viernes, diciembre 28, 2007

Feliz Navidad (la tuya primera)


Ahora que ya han pasado las fiestas navideñas (y la resaca) recuerdo con nostalgia la última navidad en la universidad del Callao. Ya habíamos notado que, poco a poco, la gente iba desapareciendo; algunos por trabajo, otros (como yo) por desencanto, y algunas porque de tanto jugar con el payaso habían quedado preñadas y aprovechaban estas fiestas para esconder su barriga de la, siempre habladora, sociedad limeña.
Los Barbieris propusieron jugar al “amigo secreto”, y pusieron los nombres de cada uno de nosotros en la mochila de Carnola. Yo tenía que regalarle algo a su lider: Barbieri, y lo primero que me vino a la mente fue “7 Ensayos de interpretación de la realidad peruana” de Mariátegui, pero lo descarté de entrada asumiendo que su religión ultra conservadora no le permitiría tamaña lectura. A Vásquez le tocó la Gordis, que entonces ya era su amor declarado y con la que compartía sus chistes recién bajados de internet, así que asumimos que le regalaría unas medias de educación física o una liga para amarrarse el pelo. Zico se comió el papel con el nombre de su amigo secreto, y nunca supimos quién fue el agraciado (o desgraciado) por lo que le pedimos en coro que ya que era navidad, y niñito Jesús y todo eso, se portara bien y nos devolviera la pelota de fútbol que, misteriosamente, habían robado unos encapuchados en su casa de la Ciudad del Pescador. Soltó un pedo, y se fue.

A Arturo le tocó Carnola, y nunca supe qué le regaló. Solo me atreví a sugerir a mi amigo que no la llevara al cine, o de lo contrario terminaría con la camisa arrugada porque se asusta hasta cuando pasa un tren y además no chapa contigo a menos que le prometas amor eterno (e inolvidable) o seas Christian Meier. Yo seguía pensando en mi regalo a Barbieri, no me importaba quién tenía que regalarme algo a mí, total, nunca acierta nadie y termino recibiendo cosas que no quiero y luego vendo en ebay. A Lidia le tocó la otra Lidia y secretamente me imaginé comprándole una cadenita de oro en la avenida Abancay con sus nombres grabados en un colgante, toma Lidia, con todo mi amor, diría la parte regalante, gracias Lidia, tú sí que sabes regalar, diría la parte regalada por la parte regalante, que a su vez en algún momento sería parte regalada por alguna otra parte regalante.

Un esparadrapo para taparle la boca, una revista de tejido punto cruz, un...

Al Nero no le tocó amigo, porque los Barbieris no lo conocían mucho, así que la Kika se ofreció a donarle su chompa de Freddie Krueger, que tanta carne ha visto, Nero, pero éste, por no quitar a nuestro amigo una gran seña identificativa, agradeció el gesto caballerosamente pero le dijo que su mejor regalo sería que lavaras la chompa, con cuidadito eso esí, no se vaya a desintegrar. Los otros grupos más normales de la universidad, no se preocupaban de jugar al amigo secreto o nada parecido, además sabían que si nos incluían en sus juegos saldrían perjudicados porque una vez Vásquez tuvo que darle un regalo a una de las chicas y, al no encontrar nada mejor, compró un peluche de segunda mano en el mercado de Comas. Era un león al que se le había caído la cola y un ojo, Vásquez le cortó lo melena y le pintó un ojo con un lapicero negro; el día del intercambio le dijo a su amiga invisible que, con todo el cariño del mundo, le entregaba…un oso.

Un libro de textos apócrifos, el “Evangelio según Jesucristo” de Saramago, ése, si.

Al entregar los regalos, no supe quién era mi amigo secreto, pues se encontraba entre los que el día anterior se habían pegado una borrachera como dios manda en casa de Miguel, y no les daba el cuerpo para venir hasta la universidad. Cuando Barbieri buscaba desesperado su regalo entre todas las bolsitas con lazos que había sobre una carpeta, decidí que no tenía porqué darle el regalo, ¿no me había quedado yo, sin nada? te jodes negro. Guardé el libro en mi mochila y salí junto a mis amigos, que habían obtenido una caja de chicles, un par de medias Lankaster, y una colonia del mercado central. Cambiamos los regalos por unas cervezas y nos burlamos de la cara de Barbieri al ver que se quedaba sin regalo.
Desde ese día, instauré la tradición de comprarme algo para navidad (me encantó el libro), y asegurarme así tener algo que no terminaré vendiendo. Pero siempre me pregunto por estas fechas: ¿dónde estará el oso/perro/león que regaló Vásquez?

martes, diciembre 18, 2007

El secreto del Mongo, y sus tribulaciones


El Mongo tenía que ir a casa de la Flaca a eso de las tres, no llegues tarde Mongo, o llegamos tarde al cine, le dijo ella cuando la dejó en la puerta del colegio. Parecía que al fin, después de mucho sufrimiento, podría ver la película que había escogido, y después si había tiempo caminarían por el malecón para disfrutar del frio de Lima. Se quedó el pobre Mongo contando los minutos durante toda la mañana, y después de releer un poco a Borges y escuchar por enésima vez el Appetite for Destruction, preparó las armas para el combate: un poco de perfume por aquí, otro poco de gel por allá, la mejor camisa y las Le Coq Sportif de la suerte. Llegó a casa de la flaca 20 minutos antes, por esa puntualidad enfermiza que lo hacía ser más inglés que los ingleses. Ella, no sólo no estaba lista, sino que además ni siquiera estaba en casa, ha tenido que salir un rato, le dijo la hermana pequeña, es que mi papá necesitaba una corbata para esta noche, y ha ido a comprarla, me dijo que la esperes nomás. El Mongo se sentó en el sofá de la pequeña casa, incomodísimo, los cuadros con fotos del matrimonio de los padres de la Flaca combinados con retratos de santos y una copia barata de la Ultima Cena, eran su único paisaje. Sobre la mesa de centro había una revista de decoración y un periódico de esos de cincuenta céntimos, casi siempre escritos con palabras fáciles y con grandes fotos. La hermanita pasó como un rayo, pero no le ofreció nada de beber, el Mongo, que ya tenía cierta confianza ganada en esa casa, fue a la cocina y se sirvió un vaso de limonada fria, pensando a ver si viene rápido ésta, que aquí me siento como si estuviera en la casa de un cura, con tanto santo mirándome. No aparecía nadie, y los minutos seguían pasando, el Mongo dio un par de vueltas al salón, prestando especial atención a una foto de la Flaca, calatita a gatas sobre una toalla, con dos meses de nacida.

Desde la calle llegó un ruido extraño, como de gatos atropellados, era una mujer que cantaba a través de un megáfono y que además vendía plátanos, de la isla. La Flaca no llegaba nunca, y el Mongo ya empezaba a sentirse enfermo entre tanta religiosidad. La hermanita veía una telenovela mexicana en la tele y cuando el Mongo intentaba hablarle, para matar el tiempo, ella le hacía shhtt sin despegar la mirada del televisor. La puerta de la habitación de la Flaca estaba abierta, el Mongo vió en ella una vía de escape y en menos de dos segundos estaba ya despatarrado en la cama con olor a jazmín, y compartiendo almohada con Winnie the Pooh. Debajo de la almohada había un libro, y él, creyendo que no había nada de malo, lo abrió. Cuando quiso dejar de leer ya era demasiado tarde, en esas páginas la flaca contaba con lujo de detalles las veces que se habían acostado juntos, que si hoy me tocó aquí, que si hoy le chupé allá, el Mongo, ya picado, siguió leyendo. Páginas después descubrió, con poca sorpresa, que no era el único beneficiario de ese cuerpo adolescente, pues los amigos de la flaca, previa selección natural, habían sucumbido también a los encantos de esta recién descubierta Mata-Hari. Y uno que otro profesor.

¿Qué hago? Se preguntó. Si se lo digo, fijo que hace un escándalo, si no se lo digo, me sentiré un cojudo, ¿o no? ¿Cómo escondes un diario bajo la almohada, so imbécil? Salió de la habitación pasmado, pensativo, y se derrumbó sobre el sofá sin siquiera ver a la hermanita, sentada al lado. Los santos le dieron paz y tramó un plan genial, sabedor ya de que todas esas promesas de amor eterno y exclusivo eran sólo palabras de adolescentes de hormonas hirvientes.

La Flaca llegó quince minutos más tarde, él la besó y salieron a pasear. Ya no tengo ganas de caminar, le dijo, y ella, extrañada, preguntó ¿ entonces, qué hacemos? Fueron a casa del Mongo, y se encerraron en la habitación durante horas, ya no tuvo miramientos, ahora ella era, también, una más del montón. A ver si vuelves a escribir que tu profesor dura más que yo.

lunes, diciembre 17, 2007

Mi cena de empresa


La cena era a las nueve de la noche, en un restaurante cercano a Plaza Castilla (en Madrid, obviously, nada que ver con la del centro de Lima, que tiene su encanto pero no es de mis favoritas). Le dije a Sol, no sé porqué, que era a las nueve y media; ella tenía clase hasta las ocho, así que nos daba tiempo a que volviese nos alistásemos de forma fugaz y salir a ver qué encontrábamos en la noche madrileña. Nos despedimos en la puerta del parking del restaurante, ella había quedado con unos amigos y yo con la gente de Toshiba. Eran ya las diez de la noche, y cuando me senté a la mesa, todos iban por el segundo plato. Mi jefe le dijo al camarero que me trajera las crèpes de primero, pero él respondió que ya no era hora de primeros; mi jefe se limitó a repetir la orden poniéndo más énfasis visual y el pobre hombre, cual cordero, regresó a la mesa cinco minutos después con el humeante plato. Sospeché, que en venganza, el camarero habría escupido en mi crujiente crèpe, pero como estaba sentado justo delante del jefe, y para no hacerle un desaire, me la comí entera.

Hablamos del robo que habíamos sufrido recientemente, en el que un gitano había intentado robar una caja del almacén, pero había sido atropellado en su huída. La policía nos aconsejó que pusiéramos una denuncia, le conté, porque según ellos, esta gente es capaz de denunciarnos por daños y perjuicios. Reímos un poco y con el transcurrir de la cena, se me quitaron los nervios y el sofoco que tenía por haber llegado tarde. El vino estaba perfecto, y la merluza a la bilbaína de segundo, también. Me cambié de mesa para los postres, y las chicas de administración me subieron la moral cuando me dijeron, aderezadas por el alcohol, que era el más guapo de la cena. Cumplido que acepté gustoso, sin considerar exagerado, pues la mayoría de mis compañeros, casados ya, se han tirado al abandono.
Al finalizar la cena, algunos decidimos salir a tomar una copa en un bar cercano. Me subí en el coche de alguien y salí rumbo a la avenida Brasil, aun lugar pijo llamado el espantatrenes. Jamás llegamos, dimos mil vueltas buscando un sitio en el que dejar el coche, y cuando al fin lo encontramos nos enteramos que los demás, cansados de esperar y viendo lo abarrotado del lugar (parece ser que no éramos los únicos que cenábamos esa noche) se habían largado a otro bar en una callejuela de Chamartín.

- Me meo – confesé – no sé ustedes, pero yo me meto al primer bar que vea.

Eso hice, y para mi sorpresa, cuando salí aliviado del inundado baño, todos estaban dentro, y algunos hasta habían pedido una copa. Yo, para no ser menos, pedí una Heineken en la barra y me uní al grupo, que bailaba al son de Melendi.

- Que pena que no le hayan dado un coche a De La Rosa.
- Ese gana más como probador, y no se juega la vida.
- Has visto las tetas de esa…
- No, no he tenido la suerte.
- Espera que mi móvil no deja de vibrar.

Era el jefe, que nos invitaba al bar en el que estaban, decía que él pagaba el taxi y las copas, pero que fuéramos ya. Acojonados, nos montamos en un taxi que, casualmente, escogió una calle por la que pasaba un camión recolector de basura e hicimos el trayecto en el doble de tiempo. Ya en el bar, vi a mis compañeros bailando, algunos más alcoholizados que otros, y las chicas de administración me recordaron lo guapo que me veía esa noche, esta vez con caricia facial incluída. A los cinco minutos nos echaron del bar, y algunos decidimos volver a casa. Llamé a Sol, y por suerte ella también volvía ya, le pedí que me esperase frente al restaurante, donde nos habíamos despedido, y allí la encontré, harta también de no haberse divertido. Volvimos a casa hablando de que al día siguiente teníamos que asistir a un bautizo, y de que odiábamos ese olor a humo que llevamos a casa cada vez que salimos por Madrid. Caímos en nuestra cama como dos robles secos, y cuando volví a abrir los ojos, ya era sábado y el reloj marcaba las 11:10.

- ¿Qué tal la cena de anoche?
- Bien, pero mis amigos son gilipollas. ¿Y tú?
- A mi me regalaron un whisky de doce años y un ajedrez de cristal. ¿Quieres jugar?

lunes, diciembre 10, 2007

Granada, de sangre y de sol



Antes de salir, pregunté a Sebas si debía saber algún detalle específico, algo como bares a los que no ir, calles por donde no meterme, o cosas así. Me explicó que era mejor ir en bus, si no podía pagar el avión, porque el coche me estorbaría en una ciudad tan pequeña y sobretodo si mi hotel estaba en plena Gran Vía. Todo se hace caminando, me dijo, Granada te la tienes que patear. Sol había estado allí diez años antes, cuando su hermana mayor, en plan hippie, había dejado Bretagne para adentrarse en el mundo andalusí y aprender español. Pero no recordaba mucho porque, como ella dijo, era muy joven en ese tiempo y además la mitad de la visita estuvo borracha o con resaca.

Una de las cosas que más se me grabó de las indicaciones que me hizo Sebas, fue que al entrar un bar pides una caña y siempre tienes tapa, como en Madrid (tapa miserable la mayoría de las veces, pero siempre existente). Tu te sientas y te esperas, me dijo, que la tapa viene sola, no la pidas, te esperas. Sobra decir que nunca llegó, en el primer bar estuvimos un buen rato y no nos pusieron ni siquiera esas cortezas asquerosas de origen desconocido, en el segundo, tras una tensa espera pedimos directamente el menú del día, y en el tercero, ya en pleno mirador, tuvimos que pedir la tapa para que el camarero nos donara un puñado de migas con ajo.
La misión principal del viaje era ver la Alhambra, que fue candidata a maravilla del mundo pero que al final fue derrotada por Machu Picchu (o como sea que se escriba), y como yo no había visto ninguna de las dos maravillas, me decidí a comenzar por la que tenía más cerca. Tampoco pudo ser. Después de subir cuestas interminables de 45 grados de inclinación, llegamos a la taquilla y nos informaron de que sólo había pases para ver los jardines del Generalife (que a mí me sonaba a Herbalife), pero que de los palacios, patio de los leones y demás, nos olvidáramos. Me puse furioso y quería mandar a Granada a la misma mierda y volver al hotel a ver tele o lo que sea, Sol me calmó desde lejos e hicimos la cola para comprar las entradas. Al intentar pasar, con los tickets en la mano, el segurata nos dijo que sólo podíamos entrar después de las tres de la tarde, y eran las doce, regresé a comerme a la taquillera por no avisarnos de ese detalle pero no me quiso devolver el dinero; volví a la cola y grité que ya no había pases para nadie, como mínimo hasta las 5 y sólo para jardines. La mitad de la gente se fue y le vendí mis entradas a un guiri justo antes de tomar la Cuesta de los Chinos para bajar al Albayzin.

Aquí la cosa fue mejorando, pues el ambiente inhóspito que me describió Sebas, en el que había gitanos ladrones de bolsos detras de cada esquina, no existió. Llegamos hasta el mirador de San Nicolás, y al fin, disfrutamos de unas cervezas recibiendo el sol directamente, en camiseta, mientras en Madrid la gente sufría con la niebla y el frio. Por la noche, había planeado ir a un concierto de los Escarabajos, en una sala cercana al hotel. Conseguimos las entradas dos euros más baratas al comprarlas en una tienda de discos en medio del barrio de los yonquis (casi toda la calle Elvira estaba llena de ellos) y disfruté como loco escuchando música de los Beatles bien interpretada, sobretodo “I’m down” en la que el bajista en plena euforia rompió una cuerda del instrumento. Al volver al hotel me hizo gracia ver una calle llamada “niños peleando”, y pensé que así podía haberse llamado mi calle de la infancia. Al día siguiente cogimos el bus de las diez de la mañana y a medida que salíamos de Andalucía, la niebla nos rodeaba sin piedad. Llegamos a Madrid a las 4, sin comer y no muy contentos con Granada, la próxima (si la hay) compraremos entradas para la Alhambra por internet.