aparecería en medio del parque.
- Se quedó cojudo por meses – dice papá - pero después le dijimos que el diablo no le haría nada.
- Y entonces me pregunté que si no había diablo, tampoco quizá habría un dios ¿no?
- Huevadas nomás preguntabas.

El camarero indio ha puesto un DVD de Bollywood en la tele y ha quitado la carrera de motos GP. Sol le pide que, por favor, baje el volumen.

- ¿Y cuál fue la segunda?
- ¿Qué segunda?
- Dijiste antes “la primera vez”, ¿cuál fue la segunda?
- La segunda fue peor – bebo un trago de cerveza y miro a papá, como cuando era niño, él aprueba con un gesto -; estaba en misa, en otra iglesia, y al cura se le ocurrió implantar el diezmo, porque la parroquia estaba misia, más de lo normal. Yo no estaba de acuerdo en pagar por rezar. A los musulmanes no les cobran y pueden ir a las mezquitas cuando quieran ¿no?
- Ahora sí, pero para construir la de Hassan II, les robaron el dinero y los usaron como esclavos – dice Sol, como siempre, culta al cubo.
- Pero ahora es gratis, ese es el tema. Entonces decidí que esa vez mantendría callada mi indignación, o sea, que no le diría a nadie lo que pensaba y que cuando llegara la vieja con la canastita esa pidiendo plata me haría el sweden.
- Ja, el sweden, nunca he entendido esa expresión.
- Ni yo, pero me gusta. Entonces, cuando llegó la vieja miré a Cristo crucificado con ansiedad y fervor, hasta que sentí que algo me golpeaba suavemente el brazo. Era la vieja, of course, que me dice “el diezmo, joven” y yo le digo, “no es obligatorio, señora”, y ella me dice, ya en voz alta para avergonzarme “el señor te está viendo, si no das plata te condenas al abismo de los impíos”. Una vieja la secundó y dijo “amén” mientras metía un billete en la canastita de mierda.
- ¿Y qué hiciste? – pregunta papá, como siempre divertido por mis travesuras.
- Me fui. Salí de la iglesia prometiendo no volver a rezarle a un dios que permite que se quite el poco dinero que tienen sus fieles mientras el papa vive bajo techos de oro. Un dios injusto. Dije que la religión era injusta y un consuelo para descerebrados, y salí.
- Menos mal que iba con sus amigos – le dice papá a Sol, sin descuidar su cordero – nosotros fuimos el domingo siguiente y la gente todavía hablaba del grunge drogado que blasfemaba y botaba espuma por la boca.

Nos reímos y tras pagar la cuenta salimos contentos, recibiendo en la cara el sol del domingo. Nos despedimos en Embajadores, él tomaba el metro y nosotros el tren para ver, al fin, la exposición sobre los Etruscos. Se me ha ocurrido que el próximo año podría vender camisetas del Señor en la procesión, le digo, y él me sonríe y cruza los controles de acceso. Disfruten la expo, chicos, nos dice, y se va. Cuando nos metemos al túnel veo a unos niños correr y me imagino a mis hijos nonatos preguntándome (en el año 2030) ¿Cuándo volviste a creer en dios, papi? A lo que seguramente responderé con una mentira, linda y conmovedora: cuando naciste tú, y me convertí en inmortal.

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