viernes, diciembre 28, 2007

Feliz Navidad (la tuya primera)


Ahora que ya han pasado las fiestas navideñas (y la resaca) recuerdo con nostalgia la última navidad en la universidad del Callao. Ya habíamos notado que, poco a poco, la gente iba desapareciendo; algunos por trabajo, otros (como yo) por desencanto, y algunas porque de tanto jugar con el payaso habían quedado preñadas y aprovechaban estas fiestas para esconder su barriga de la, siempre habladora, sociedad limeña.
Los Barbieris propusieron jugar al “amigo secreto”, y pusieron los nombres de cada uno de nosotros en la mochila de Carnola. Yo tenía que regalarle algo a su lider: Barbieri, y lo primero que me vino a la mente fue “7 Ensayos de interpretación de la realidad peruana” de Mariátegui, pero lo descarté de entrada asumiendo que su religión ultra conservadora no le permitiría tamaña lectura. A Vásquez le tocó la Gordis, que entonces ya era su amor declarado y con la que compartía sus chistes recién bajados de internet, así que asumimos que le regalaría unas medias de educación física o una liga para amarrarse el pelo. Zico se comió el papel con el nombre de su amigo secreto, y nunca supimos quién fue el agraciado (o desgraciado) por lo que le pedimos en coro que ya que era navidad, y niñito Jesús y todo eso, se portara bien y nos devolviera la pelota de fútbol que, misteriosamente, habían robado unos encapuchados en su casa de la Ciudad del Pescador. Soltó un pedo, y se fue.

A Arturo le tocó Carnola, y nunca supe qué le regaló. Solo me atreví a sugerir a mi amigo que no la llevara al cine, o de lo contrario terminaría con la camisa arrugada porque se asusta hasta cuando pasa un tren y además no chapa contigo a menos que le prometas amor eterno (e inolvidable) o seas Christian Meier. Yo seguía pensando en mi regalo a Barbieri, no me importaba quién tenía que regalarme algo a mí, total, nunca acierta nadie y termino recibiendo cosas que no quiero y luego vendo en ebay. A Lidia le tocó la otra Lidia y secretamente me imaginé comprándole una cadenita de oro en la avenida Abancay con sus nombres grabados en un colgante, toma Lidia, con todo mi amor, diría la parte regalante, gracias Lidia, tú sí que sabes regalar, diría la parte regalada por la parte regalante, que a su vez en algún momento sería parte regalada por alguna otra parte regalante.

Un esparadrapo para taparle la boca, una revista de tejido punto cruz, un...

Al Nero no le tocó amigo, porque los Barbieris no lo conocían mucho, así que la Kika se ofreció a donarle su chompa de Freddie Krueger, que tanta carne ha visto, Nero, pero éste, por no quitar a nuestro amigo una gran seña identificativa, agradeció el gesto caballerosamente pero le dijo que su mejor regalo sería que lavaras la chompa, con cuidadito eso esí, no se vaya a desintegrar. Los otros grupos más normales de la universidad, no se preocupaban de jugar al amigo secreto o nada parecido, además sabían que si nos incluían en sus juegos saldrían perjudicados porque una vez Vásquez tuvo que darle un regalo a una de las chicas y, al no encontrar nada mejor, compró un peluche de segunda mano en el mercado de Comas. Era un león al que se le había caído la cola y un ojo, Vásquez le cortó lo melena y le pintó un ojo con un lapicero negro; el día del intercambio le dijo a su amiga invisible que, con todo el cariño del mundo, le entregaba…un oso.

Un libro de textos apócrifos, el “Evangelio según Jesucristo” de Saramago, ése, si.

Al entregar los regalos, no supe quién era mi amigo secreto, pues se encontraba entre los que el día anterior se habían pegado una borrachera como dios manda en casa de Miguel, y no les daba el cuerpo para venir hasta la universidad. Cuando Barbieri buscaba desesperado su regalo entre todas las bolsitas con lazos que había sobre una carpeta, decidí que no tenía porqué darle el regalo, ¿no me había quedado yo, sin nada? te jodes negro. Guardé el libro en mi mochila y salí junto a mis amigos, que habían obtenido una caja de chicles, un par de medias Lankaster, y una colonia del mercado central. Cambiamos los regalos por unas cervezas y nos burlamos de la cara de Barbieri al ver que se quedaba sin regalo.
Desde ese día, instauré la tradición de comprarme algo para navidad (me encantó el libro), y asegurarme así tener algo que no terminaré vendiendo. Pero siempre me pregunto por estas fechas: ¿dónde estará el oso/perro/león que regaló Vásquez?

martes, diciembre 18, 2007

El secreto del Mongo, y sus tribulaciones


El Mongo tenía que ir a casa de la Flaca a eso de las tres, no llegues tarde Mongo, o llegamos tarde al cine, le dijo ella cuando la dejó en la puerta del colegio. Parecía que al fin, después de mucho sufrimiento, podría ver la película que había escogido, y después si había tiempo caminarían por el malecón para disfrutar del frio de Lima. Se quedó el pobre Mongo contando los minutos durante toda la mañana, y después de releer un poco a Borges y escuchar por enésima vez el Appetite for Destruction, preparó las armas para el combate: un poco de perfume por aquí, otro poco de gel por allá, la mejor camisa y las Le Coq Sportif de la suerte. Llegó a casa de la flaca 20 minutos antes, por esa puntualidad enfermiza que lo hacía ser más inglés que los ingleses. Ella, no sólo no estaba lista, sino que además ni siquiera estaba en casa, ha tenido que salir un rato, le dijo la hermana pequeña, es que mi papá necesitaba una corbata para esta noche, y ha ido a comprarla, me dijo que la esperes nomás. El Mongo se sentó en el sofá de la pequeña casa, incomodísimo, los cuadros con fotos del matrimonio de los padres de la Flaca combinados con retratos de santos y una copia barata de la Ultima Cena, eran su único paisaje. Sobre la mesa de centro había una revista de decoración y un periódico de esos de cincuenta céntimos, casi siempre escritos con palabras fáciles y con grandes fotos. La hermanita pasó como un rayo, pero no le ofreció nada de beber, el Mongo, que ya tenía cierta confianza ganada en esa casa, fue a la cocina y se sirvió un vaso de limonada fria, pensando a ver si viene rápido ésta, que aquí me siento como si estuviera en la casa de un cura, con tanto santo mirándome. No aparecía nadie, y los minutos seguían pasando, el Mongo dio un par de vueltas al salón, prestando especial atención a una foto de la Flaca, calatita a gatas sobre una toalla, con dos meses de nacida.

Desde la calle llegó un ruido extraño, como de gatos atropellados, era una mujer que cantaba a través de un megáfono y que además vendía plátanos, de la isla. La Flaca no llegaba nunca, y el Mongo ya empezaba a sentirse enfermo entre tanta religiosidad. La hermanita veía una telenovela mexicana en la tele y cuando el Mongo intentaba hablarle, para matar el tiempo, ella le hacía shhtt sin despegar la mirada del televisor. La puerta de la habitación de la Flaca estaba abierta, el Mongo vió en ella una vía de escape y en menos de dos segundos estaba ya despatarrado en la cama con olor a jazmín, y compartiendo almohada con Winnie the Pooh. Debajo de la almohada había un libro, y él, creyendo que no había nada de malo, lo abrió. Cuando quiso dejar de leer ya era demasiado tarde, en esas páginas la flaca contaba con lujo de detalles las veces que se habían acostado juntos, que si hoy me tocó aquí, que si hoy le chupé allá, el Mongo, ya picado, siguió leyendo. Páginas después descubrió, con poca sorpresa, que no era el único beneficiario de ese cuerpo adolescente, pues los amigos de la flaca, previa selección natural, habían sucumbido también a los encantos de esta recién descubierta Mata-Hari. Y uno que otro profesor.

¿Qué hago? Se preguntó. Si se lo digo, fijo que hace un escándalo, si no se lo digo, me sentiré un cojudo, ¿o no? ¿Cómo escondes un diario bajo la almohada, so imbécil? Salió de la habitación pasmado, pensativo, y se derrumbó sobre el sofá sin siquiera ver a la hermanita, sentada al lado. Los santos le dieron paz y tramó un plan genial, sabedor ya de que todas esas promesas de amor eterno y exclusivo eran sólo palabras de adolescentes de hormonas hirvientes.

La Flaca llegó quince minutos más tarde, él la besó y salieron a pasear. Ya no tengo ganas de caminar, le dijo, y ella, extrañada, preguntó ¿ entonces, qué hacemos? Fueron a casa del Mongo, y se encerraron en la habitación durante horas, ya no tuvo miramientos, ahora ella era, también, una más del montón. A ver si vuelves a escribir que tu profesor dura más que yo.

lunes, diciembre 17, 2007

Mi cena de empresa


La cena era a las nueve de la noche, en un restaurante cercano a Plaza Castilla (en Madrid, obviously, nada que ver con la del centro de Lima, que tiene su encanto pero no es de mis favoritas). Le dije a Sol, no sé porqué, que era a las nueve y media; ella tenía clase hasta las ocho, así que nos daba tiempo a que volviese nos alistásemos de forma fugaz y salir a ver qué encontrábamos en la noche madrileña. Nos despedimos en la puerta del parking del restaurante, ella había quedado con unos amigos y yo con la gente de Toshiba. Eran ya las diez de la noche, y cuando me senté a la mesa, todos iban por el segundo plato. Mi jefe le dijo al camarero que me trajera las crèpes de primero, pero él respondió que ya no era hora de primeros; mi jefe se limitó a repetir la orden poniéndo más énfasis visual y el pobre hombre, cual cordero, regresó a la mesa cinco minutos después con el humeante plato. Sospeché, que en venganza, el camarero habría escupido en mi crujiente crèpe, pero como estaba sentado justo delante del jefe, y para no hacerle un desaire, me la comí entera.

Hablamos del robo que habíamos sufrido recientemente, en el que un gitano había intentado robar una caja del almacén, pero había sido atropellado en su huída. La policía nos aconsejó que pusiéramos una denuncia, le conté, porque según ellos, esta gente es capaz de denunciarnos por daños y perjuicios. Reímos un poco y con el transcurrir de la cena, se me quitaron los nervios y el sofoco que tenía por haber llegado tarde. El vino estaba perfecto, y la merluza a la bilbaína de segundo, también. Me cambié de mesa para los postres, y las chicas de administración me subieron la moral cuando me dijeron, aderezadas por el alcohol, que era el más guapo de la cena. Cumplido que acepté gustoso, sin considerar exagerado, pues la mayoría de mis compañeros, casados ya, se han tirado al abandono.
Al finalizar la cena, algunos decidimos salir a tomar una copa en un bar cercano. Me subí en el coche de alguien y salí rumbo a la avenida Brasil, aun lugar pijo llamado el espantatrenes. Jamás llegamos, dimos mil vueltas buscando un sitio en el que dejar el coche, y cuando al fin lo encontramos nos enteramos que los demás, cansados de esperar y viendo lo abarrotado del lugar (parece ser que no éramos los únicos que cenábamos esa noche) se habían largado a otro bar en una callejuela de Chamartín.

- Me meo – confesé – no sé ustedes, pero yo me meto al primer bar que vea.

Eso hice, y para mi sorpresa, cuando salí aliviado del inundado baño, todos estaban dentro, y algunos hasta habían pedido una copa. Yo, para no ser menos, pedí una Heineken en la barra y me uní al grupo, que bailaba al son de Melendi.

- Que pena que no le hayan dado un coche a De La Rosa.
- Ese gana más como probador, y no se juega la vida.
- Has visto las tetas de esa…
- No, no he tenido la suerte.
- Espera que mi móvil no deja de vibrar.

Era el jefe, que nos invitaba al bar en el que estaban, decía que él pagaba el taxi y las copas, pero que fuéramos ya. Acojonados, nos montamos en un taxi que, casualmente, escogió una calle por la que pasaba un camión recolector de basura e hicimos el trayecto en el doble de tiempo. Ya en el bar, vi a mis compañeros bailando, algunos más alcoholizados que otros, y las chicas de administración me recordaron lo guapo que me veía esa noche, esta vez con caricia facial incluída. A los cinco minutos nos echaron del bar, y algunos decidimos volver a casa. Llamé a Sol, y por suerte ella también volvía ya, le pedí que me esperase frente al restaurante, donde nos habíamos despedido, y allí la encontré, harta también de no haberse divertido. Volvimos a casa hablando de que al día siguiente teníamos que asistir a un bautizo, y de que odiábamos ese olor a humo que llevamos a casa cada vez que salimos por Madrid. Caímos en nuestra cama como dos robles secos, y cuando volví a abrir los ojos, ya era sábado y el reloj marcaba las 11:10.

- ¿Qué tal la cena de anoche?
- Bien, pero mis amigos son gilipollas. ¿Y tú?
- A mi me regalaron un whisky de doce años y un ajedrez de cristal. ¿Quieres jugar?

lunes, diciembre 10, 2007

Granada, de sangre y de sol



Antes de salir, pregunté a Sebas si debía saber algún detalle específico, algo como bares a los que no ir, calles por donde no meterme, o cosas así. Me explicó que era mejor ir en bus, si no podía pagar el avión, porque el coche me estorbaría en una ciudad tan pequeña y sobretodo si mi hotel estaba en plena Gran Vía. Todo se hace caminando, me dijo, Granada te la tienes que patear. Sol había estado allí diez años antes, cuando su hermana mayor, en plan hippie, había dejado Bretagne para adentrarse en el mundo andalusí y aprender español. Pero no recordaba mucho porque, como ella dijo, era muy joven en ese tiempo y además la mitad de la visita estuvo borracha o con resaca.

Una de las cosas que más se me grabó de las indicaciones que me hizo Sebas, fue que al entrar un bar pides una caña y siempre tienes tapa, como en Madrid (tapa miserable la mayoría de las veces, pero siempre existente). Tu te sientas y te esperas, me dijo, que la tapa viene sola, no la pidas, te esperas. Sobra decir que nunca llegó, en el primer bar estuvimos un buen rato y no nos pusieron ni siquiera esas cortezas asquerosas de origen desconocido, en el segundo, tras una tensa espera pedimos directamente el menú del día, y en el tercero, ya en pleno mirador, tuvimos que pedir la tapa para que el camarero nos donara un puñado de migas con ajo.
La misión principal del viaje era ver la Alhambra, que fue candidata a maravilla del mundo pero que al final fue derrotada por Machu Picchu (o como sea que se escriba), y como yo no había visto ninguna de las dos maravillas, me decidí a comenzar por la que tenía más cerca. Tampoco pudo ser. Después de subir cuestas interminables de 45 grados de inclinación, llegamos a la taquilla y nos informaron de que sólo había pases para ver los jardines del Generalife (que a mí me sonaba a Herbalife), pero que de los palacios, patio de los leones y demás, nos olvidáramos. Me puse furioso y quería mandar a Granada a la misma mierda y volver al hotel a ver tele o lo que sea, Sol me calmó desde lejos e hicimos la cola para comprar las entradas. Al intentar pasar, con los tickets en la mano, el segurata nos dijo que sólo podíamos entrar después de las tres de la tarde, y eran las doce, regresé a comerme a la taquillera por no avisarnos de ese detalle pero no me quiso devolver el dinero; volví a la cola y grité que ya no había pases para nadie, como mínimo hasta las 5 y sólo para jardines. La mitad de la gente se fue y le vendí mis entradas a un guiri justo antes de tomar la Cuesta de los Chinos para bajar al Albayzin.

Aquí la cosa fue mejorando, pues el ambiente inhóspito que me describió Sebas, en el que había gitanos ladrones de bolsos detras de cada esquina, no existió. Llegamos hasta el mirador de San Nicolás, y al fin, disfrutamos de unas cervezas recibiendo el sol directamente, en camiseta, mientras en Madrid la gente sufría con la niebla y el frio. Por la noche, había planeado ir a un concierto de los Escarabajos, en una sala cercana al hotel. Conseguimos las entradas dos euros más baratas al comprarlas en una tienda de discos en medio del barrio de los yonquis (casi toda la calle Elvira estaba llena de ellos) y disfruté como loco escuchando música de los Beatles bien interpretada, sobretodo “I’m down” en la que el bajista en plena euforia rompió una cuerda del instrumento. Al volver al hotel me hizo gracia ver una calle llamada “niños peleando”, y pensé que así podía haberse llamado mi calle de la infancia. Al día siguiente cogimos el bus de las diez de la mañana y a medida que salíamos de Andalucía, la niebla nos rodeaba sin piedad. Llegamos a Madrid a las 4, sin comer y no muy contentos con Granada, la próxima (si la hay) compraremos entradas para la Alhambra por internet.

viernes, noviembre 30, 2007

Danza Rota



Carlos es guitarrero. No lo supe hasta mucho después de conocerlo, y en principio pensé que su talento era como el de la Kika, o sea, que sólo sabía sacar de la guitarra las notas de “cumpleaños feliz”. Las chicas de la editorial en que trabajábamos le tenían un especial aprecio, y decían de él que era un caballero y que siempre estaba dispuesto a ayudarlas. Obviamente yo estaba en el polo opuesto: era un pendenciero y siempre estaba dispuesto a levantármelas (a todas menos a la gorda secretaria de la señora Chela, o a su hija, fea como un callo). Nos hicimos amigos con facilidad, sobretodo porque a ambos nos gustaba la música y también porque los dos creíamos que Tomy era un personaje de Cartoon Network que había traspasado los rayos catódicos para convertirse en un ser casi real.

Una tarde me invitó a un concierto de su grupo. Era en el parque de Miraflores, por la noche y hacía un frio del carajo. Se supone que iba a ir media empresa, pero al final estuve solo, allí, sentado en esa especie de reducto que compartian músicos amateurs y cómicos ambulantes. La gente se quedaba a escucharlos a medida que las canciones iban tomando fuerza, y yo comprobé que Carlos superaba por mucho a la Kika en cuestiones guitarreras. El grupo se llama Danza Rota y esa noche me los presentó. La Chata tocaba la guitarra acústica, Carlos la eléctrica y los hermanos Bastante se encargaban de la batería y la voz. Según creo recordar Dick, el cantante, era novio de la Chata (de la que nunca supe su nombre). Volvimos juntos a San Miguel, en donde vivían, escuchamos un par de canciones de Pink Floyd y allí los dejé, soñando con la fama, que ya les había sonreído un poquito, pues tenían un par de entrevistas publicadas en los diarios y anunciaban sus actuaciones radios locales.

Dias antes de escapar de Lima, me di una vuelta por la feria del libro que había en el jiron Quilca (frente a la calle de las putas). Quería comprar unos cuantos libros piratas para regalar a mis tíos al llegar a Madrid. Había pasado ya mucho tiempo desde la última vez que vi a Danza Rota reunido, justamente en un local del centro de Lima, llamado el Averno. En la feria había un par de puestos de música alternativa, que es como llamamos los peruanos a todo aquello que no suena en el transporte público (combis, buses y taxicholos), y para mi sorpresa estaba el CD de mis amigos de San Miguel. No lo compré, pues tenía la avara esperanza de que Carlos me regalara uno firmado por los cuatro integrantes, pero no fue así y volé a Europa sin escuchar nunca una grabación suya. Le escribí un par de años después, cuando me dio un ataque de nostalgia, y le pedí un CD, asi sin más. Me contestó que esa primera edición se había agotado (no sé si eso es bueno o malo) y que estaban grabando un segundo disco, me dijo también que él y la chata eran pareja ahora, y que Dick, no sabía porqué, había dejado el grupo y tenían un nuevo cantante.

Me dio la dirección de su página de MySpace y comprobé que Carlos seguía siendo un buen guitarrista que admiraba demasiado a The Edge y a los primeros discos de Soda Stereo (que eran una mala copia de U2), y también que la voz del nuevo cantante no me transmitía mucho ni me ponía los pelos de punta, como hacía Dick al cantar (sin mariconadas). Sigo esperando el CD firmado para ponerlo en casa de vez en cuando, porque creo que merecen sonar más allá de la estación de Barranco o los parques de Miraflores.

lunes, noviembre 26, 2007

I want you (she's so heavy)


La única (o al menos, la que más recuerdo) mujer que me hizo temblar las rodillas con su sola presencia, había desaparecido de la faz de la tierra, hace unos años ya. La busqué por cielo y tierra (o sea, internet), pero no obtuve más resultado que un simple par de pdf’s con información sobre sus últimos proyectos universitarios. Mis amigos tampoco tenían mucha información: Tomy se había perdido en el ciber-abismo para siempre desde la última vez que se cambió de nick y rompió la cadena que él mismo había creado (la cadena consistía en invitar a sus amigos a hi5, y luego cambiar de nick para invitarte a yahoo groups, y cambiar nuevamente de pseudónimo al descubrir las bondades de neurona.com, etc.) porque me llegó al huevo seguir persiguiéndolo. Él era mi mejor arma para localizarla porque tenían un amigo en común: Hamilton, un odioso aspirante a músico al que ambos denominaban como “lindo” y yo imaginaba como un cruce zoofílico entre Tommy Lee y un guanaco.

Dejé de buscarla durante meses, 13 para ser exactos, coincidiendo con mi “periodo Elvis” en que me dediqué a engordar y beber abundante cerveza mientras veía spaguetti western como único deporte. Durante ese tiempo la recordé alguna vez, cuando por casualidad aparecía en un mi tele algún capítulo de “Sweet Valley” o en el “Diario de Patricia” la horrible presentadora preguntaba algo como ¿quieres saber que pasó con tu primer amor?, pero un buen plato de macarrones con queso o una ración de alitas de pollo me hacían volver al colesterólico mundo mío. Eso se acabó cuando conocí a la tía buena, y (sobretodo) cuando tuve que desprenderme de mi pantalón favorito porque simple y llanamente no me cerraba y además me hacía los huevos tortilla si permanecía sentado más de dos minutos.

Para colmo en los examenes médicos anuales (pagados por el señor Toshiba) mis niveles de colesterol estaban ligeramente por encima de la media, y eso disparó todas mis alarmas paranoicas. Decidí cambiar de dieta, la sangre comenzó a circular mejor y el flujo retomó su acostumbrada velocidad, haciendo aumentar de forma ostensible mi casi olvidada testosterona. Lee Van Cleef y Gianni Garko me vieron con menos frecuencia y las noches de ensaladas y sopas se volvieron una rutina.

Y Arturo llegó del más allá y en una de esas charlas ilustres, me dijo, en pocas palabras, que estaba harto de que siempre le preguntara por ella.

- Quieres información? Preguntó
- Of course – respondí, canchero y cagado de miedo

Seguimos hablando de otras cosas por el Gtalk, que si el fútbol, que qué vergüenza la goleada ante Ecuador, que si deberíamos dedicarnos al badminton. Me preguntó si habían muchos racistas en España, como ese que pateó a una ecuatoriana en el metro, 120,000 según el último censo, le contesté, pues lo había visto la noche anterior en las noticias. Me contó que su hijo ya había cumplido un año, y fue en ese momento, en que había bajado la guardia por culpa de la emoción cuando me mandó el e-mail con los datos de mi amor platónico sempiterno y pluscuamperfecto.

- Te ha llegado?
- No - mentí, pero en realidad estaba petrificado.

La foto no mentía, decía más que un millón de cuentos y me definía a 3 mega píxeles la cara súper redonda de Shemi. Me engañé mil veces pensando que no era ella, que quizá sería su hermana (con la que tenía prohibido hablar) que había sufrido una intoxicación por ingesta masiva de mazamorra morada, que estaba haciendo un globo con un chicle cuando le hicieron la foto, que esa foto era de un día en que estaba pintando su casa y por eso tenía una camiseta vieja y estaba más despeinada que Andy Warhol, que quizá, ella también tiene derecho, estaba atravesando por un “periodo Elvis”. Pero no, no había rewind, era ella y me imaginaba a Arturo retorciéndose de risa en su silla de Nokemens (Nokia y Siemens, que se acaban de fusionar). No sé si volveré a soñar con ella, pero si lo hago, creo que seguiré viéndola como era antes, cuando era capaz de que 730 alumnos (unos más, unos menos) la eligieran como la más ricotona de la universidad, durante 3 años seguidos; seguiré recordando cómo era capaz de hacer que todos, alumnos y profesores, giráramos el cuello como Reagan al verla pasar (hasta que inventé el truco del espejito); recordaré para siempre su voz fina, dulzona, de turrón Doña Pepa diciéndome una tarde de otoño chalaco: “no puedo salir contigo, porque tengo que lavarme el pelo"

jueves, noviembre 22, 2007

Leyenda urbana entre Faucett y Colonial


Escuchando un programa de radio en el que se hablaba de leyendas urbanas, me vino a la mente uno de mis más duros recuerdos. La leyenda era sobre la archiconocida chica de la curva, y trata de una mujer que aparece en la carreteras oscuras, haciendo autostop. Si algún buen samaritano la recoge, ella les ofrece animada conversación durante un tiempo, pero, misteriosamente, al pasar junto a un cementerio cercano, la mujer desaparece del asiento trasero del coche, sin que éste detenga siquiera su marcha.

Esta leyenda ha tenido muchas variantes, cada una más disparatada que la otra, pero no por eso dejó de ser popular. La que más recuerdo era la del motorista que, una noche lluviosa de fiestas populares, encontró a una atractiva joven mojada hasta los pies, esperando un bus que nunca llegaba; él, caballero donde los haya, se ofreció a acercarla a casa, y al ver que ella temblaba de frío, le prestó su chaqueta de motero y cuando llegaron a su destino, la invitó a salir al día siguiente, so pretexto de recuperar su chaqueta. Ella accedió, pero cuando el chico volvió a la hora acordada, la madre, enojadísima, le dijo que ya estaba bien de hacer esas bromas, que estaba harta, que su hija estaba muerta hace dos años ya. El motorista, creyéndose víctima de un robo, pidió a gritos su chaqueta, y la madre lo guió hasta el cementerio para ver la tumba de su hija, ya que él no quería creer la historia de la muerte. Grande fue la sorpresa cuando al llegar al cementerio vio la tumba con el nombre y la foto de la chica que llevó en su moto la noche anterior, pero mayor fue la impresión de ambos al ver sobre la tumba la chaqueta del motorista.

Esta leyenda era mi favorita, y siempre la contaba cuando ya con algunas copas de más, mis amigos y yo intentábamos relajarnos tras una noche de juerga. Pero una tarde, cuando iba muy borracho y no sabía si el norte era el sur, subí a un taxi en la avenida Colonial, cerca de la universidad. Le pedí al conductor que me llevase al aeropuerto y ya desde allí lo orientaría hasta mi casa. No hay problema, joven, me contestó él, pero usted no va a desaparecer sin pagar ¿no? Su pregunta me indignó, pero no quise hacer caso, no suelo hablar con los taxistas, ni con la gente que se sienta a mi lado en el bus. No pareció importarle mi desaire y siguió escuchando la radio. Al llegar a la gasolinera que está frente a la base naval de Callao, detuvo el taxi, tengo que echar gasolina, flaco, me dijo y se fue sin más. Tardaba mucho en volver para mi gusto, que en mi alcoholizado tiempo y espacio sentía cada minuto lejos de mi cama como eterno. Inquieto, me puse a jugar con la radio del taxi, pero ninguna emisora daba señal, me entretuve leyendo los stickers de la guantera, y admirando su banderín de Alianza Lima que colgaba del espejo retrovisor. Quise esperar más, pero vejiga llena pudo más que mi civismo y bajé a mear justo detrás de un camión cisterna. Cuando quise volver al taxi, éste había desaparecido. Me acerqué a un hombre que echaba gasolina en el surtidor de al lado y le pregunté por el taxista furtivo, ¿te ha robado algo?, preguntó, pero le dije que no, que todo lo mio lo llevaba encima. Me miró asustado y me dijo que a esa gasolinera, una vez, llegó un taxista ensangrentado que había sido víctima de un atraco en el cruce de Faucett y Colonial, cuentan, me dijo, que el taxista murió antes de que llegaran las ambulancias (algo muy común en Lima, donde el tiempo de respuesta para estos casos es de casi una hora, siempre), pero que no se cansaba de repetir una sola frase, “querían bajarse sin pagar”. Desde entonces, finalizó mi entusiasta interlocutor, de vez en cuando un taxista misterioso, no digo yo que sea el mismo, recoge algún incauto y lo deja abandonado aquí, hasta que se aburra y baje por su propio pie del taxi para buscar al conductor, pero cuando no lo ve por los alrededores y vuelve a la gasolinera, el taxi ha desaparecido.
Me reí sin ganas, y le agradecí la historia. Sabía que era imposible que encontrara otro taxi a esas horas y frente a la base naval, así que caminé hasta casa. Eran solo 800 metros los que me separaban de mi cama, pero se me hicieron eternos y se me quedó grabada para siempre la voz alegre de aquél taxista que me abandonó. Desde entonces desconfío de ellos, aunque me ha dicho mi padre que, en este caso, use el mismo remedio que usé para quitarme la fobia a los perros: “piensa que siempre, ellos tienen más miedo que tú”

martes, noviembre 20, 2007

A la loca (con cariño)


La ultima vez que la vi, creo que fue en la universidad, una noche de esas en que el frio de Lima hacía que mis manos se pusieran de color morado. Arturo siempre se burlaba de eso. Yo llegaba tarde, como de costumbre, a mis cursos de propedéutico, que eran una especie de repaso general (bastante caro) de todo lo que había estudiado en la universidad; si al final de ese curso mis notas eran satisfactorias obtendría el título profesional, tan idolatrado por mis paisanos de clase obrera. Me pregunto, ¿no habría sido mejor estudiar sólo, y nada más que el propedéutico? Asi me hubiera evitado el mal rato de aguantar a tanto inutil en labor docente que inundaban (y temo que lo siguen haciendo) las aulas de la universidad del Callao.

Pues eso, que llegaba tarde y ella estaba sentada en una de las heladas bancas de concreto armado con que estaba adornada la facultad, la vi de lejos y le hice chau con la mano. Ella me lanzó un beso y se rió. Entré al aula y la profesora, que era inexplicablemente parecida a una de mis mejores amigas, se mataba intentando explicarnos la improtancia del Just in Time en la gestión de la cadena de suministros.

- El ERP es el futuro, alumno, sin él la gestión de los activos, las entradas y salidas de un almacén, etc. No podrán ser gestionadas como debe ser, pues.
- Eso significaría reducción de personal, ¿no magister?
- De ninguna manera, alumno, el personal debe ser capacitado adecuadamente para aprovechar al máximo las nuevas tecnologías. Y no me diga magister, por favor, soy ingeniera como será usted en pocos días.

Yo seguía la clase con atención, pero eso no me impedía seguir recordando, pendejamente, a mi amiga besucona. La gente decía que estaba loca, pero yo sabía que eso no era verdad. Como mucho un poco rayada, pero ¿quién es normal en el Perú? Nadie, es difícil lograr la normalidad si has vivido en un barrio humilde, sin agua ni luz, con terrorismo y uno que otro gobierno aprista. Así que la loca era un producto más de nuestra sociedad, y sabía ser tierna cuando quería.
Lo nuestro (si se puede llamar así) comenzó una tarde-noche en que, para variar, nuestro ilustre profesor había llamado a la facultad para decir que no habría clase, pues estaba inmerso en un proyecto importantísimo y no lograba decifrar aún porqué Oracle no le hacía las preguntas precisas a SQL. Se me acercó sin disimular, nos saludamos, y luego de algunas risas me invitó a ir al cine.

- ¿Qué película vas a ver?
- La que sea huevón, ¿te animas?
- Si me lo pides así, románticamente, ¿cómo podría negarme?

Fuimos a un cine mediopelín de San Miguel, y vimos “Antz”. No le metí la mano ni nada por el estilo, me limité a ver la película y cuando me entraban los picores me imaginaba que estaba sentado con uno de mis amigos, y se me bajaban todos los humos.

Después caminamos un poco, no me acuerdo bien por dónde, y me contó que a veces la gente la miraba raro, sobretodo después de que confesó que era adicta al sexo. En ese momento, me pasé mi Halls y estuve a punto de morir asfixiado. Ella lo notó y se cagó de risa.
Salimos un par de veces, (si acompañarla a la escuela infantil, donde trabajaba, se puede llamar “salir”) pero cuando ya la cosa se ponía demasaido seria para mi gusto, decidí dejar de verla. No respondía a sus llamadas, y la evitaba en la universidad, teníamos amigos comunes a los que también dejé de ver, e incluso comenzaron mis periplos por la facultad de Química, donde Shemi me conquistó para siempre (ella la llamaba “la calabacita”, en honor a la hija de Al Bundy). Una tarde, mi teléfono sonó, en ese tiempo no tenía display para ver el número del emisor.
- Hola, soy yo – dijo, asumiendo que reconocería su voz.
- ¿Quién yo? – dije, perezoso.
- Yo, pues, huevas, no te hagas.
- Ah, ya sé quien eres. ¿qué pasa?
- Ven al centro de Lima, quiero verte.
- No sé flaca, no tengo ganas. Y estoy seguro de que tengo que estudiar algo, pero no sé qué.
- ¿Y si te digo que nos vamos a acostar?
- …

Fue la última vez que salimos. Semanas después, y tras descartar un embarazo psicológico, dejamos de salir para siempre. A veces nos veíamos por los pasillos, como esa tarde del propedéutico. Pero nada más. Arturo dice que se ha casado y tiene hijos, que ya se ha retirado del baile profesional y ahora es una señora hecha y derecha.

- Le mandaré saludos de tu parte, porque me imagino que te acuerdas de ella – me escribe mi amigo en el Gtalk.
- La recuerdo, desnudamente – respondo, y usamos algunos smileys para reírnos.

viernes, noviembre 16, 2007

Dôzo yoroshiku, jefazo


Un entusiasta e-mail de la jefa de recursos humanos y asuntos varios nos informaba de la próxima visita del jefe jefazo de Toshiba en el mundo mundial. De vez en cuando llega algún japonés a nuestras oficinas en Madrid, me imagino que para comprobar las condiciones de trabajo, infraestructura, color de las paredes y si nos bañamos y/o usamos shampoo. Cuando eso ocurre, nos llega un e-mail de estrcutura similar a éste, pero siempre nos limitamos (nosotros, los que no llevamos el membrete “manager” en nuestras tarjetas de visita) a verlo de reojo y a soltar uno que otro “nais tu mitllú” cuando lo tenemos demasiado cerca. Pero esta vez prometía ser diferente.

Había trasnochado viendo “Pathfinder”, una especie de Rambo versión vikinga, que sirvió para pensar en mis cosas mientras se desarrollaba la acción, pero que al menos fue infinitamente más entretenida que la mierda de película llamada “Pudor” que había visto la noche anterior y estaba basada en un libro homónimo de Santiago Roncagliolo. Por eso esa mañana iba bostezando en el bus más que de costumbre. Mandé un SMS intentando ganar entradas para el próximo concierto de Marilyn Manson, pero al instante recibí la notificación de que había perdido, y que podía seguir intentándolo. Al llegar al oficina, la jefa de recursos humanos, asuntos varios y gran amante del color negro, estaba parada en la puerta del edificio con un cartelito como los que llevan los taxistas del aeropuerto que decía: “Welcome to Spain” en grandes letras rojas.

- Gracias, que bonito detalle, pero he llegado ya hace más de seis años – le dije.
- Tienes una mancha de café en tu camisa – contraatacó.

Después de limpiarme la mancha de café de la camisa, ordené como mejor pude mi escritorio. Busqué también en Internet algún saludo en japo por si al jefazo se le ocurría pasar por allí, me pareció que sería un detallazo hablarle en su propio idioma (aunque a mi no me gusta que lo hagan cuando estoy en Francia). Pero como me imaginé, sólo les tocó a los jefecitos verlo, y abrazarlo. Era bastante ridículo verlos correr de arriba abajo, llevando café, poniendo una tele de plasma con videos corporativos, acomodando muebles, etc. Ya nos habían preguntado si conocíamos algún tablao flamenco para llevar al japo, pero creo que si querían enseñarle al visitante ilustre algo “tipycal spanish” bastaba con dejarlo ver cómo se organizaba todo a última hora.

Al fin llegó y todos los jefecitos se pusieron en la puerta formando un pasadizo humano, al verlo bajar del taxi, las reverencias en japanese mode comenzaron y yo, desde lejos, no podía soportar la vergüenza ajena. Como sospeché, a nosotros ni nos miró (a ellos tampoco mucho, pero alguito), y mi única participación en el evento fue cuando la jefa de recursos humanos, asuntos varios y fotógrafa oficial, me llamó para que les hiciera una foto, porque ella también quería salir en ella y enseñarla a su familia.

- Júntense un poco más.
- Haz dos, por si acaso.

Volví a mi sitio y el japo subió rapidito a su taxi, sin sonreir siquiera, y se largó. Los jefecitos volvieron a sus mesas soportando la humillación, para jugar al tetris o a leer el Marca. el letrerito de bienvenida se quedó para siempre en la puerta y en la cocina se quedó el café servido y las galletitas compradas especialmente para la gran ocasión. El japo debe estar ya en su oficina preguntando:
- ¿A qué ciudad vamos mañana?
- A Lisboa, señor.
-¿No estuvimos allí, ayer?

viernes, octubre 19, 2007

Fear & Loathing in Comas


Abro medio ojo, el izquierdo. Este no es mi techo, falta la telaraña de la esquina, esa que no tiene araña, y falta también la mancha de humedad que se quedó para siempre tras la única lluvia del año en Lima. Huele mal, es mi hombro, he vomitado algo marrón mientras dormía, o al desmayarme, no sé. Parecen trozos de anticucho, sí, ya recuerdo, comimos anticuchos, al salir del chongo ese de las cholas gordas, échele bastante ají, casera, a ver si me quita la borrachera. Hay un poco de cebollita china también, parece, pero eso no me acuerdo de dónde ha salido (o mejor dicho, cuando ha entrado). Quiero ver qué hora es, pero levanto el brazo derecho en vez del izquierdo, tengo dibujos en los nudillos, y una letra en cada dedo, me esfuerzo en distinguirlas:HATE, y en la derecha la misma vaina, pero hay otra palabra: LOVE. Sonrío y me pregunto quién habrá homenajeado a Robert Mitchum usando mis manos, mientras dormía. Me quito la camisa, nunca más volverá a ser blanca, vas derechito a la basura mamita, se acabaron las juergas para ti. Al sentarme confirmo mis sospechas: no tengo pantalón, y sólo tengo uno de mis calcetines, no puede ser, justo anoche me había puesto unos calzoncillos viejos, con el elástico vencido.
Dejo atrás el sofá que me ha servido de cama, y voy a gatas por el salón que empiezo a reconocer como el de mi amigo Vásquez, con el que comparto cumpleaños y afición por el alcohol barato. En el sillón está el Nero, semidesnudo también, con la cara cubierta por un calzón enorme que alguna vez fue de color melón. Él si lleva puestos sus dos calcetines, blancos, deportivos, los mocasines negros que usaba siempre creo recordar que se los tiramos a un taxista pirata en la avenida Universitaria, después de que no nos quiso llevar; ustedes me van robar borrachos de mierda, o como mínimo me vomitan los asientos, dijo, antes de echar humo por el escape de su Toyota asqueroso. Debajo de una mesa llena de vasos vacíos y botellas volcadas, duerme la Kika, todo a su alrededor huele a vómito y una sustancia verdosa lo rodea. Cada vez que ronca hace burbujas con su saliva y se limpia los labios con la lengua, sin abrir los ojos, como si durmiera sobre un campo de flores. Susurra un nombre, de repente, y se arrastra hasta la pata de la mesa, que abraza con extrema devoción. Una botella rueda hacia el suelo y estalla cerca de su cabeza, ni siquiera el baño de ginebra logra despertarlo de su sueño feliz. Al menos está vestido, aunque lleva puestos zapatos de mujer.

Sigo arrastrándome y en el pasillo me encuentro a una mulata espectacular. Está montada sobre una silla de terciopelo y duerme apoyada sobre una mesita de café, el espejo refleja el tatuaje de su espalda desnuda. Viste sólo un tanga rojo, y no parece tener frio. Uso su hombro para incorporarme y por culpa del impulso y mi peso cae como una muñeca al suelo, golpeándose la cabeza contra un montón de ropa que no logro reconocer y botellas de plástico. Conchetumare, rebuzna. Por debajo de mi calzoncillo asoma un condón usado. Lo tiro como si fuera un bouquet de novia y se queda colgado de una lámpara.

Al final del pasillo hay una habitación, la puerta está abierta. Dentro me parece reconocer al dueño de casa, está completamente calato y tiene sobre su cara los genitales de una rubia, que cómo él, debe haberse dormido en pleno 69. Hay más ropa, botellas y condones, tirados por todos lados. Recojo del suelo un pantalón y un polo, intento vestirme pero es muy dificil lograr coordinar mis brazos y piernas y caigo varias veces sobre algo viscoso que se pega en mi espalda. Vuelvo hasta el salón buscando mis zapatos, y al pasar por la cocina encuentro a otra mujer, ya despierta, desayunando huevos fritos y café con leche. El olor a comida me hace vomitar, busco el baño desesperadamente, debe ser esa puerta de la derecha, la abro y suelto todo sin abrir los ojos. Busco a tientas un trapo y me limpio la boca, escupo, me la vuelvo a limpiar, los ojos me lloran pero logro distinguir una cama y dentro de ella una niña que me mira horrorizada. Disculpa, digo, y salgo avergonzado. Encuentro mis zapatos después de veinte minutos. Ha sido una labor casi de desescombro entre cuerpos alcoholizados, ropa sucia, botellas, condones, y hasta un perro, que según recuerdo, bebió más whisky que todos nosotros juntos. Salgo sin cerrar la puerta y trato de subir al primer bus que pasa por la calle, es una suerte que en Lima no necesites llegar a la parada para que te hagan caso, porque en mis condiciones no habría podido encontrarla. Subo, pero no tengo dinero y el conductor me obliga a bajar, pitucos de mierda, le oigo decir. Instintivamente me quito el reloj.


Camino sin rumbo, no sé ni dónde estoy, espero a que se me despeje la cabeza un poco. Todos los ruidos se juntan y parecen estar contra mi, ¿porqué tiene que haber tanta bulla en esta ciudad de mierda? Chatarreros, vendedores de plátano y uva, claxons, pitos, perros vagabundos peleando, y no sé cuántas vainas más. Un taxi se para a mi lado y le hago señas para que se vaya, insiste, lo miro con odio a ver si así se larga de una puta vez, pero reconozco a Martín, un pata de mi barrio que es, entre muchas otras cosas, taxista pirata. Me has salvado huevonazo, le digo, te debo una chela. Abro los ojos y veo mi techo, allí está la telaraña de siempre, sin araña, y la mancha de humedad, no recuerdo cómo ni cuándo he llegado a casa, ¿me habrá traído Martín en brazos? Qué sed tengo, carajo.

miércoles, octubre 17, 2007

Descubra sus cañadas, oiga


El bus nos recogía a las 8 y media, frente a la estación de Atocha. Me había inscrito Sol, y yo, por no pelear, acepté ir a la excursión aún sabiendo que odio las caminatas, los paseos en el campo y todas esas mariconadas; yo quería quedarme en casa, hincharme de cerveza y ver la última carrera de la Fórmula 1, en Brasil.

- Regresamos a las 4 y media, tienes tiempo de sobra de llegar a ver la carrera – me dijo.
-Ojalá, porque quiero ver cómo Alonso saca a Hamilton en la primera curva - respondí, con cara de niño castigado.

Nos dieron unas camisetas con el logo de “Descubre tus cañadas”, unos libros explicando el recorrido y un mapa con las zonas que aún nos quedarían por ver, si nos animábamos a volver. Yo iba preparado y en mi mochila llevaba un libro, además de música en mi móvil pues pensaba dormir apenas me sentara en el bus. El tiempo de trayecto estimado era de 1 hora y media. No pude dormir. Nos pusieron un video sobre las cañadas, ovejas, y lo bonito que era el campo, haciendo hincapié en lo satisfactoria que resultaba la experiencia de caminar por caminos para ganado. Los niños se aburrían, y apenas acabó el reportaje, pusieron el VHS de la Máscara 2. A todo volumen.

Al llegar, el aire puro casi me revienta los pulmones, pero la sensación de libertad y amplitud me reconfortó enseguida. Caminamos siguiendo a la guía, que no debía ser mayor que yo, y ella nos iba mostrando cada cierto tiempo las peculiaridades de la zona. Aquí se contaba el ganado, aquí se pagaba el tributo a la corona real, aquí se herraban los bueyes. Sol saltaba feliz como Heidi, y yo intentaba decidir si comerme una de las tantas zarzamoras que poblaban los arbustos. Alguno había venido con perros, me imagino que porque no habría parques en sus barrios para pasearlos, y los pobres estaban como locos ante tantos nuevos olores, sabores y panoramas que no habían visto jamás en la gran ciudad. Otros habían venido solos, lo que me pareció bastante extraño, porque de qué sirve hacer tamaña caminata si no tienes nadie al lado para hablar.
Cuando al fin terminó el paseo, y ya me había comido tres o cuatro zarzamoras, comenzó el conteo de viajeros antes de iniciar la vuelta. Faltaban dos, y una de las guías se quedó en Prádena del Rincón, esperando a que apareciera doblando una de las seis esquinas del pueblo.

Volvimos a casa y lo primero que hice fue encender el PC, para ver si Alonso había logrado la Pole Position, pero para mi vergüenza, la carrera estaba programada para la siguiente semana, hoy, como mucho, veríamos el partido de Rugby entre Argentina y Sudáfrica. O sea, nada. Me dormí cansado y soñé con cañadas, y ovejas, vacas blancas enormes y un jabalí cachetón. Sol vestía de bailarina bretona de cuadro de Gauguin, y yo tenía la ropa de Pedro, el amigo desmuelado de Heidi. Íbamos en un Quad, a 80 kilómetros por hora.

lunes, octubre 15, 2007

La tía buena (reprise)


La tía buena desapareció unos días. El primer día de su desaparición algunos decían que su jefa la había despedido, otros que ella se había largado sin dar aviso, y los más rayados decían que estaba en la pasarela Cibeles, desfilando entre modelos, pero yo desarmé esa teoría: es muy chata, calumnié. A los dos días, nos enteramos (cada uno por su cuenta) de que estaba enferma. Una lumbalgia traicionera y un doctor exagerado la habían obligado a descansar por un buen rato, una semana por lo menos.
Su jefa estaba como loca, tanto trabajo por hacer y no hay nadie a quien dárselo, a este ritmo lo tendré que hacer yo, pensaría. Era gracioso verla con sus ojos de loca, sus canas sin teñir, y siempre vestida de negro como un personaje de Harry Potter, ir y venir por la oficina, llevando el correo, regando las plantas, apagando las luces al salir. Estaba histérica, y encima yo la vacilaba (hace tiempo le perdí el miedo) cuando perdía su bus de vuelta a casa y tenía que esperar quince minutos hasta que llegara el otro, hala ahí te quedas, le decía, y le hacía chau con la mano mientras caminaba tranquilo hacia mi casita confortable, y la veía maldecirme en silencio.

La lesión le vino el dia que jugamos al fútbol. Juan le cayó encima ( lo que no causó asombro en ninguno de nosotros), pero ella tuvo tanta mala suerte que, en lugar de poner los brazos al caer, amortiguó el peso de ambos con las caderas. Nos acercamos a ver si estaba bien (no buena, que eso ya se sabía) y nos dijo que sí, que no pasaba nada, ya veremos cuando te bañes, le dije. Volvimos juntos a casa (cada uno a la suya), y ya empezaba a dar signos de dolor, pero resistió unos días más hasta que, como ella mismo nos contó al volver, se le dormía la espalda. Una tarde de esa semana en que estuvo ausente, iba yo en el bus, sentado entre la ventanilla y una negra de 100 kilos, pensando no hay dolor, no hay dolor, e imaginándome cantando el “Oh, Darling” de Beatles sin desafinar. Tendré que aprender a tocar piano, me dije, y en eso estaba cuando en plena carretera A-2 vi una valla publicitaria anunciando una feria especializada en bodas, y la de la foto, para mi sorpresa, era la tía buena.

No puede ser, estoy obsesionado, dije en voz alta, y la negra me miró de lado, aunque para ello tuvo que girar sobre su propia circunferencia, dibujando un movimiento rotacional imperfecto. Al día siguiente, al pasar por el mismo punto, comprobé que era ella. Es la segunda chica de anuncio que conozco, la anterior era una colombiana amiga de mi hermana que aparecía en los afiches de metro, anunciando envíos de dinero.

Hoy, que ha vuelto, todos le hemos preguntado que ¿qué tal?, bien, tengo que ir al fisio; ¿tienes secuelas?, no, creo que me recuperaré, ¿qué te ha dicho tu jefa?, me da lo mismo, si me dice el médico que descanse, descanso; ¿será de la caída?, dice el doctor que sí. Poco a poco la gente volvió a su sitio, le dije que me alegraba de verla y que ya después hablaríamos más, claro que sí, me respondió. Le dije que quería contarle algo, pero seguramente no lo haré, total, qué le importará a ella que me hizo gracia verla en un anuncio enorme, en la última rotonda, entrando a Alcalá de Henares.
p.s.: foto dedicada a Arturo, (a ver si así deja de preguntarme "¿ y cómo es ella?").

jueves, octubre 04, 2007

La nueva madrina del Mongo


El mongo se aburría en verano. Su viejo le había sugerido que al menos dibujara algo, o cantara o aprendiese a tocar guitarra; con tu pinta y tocando guitarra a las hembritas se le caerá el calzón solito, vaticinó. Pero el Mongo dudaba que la música lo ayudara en sus aventuras sexuales, además, él quería ser más un Slash que un Manzanero. Le pidió a su tío que le buscara un trabajo, allá por donde tú paras, seguro que hay chamba, le dijo, y el tio para sacárselo de encima le consiguió una chambita lavando carros en un barrio bien de Lima. El trabajo era fácil, lavaba un par de carros al día y el resto de las horas las pasaba en una librería de la avenida Petit Thouars. Hojeaba libros, comics, y todo lo que quisiera gracias a Gloria, la encargada, que le había agarrado cariño, y que cuando no lo veía llegar decía en voz baja, cómo se hace extrañar este flacuchento.

Una tarde en que el Mongo hojeaba un libro de dinosaurios, Gloria se acercó sigilosa y le ofreció un vasito de inka cola, pal calor, flaco que te veo sudar. Él agradeció tímidamente, y ella le dijo no leas acá parado, si quieres pasa a la oficina que ahí hay un sillón más cómodo. El Mongo dudó sólo un segundo, y un rato después ya estaba despatarrado en el sofá central, con su libro en una mano y el vaso de inka cola dejando marcas en la mesa de centro, heladito. De vez en cuando Gloria se acercaba a ver qué tal iba todo, y cuando el Mongo le decía que bien, flaca, muchas gracias, ella volvía a la librería para que Justino, su jefe, no le fuera a gritar por dejar todo abandonado.

Se hicieron amigos y ella le confesó que él le recordaba mucho a un ex marido suyo, porque aunque era muy joven (apenas tenía 25 años), ya se había separado hace un par de años, cuando el desgraciado ese se fue a la selva y se enamoró de una charapa, que le hizo ver las estrellas, la muy cachera. El mongo quería tener historias que contar, pero sólo le había metido la mano un par de veces a su amiga Mili, y la chica de la farmacia de vez en cuando se calateaba frente a él (sin dejarse tocar), así que prefirió quedarse callado y seguir comiendo el queque que tan amablemente le había dado su anfitriona.
Una tarde en que Justino se había ido a Ayacucho a ver a su abuelo enfermo, Gloria se armó de valor y le propuso al Mongo ser su nueva madrina de bautizo. Él dudó, como la primera vez, por un segundo, pero después le contestó que tú dirás, flaca. La cita era para el día siguiente a primera hora, antes de que él fuera a lavar carros, ella tenía la llave de la librería, se encerrarían hasta las 10 y la primera clase es gratis, flacuchento, ya después tendrás que invitarme anticuchos o regalarme doñapepas, como hace todo el mundo. El Mongo compró condones con sabor a fresa en una farmacia de la avenida Arequipa y casi no pegó ojo en toda la noche. Al día siguiente estaba a las 8 en la puerta de la librería. Gloria ya estaba dentro.

Estaba más nerviosa que de costumbre, su ex marido la había llamado esa noche porque la charapa lo había dejado tirado y ahora era un mar de dudas. El Mongo no se quería quedar en fa, y le dijo que al menos se calateara; ella se rió, se bajó los pantalones y le enseñó el límite entre el bien y el mal. El primer condón se rompió nada más abrirlo, el segundo se quedó enredado (nadie sabe cómo) en la rodilla de Gloria, y el tercero lo guardaron como recuerdo.
Nunca más lo intentaron, porque Justino volvía esa tarde y él se encargaba de cuidar las llaves, y porque el Mongo recordaba siempre la fea desnudez de su amiga librera. Poco a poco dejó los libros y los cómics, y cuando acabó el verano dejó también el trabajo y los carros sucios. Empezó la universidad, y alguien le regaló un walkman. Iba a clases con normalidad, pero siempre pensaba en ella, y en el condón enroscado en su rodilla. Hasta que un día, mientras aspiraba Sprite por una cañita, una niña apareció en su rango de visión y le pidió una silla, para poder comer tranquila mi torta de chocolate. Agarra esa, le dijo él, que nadie la usado; Seré su madrina, dijo ella, y él sonrió pensando en la mujer de los libros que había dejado atrás.

lunes, octubre 01, 2007

Si no es por no ir (si hay que ir se va)


La fiesta que me perdí fue más importante que todas a las que he ido. Mi hermana cumplía no se cuántos años (he dejado de contarlos con la secreta esperanza de olvidar, de pasadita, los míos) y había mandado un e-mail para invitar a toda la familia. Ella es como mamá: aunque esté coja, medio ciega y con el suero pinchado en un brazo, no se pierde una fiesta. En su correo electrónico había incluído una lista de regalos no muy baratos, esperando la buena voluntad de los asistentes, y, a mí, en un arranque de charm, me pareció bastante cutre. Y así se lo hice saber cuando, después de que una tía contestó (a todos) diciendo que no podía ver la lista de regalos, mi hermana reenvió sus peticiones.

-Mandar un mail pidiendo regalos ya me parece cutre, pero reenviarlo…” - Escribí.

Inmediatamente después de darle a “send” me entraron los remordimientos, y esperé en vano la respuesta de mi hermana mandándome a la mierda. Los días siguieron y me olvidé del tema. Había mucha tensión en el ambiente laboral, personal, sentimental, y creo que eso ayudó a que desconectara de la terrible cagada que había hecho. Porque, aclarémonos, me parece de muy mal gusto pedir regalos cuando se cumplen años, pero creo que mi opinión no es tan importante como para censurar a los que lo hacen.

El día de la fiesta, se celebraba también en Madrid la “Noche en Blanco”, y yo ya había hecho planes para ir. Cuando Sol me lo recordó, se me abrió el cielo, y pensé esta es la excusa perfecta, total, a quién le importará si voy o no. Cenamos con unos amigos (de Sol) y luego caminamos por el Paseo de Recoletos buscando alguna actividad cultural que llenara nuestra alma. Pero no hubo suerte, el Instituto Francés había cancelado su espectáculo por lluvia, los músicos de la Plaza Colón se fueron nada más vernos llegar, y había una cola de cuatro horas para entrar a la Biblioteca Nacional a ver una interpretación del Cantar del Mio Cid. A medianoche convencí a Sol para volver a casa, y, después de soportar hedores y empujones en el metro, dejamos atrás el centro de Madrid para otra oportunidad.

La semana siguiente, mamá estaba indignadísima por mi ausencia, que qué le pasaba a la familia, que si eso hacía ahora que estaba viva no quería imaginarse cómo abandonaría a mis hermanos cuando ella no estuviera, que si mi hermana se pasó toda la noche esperando mi llegada, que me guardaron un plato de carapulcra durante tres días. Ni siquiera dejando pasar el tiempo, me salvé de la bronca. En el fondo, sigo creyendo que mamá exageró un poco, y a mi hermana no le importó tanto mi ausencia. Pero tengo que dejar de creer que todo el mundo piensa como yo, que no doy importancia a los cumpleaños, y que si nadie me visita ni me llama en esos “días especiales” no se me acaba el mundo. Una vez, hasta yo me olvidé de celebrarlo.

La próxima vez, intentaré avisar cuando falte a algún cumpleaños de uno de mis hermanos. Porque seguiré faltando, de hecho. Llamaré y diré que me duele la barriga, que ya había quedado, que lo cumplas muy feliz, o que simple y llanamente estoy muy deprimido y tengo problemas personales, eso siempre funciona. No quiero que mamá, o cualquier otra persona, se vuelva a poner triste por mi ausencia y lo tome como el fin de la unión familiar. Como te dije aquél día mamá: no es tan importante si falto, la mayoría de las veces, la gente ni se da cuenta que estoy allí al lado. Quiéreme tal como soy, con mis noches y mis díiiias...

miércoles, septiembre 26, 2007

La chupetera


Creo que se llamaba Rosa, pero no estoy seguro, lo que sí sé es que todas las tardes de verano estaba en la puerta del mercado. Se sentaba al lado del puesto de periódicos y desde allí controlaba a todo el que entraba y salía. No gritaba, ni ofrecía su producto: chupetes, helados y adoquines; simplemente esperaba a que nos acercáramos mientras conversaba con la frutera, su vecina de enfrente.

Ibamos al mismo colegio, y teníamos la misma edad, pero ella estaba dos años atrasada. Algunos decían que por bruta, pero todos sabíamos que era porque tenía que trabajar y al volver a casa le quedaban pocas ganas de estudiar. Su uniforme no era el más nuevo, pero siempre estaba limpio, y una vez hasta salió a cantar en la actuación del día de la madre que organizaban los mismos tres profesores de siempre, que estaban casados. Yo también cantaba, lo que me mandaran, Pimpinela, Luis Miguel o alguna canción criolla. En esos días de actuación, se escogía un salón y se encerraba allí a los niños artistas. Jugábamos, ensayábamos los últimos pasitos y alguno que otro se meaba o se cagaba (literalmente) de miedo. Ellla siempre estaba sola, en un rincón, mirando fijamente al mapa del Perú y pensando seguramente en los chupetes que estaba dejando de vender esa mañana tan calurosa.

Nuestros padres, incomprensiblemente, la usaban para asustarnos. Para ellos una niña trabajadora era un mal ejemplo, un símbolo de fracaso escolar, una marca en la sociedad que señalaba la mala gestión paterna. Siempre nos decían que si nos portábamos mal, si no estudiábamos, si veíamos tele hasta tarde, terminaríamos como ella, o peor, que si perdíamos los libros nos mandarían al mercado a vender chupetes al lado suyo. Nosotros, niños idiotas al fin y al cabo, nos asustábamos fácilmente y nos acostumbramos a mirarla de lado, sin sonreírle directamente e ignorándola poco a poco. A ella no parecía importarle, su mente estaba en llegar rápido a casa después de clases, coger su caja de tecnopor y vender todo lo que pudiera. Así su viejo, un gordo que trabajaba de lo que sea, como muchos don nadies en mi barrio, no le pegaría y su hermana (como me contó un día) tendría un bonito vestido el día de su primera comunión.

Como habrán descubierto ya, yo era su único amigo (a pesar de que mamá me dijo que ella me había contagiado piojos), y a veces le hacía los dibujos de historia aprovechando el recreo. Cuando me veía llegar al mercado solo, me ofrecía un chupete gratis, pero yo no lo aceptaba. Hablaba con mi amiga chupetera y con su vecina la frutera, hasta que se me olvidaba lo que tenía que comprar y tenía que recordar que había cocinado mamá el día anterior, y el anterior, hasta que poco a poco volvía la lista de la compra a mi mente. Pero, si alguna vez llegaba al mercado con mis amigos, ella no me saludaba.

Eso me molestaba mucho, y se lo dije en uno de nuestros tantos recreos juntos, pero ella defendió su posición diciendo que los otros niños la miraban mal, casi con asco y no quería que yo perdiera amigos por su culpa.

Los años fueron pasando y yo terminé el colegio mientras ella seguía estancada en 3º. Nos vimos cada vez menos, y finalmente cuando me mudé la perdí de vista para siempre. Alguna vez me imaginé que mi familia entera vendía chupetes en la playa, y me entraron escalofríos. No por el hecho de hacerlo, sino por creer que, seguramente, sufriríamos el mismo rechazo que mi amiga chupetera sufrió durante toda su vida. Rechazo, casi unánime, porque si algo aprendí de niño es que en esta vida, todo da vueltas.

viernes, septiembre 21, 2007

Pesadilla en Mongo's Street


El Mongo soñó que peleaba con papá. Otra vez.
Como en cada sueño suyo, bueno o malo, abundaban los laberintos, las escaleras, las calles interminables y los colores claros. Aparecía gente de su vida diaria, gente del trabajo que, confundidos, lo miraban como diciéndole ¿qué hago yo en un sitio como éste? No les respondía porque ya ha aprendido en sueños anteriores que es inútil comunicarse con cualquiera que no sea un personaje principal en su sueño. Una vez casi lo logra, pero el interlocutor, que ahora mismo no recuerda si era animal vegetal o mineral, sólo logró escupir un par de letras y murmullos antes de volar en mil pedazos; después de ver eso, sin razón alguna, el Mongo se puso a aplaudir como un loco. Lo soñó despues de ver Scanners, de Cronenberg.


Su sueño era muy realista, si olvidamos la decoración tipo Yellow Submarine, ya que se pasó el 80% del tiempo ignorando todo lo que su padre decía, y rechazando siempre todo lo que le ofrecía. Él se revolvía de rabia en su sitio, pensando seguramente que si él fuera el dueño del sueño el Mongo ni siquiera existiría. Sus hermanos, que a veces aparecían por ahí, los miraban como lo hacían en la vida real, cuando eran niños, estupefactos y asustados, seguros de que en algún momento esa bomba de relojería que había incidido en traerlos al mundo, explotaría y que el primer damnificado de la onda expansiva, como siempre, sería el pobre Mongo. Pero él, como hacía desde que tiene uso de razón, seguía en sus trece, sin ceder ni ápice, aunque estuviese cagado de miedo, y sabiendo a ciencia cierta que minutos después recibiría la acostumbrada paliza. Su viejo se sentaba, se volvía a levantar, se iba, y su sueño en ese momento tenía un instante de paz, de sosiego, las luces rojas y los tonos grises, se convertían en soles brillantes que acompañarían a los Teletubbies y de algún lugar venía el sonido de las olas que le recordaba, incluso, el olor del mar del Callao.


Pero de pronto, y sin explicación alguna, papá volvía, y el mar y los colores bonitos se iban. Esta vez, como, cada sueño, se envalentonaba y le decía que ya estaba harto, que quién era él para desafiarlo, que se callara, que no lo mirara a los ojos, y que le iba a pegar tan fuerte que lo iba a dejar irreconocible, como uno de esos monstruos de las películas de Godzilla, que tanto le gustaban ver en vez de hacer la tarea de matemáticas. El Mongo, todavía cagado de miedo, se miraba las manos y las piernas, y comprobaba en este sueño que ya no era más el niño que se escondía debajo de la cama, huyendo de él y de su frustración transformada en golpes. Ahora era un adulto, y como Popeye después de comer espinacas, se sintió fuerte e invencible y le dijo que cuando quiera y donde quiera, que ya se había aburrido de esconderse, que uno de los dos debía morir antes de que se ocultara el sol. Después de soltar esta última frase, y mientras se preguntaba a mí mismo si no la había copiado de una película de Sergio Corbucci, su padre desapareció lentamente, como si fuera un holograma.


Sus hermanos aparecían con más fuerza, no como esos ángeles horribles que adornan los regalos del día de la madre, pero si con una luz detrás en plan Expediente X. Sin verlo oían la voz de papá decir que volvería, que ya se acordarían de él, pero les sonó como Gargamel, cuando dice eso de “los atraparé, aunque sea lo último que haga, lo último que haga”. La sensación de victoria fue tal, que su cuerpo sufrió un subidón de adrenalina, y se despertó de golpe. El reloj despertador marcaba 05:40, con esos odiosos numeritos rojos que brillan en la oscuridad. Volvió a acostarse deseando soñar algo mejor, más bonito, con Mónica Belluci, por ejemplo, o Pilar López de Ayala, o con la tía buena de su trabajo, que además es buena futbolista.


Dos minutos después estaba roncando otra vez, pero esta vez soñó que era Jason Bourne. Despertó con una sonrisa de oreja a oreja, tres horas más tarde.

jueves, septiembre 20, 2007

Aló, ¿Ouija?


He leído un titular bastante infame en la prensa online peruana:

Jugar la ouija puede llevar a los adolescentes al suicidio.

En Peru21.com para ser más exactos. Además de estar escrito de regular tirando a mal (en mi humilde opinión, claro está), juega tanto con la exageración y el tremendismo que no he podido evitar la tentación de reproducir parte de su contenido (en cursiva, como me enseñó mi tío que se cree periodista), para mi gozo y disfrute.

Especialista advierte que los menores de edad son más vulnerables a estos juegos y pueden caer en un trance de exaltación, lo cual los puede inducir a la autoeliminación.

No sabía que existiesen especialistas en Ouija, o en trances de exaltación, ya que el trance hasta donde sé es el resultado de la exaltación, pero si de verdad existe gente que cree que jugar con los “espíritus” puede dañar el alma, es mejor que se autoelimine (y se lleve a los especialistas en Ouija) y deje el mundo para la gente más normal. Como yo, por ejemplo. Así habría menos colas en los aeropuertos.

Un especialista comentó que el reciente caso presentado en Yarinacocha, Ucayali, donde dos adolescentes del colegio Faustino Maldonado, convulsionaron y presentaron conductas extrañas tras jugar a la ouija, lo que provocó incluso la presencia de pastores y sacerdotes.

Seguimos con las redundancias, o si no es así ¿Qué tenían que ver los pastores con esto? Pobres ovejas, se quedarían solas en la pampa preguntándose:

-¿Quee paaaasaaa, beee?
- No seee, deeebeee seeer que reeegalan aalgo, beee.

Y los sacerdotes, que también son pastores de almitas (cuando les conviene) llegarían al lugar en un dos por tres, con su túnica, rosario y un frasco de agua bendita, a ver si les dejaban jugar a Padre Merrin por un día.

Explicó que durante el desarrollo del trance, los adolescentes dicen haber sido poseídos por el demonio, lo que le da a esa práctica una aterradora connotación demoníaca que los puede volver agresivos y hasta pueden desarrollar movimientos corporales involuntarios.

Yo he jugado a la Ouija un par de veces, y no sentí que me poseyera ningún demonio (más bien demonia, pero eso fue un año más tarde y no tuvo mucho que ver con el jueguito aquél), mi agresividad fue la de siempre (más bien tirando a poca), y los movimientos corporales involuntarios llegaron después del juego, eso sí lo admito, pero fue sobretodo porque le pregunté al espíritu chocarrero qué color de calzón tenía Ruth en ese momento. Y eso me emocionó hasta la convulsión.

"El hecho de estar repitiendo este juego hace que se vuelvan cada vez más vulnerables. Les genera histeria, se exaltan, gritan y vociferan. Ahí es cuando pasa de ser un juego a algo más serio", dijo en declaraciones a la agencia Andina.

Entonces, todos los cobradores de combis han jugado alguna vez. Y las señoras que venden en el mercado central de Lima, también. Y ni te cuento de los españoles, que gritan al hablar por teléfono, y también en la vida diaria puedes escuchar sus conversaciones a treinta metros de distancia.

El psiquiatra advirtió que bajo el pretexto de la ouija personas inescrupulosas pueden sacar provecho del temor que puedan sentir los menores e inducirlos a tener relaciones sexuales con el argumento de una presunta protección frente a los espíritus demoníacos.

Uy, si lo hubiera sabido antes. podía haber usado esa táctica, aunque la verdad, nunca me hizo falta. Pero esto me recuerda a una que, en el caso de que un espíritu se le apareciera y le dijese "¿has visto lo que hace la cerda de tu hija?", fijo que se reía en la cara del poseedor y le contestaba: "¿cerda?, esa a mi lado como mucho es una corderita de dios".

"Este juego tiene una serie de elementos que tienen que ver con la imaginación y hasta con las supersticiones y las películas de terror. El menor ingresa para satisfacer la curiosidad o con fines sociales para no sentirse marginado e insertarse al grupo de amigos", subrayó.

Eso, subráyalo, así, sin vergüenza. Todo el rollo que has soltado para que al final todo sea motivado por lo mismo: las películas, el subconsciente o el deseo de aceptación. En mi época para ser aceptado sólo había que hacer dos cosas: emborracharse con los amigotes, o darle una paliza al tonto del barrio. Eran otros tiempos.

lunes, septiembre 17, 2007

Otoño y primavera


Ahora que con el otoño Madrid vuelve a la rutina (atascos, retrasos en el metro, etc.) y el sol sale cada vez con menos fuerza, al otro lado del océano, la gente de Lima se prepara a recibir la primavera. No sé si mamá conserva todavía mi primer dibujo primaveral, de mi época colorística en que no sabía si quería ser un Patinir o simple y llanamente un ilustrador de libros infantiles. En mis primeros dibujos aparecía, siempre, el sol saliendo entre dos montañas; mi profesora decía que era una forma de timidez, algo que el niño no quiere mostrar, señora, pero la verdad es que me era imposible dibujar un círculo perfecto a pulso, y por eso ocultaba la circunferencia del astro entre montañas, árboles, o un conejito que saltara muy alto. También metía una que otra mariposa, la imagen que más asocio con la primavera, algunas volaban alto y otras más bajito, al nivel de las flores, para que el niño que también dibujaría luego (y que obviamente, era yo) tuviera alguna oportunidad de atraparla sin hacerle daño, y liberarla después. Cosa que en la vida real, siempre hacía con mi hermano. Nos parábamos al lado de las flores, sin movernos, hasta que todos los insectos de alrededor pensaran que éramos parte de esa flora urbana, y ya cuando veíamos alguna mariposa que nos gustara (el escogía las que tenían colores de tigre, yo las que parecían tener ojos en las alas), les caíamos encima. Matábamos alguna, por el susto, me imagino, porque teníamos bastante cuidado al atraparlas, y esa muerte nos jodía el resto de la tarde.

Pero eso se acabó un día, todavía de primavera, cuando mi viejo nos dijo que eso de atrapar mariposas era de maricones, y que si nos volvía a ver haciéndolo nos iba a meter al ejército. A mí, al menos, me asustó. Nunca más perseguí mariposas, las siguientes primaveras me las pasé buscando gusanos entre el fango o matando pajaritos, como los machos, y papá me dejó en paz una temporada.

El último dibujo que hice, por encargo, tenía más de nostalgia que de realidad. Pinté un río con un venado al lado (cuando en mi vida había visto un bicho de esos), mucha hierba, conejitos que parecía que hablaban entre sí, dos mariposas, una atigrada y otra con ojos, gusanitos huyendo de un pollito despistado, dos niños que jugaban a pelear mientras un perro enorme los vigilaba. Como fondo, el dibujo tenía cuatro montañas, dos verdes y dos marrones, todas con nieve en la cima (no sé porqué) el cielo era azul y pinté un par de nubes que eran cruzadas por un ave de raza indeterminada y como colofón dibujé un sol perfecto usando una moneda como compás. Fue un desastre de crítica. A mi hermana, para quien lo hice con mucho esmero, le dijeron en el colegio que su dibujo era demasiado extraño para una niña de su edad, y mandaron a llamar a mi viejo, que por suerte, esta vez tampoco acudió a la citación y mandó una nota excusándose porque tenía mucho trabajo.
Ahora, ya treintañero, disfruto mucho del otoño que en Lima casi no existía. Camino por los parques pisando las hojas secas, y respirando el olor a hierba húmeda que deja la lluvia. No hay mariposas, conejitos, ni siquiera gusanos alrededor, pero si alguien me presta un lápiz y un papel seguro que me sale un buen dibujito, digno de un libro para niños.

jueves, septiembre 13, 2007

Revelaciones 13:09


Gino se ha cambiado de sexo. A los que lo conocemos de siempre, no nos asombra, y hasta podría decir que por mi parte, me lo imaginé siempre como si fuera mujer. Bastante fea, todo hay que decirlo, pero en mi país siempre hay una rota para un descosido. ¿Y ahora, quién nos prestará dinero? Si él no solía fallarnos, y, abusando de las generosas propinas de su papá engreidor, nos invitaba siempre gaseositas, marcianos, pan con pollo, y una vez, ya en el colmo de la conchudez, le hice comprar una insignia del colegio para salvar mi culo y mi nota de conducta. Era buena gente, pero aún así, lo abollaban casi todos los días. Gino llegaba cada día al colegio peinadito, oliendo a Heno de Pravia y shampoo Ammen, con la insignia y el cordón (era policía escolar) en su sitio, ni un centímetro más ni uno menos, la raya del pantalón marcada a fuego y los zapatos más relucientes que la sudorosa calva de nuestro excelentísimo señor director, el Dr. Chancalapiedra. Se paseaba por el patio central como si fuera una muñeca Alicia, de esas antiguas, pero cuando nadie lo estaba vigilando, dicen que se marcaba uno que otro pasito de ballet, o incluso a veces de Grease, y hacía de Olivia Newton John.


El instructor Tejeda tenía buen ojo para esas cosas, y contaba la leyenda que había enderezado un par de cabros, a petición de unos desesperados padres que no sabían como aliviar la anomalía de sus hijos. Tenía a Gino en su mira, lo hacía correr una vuelta al colegio más que a los demás, y siempre que el pobre cantaba el himno lo increpaba delante de todo el mundo: cante como hombre carajo, Céspedes, o quiere que lo mandemos al Dora Mayer. Yo me reía por cumplir, me daba pena Gino, no por ser cabro sino porque todos se burlaban de él, además en el Dora Mayer no lo iban a dejar entrar porque era un colegio femenino. Gino aguantaba siempre orgulloso, sin bajar la mirada, hasta cuando lo castigaban y le daban correazos en las piernas por haberse reído tapándose la boca, o cuando lo hacían ranear durante dos horas, por haber dicho en plena clase de historia del Perú que San Martín era más guapo que Alfonso Ugarte.


¿Cómo será Gina? ¿Rubia, morena o pelirroja? No creo que se note mucho que antes era un hombre, era completamente lampiño y su voz era más fina que la de Cristian Castro. He conocido mujeres con la voz más grave que él, así que creo que pasará piola, al menos de noche. Tendrá un marido, fijo, de grandes patillas. Recordará, seguramente, la época del colegio, y se preguntará que qué haremos ahora que ya pasamos los 30 años. Algunos han muerto Gino, otros como tú, siguen buscando su espacio en el mundo, y si ven que algo les sobra, simple y llanamente, se lo cortan.

martes, septiembre 11, 2007

La tía buena


La tía buena llegaba como siempre, derramando lisura y a su paso dejaba aroma de mixturas, y nosotros la baba. A veces, como hoy, viste un pantalón negro con finas líneas blancas, que nos hacía soñar a todos los demás en la oficina con la cárcel perfecta, y nos pasábamos el día con la sonrisa idiota marcada en la cara, cantando como Braulio:
En la cárcel de tu piel prisionero de este amor
Carcelera de mi fe de mi gloria o mi dolor
Déjame morir así y si tienes compasión
Amortájame en tu piel dame tierra en tu calor
Una mañana cualquiera decide llegar sin maquillaje, y se pone sólo una falda jean y una camiseta crema, de tirantes; se pasea por la oficina como quien no quiere la cosa y nos saluda a todos, sin dárselas de “mira que buena estoy”, como hacían las pocas chicas guapas que conocía en Lima. Esa misma tarde viene a comer con nosotros. Nos metemos siete en un coche para cinco, pero a ella, caballerosamente, le cedemos el asiento del copiloto. Durante el almuerzo hablamos de fútbol y ella dice que entrena con un equipo femenino, le pregunto si juega o simplemente corre al lado de la pelota, su respuesta es fulminante: “cuando quieras jugamos y te doy una paliza”, no puedo evitar sonreir imaginándomela defendiendo un corner o intercambiando camisetas al final del partido.

Muchos (varios, en realidad), han intentado salir con ella desde el primer día en que llegó a trabajar. Que si quieres tomamos algo al salir, o vamos al bowling, no, mejor, vamos a comer. Pero ella siempre responde igual, que no puede porque además tiene otro trabajo, de monitora de aerobics en dos gimnasios, y cuando le queda tiempo libre acompaña a su padre, que según ella, está viejo y enfermo. Yo creo que no viene porque sabe que eso sería darnos alas, como el Red Bull, y luego tendría que bajarnos de la nube, y la odiaríamos, por estar tan buena y no hacernos caso, y ya no seríamos sus amigos, ni almorzaría con nosotros, ni nos reiríamos tanto con su genial interpretación de la infidelidad femenina.

Jose Luis dice que su novio mide dos metros y que es super musculoso, pero no lo creo, porque cuando yo salía con una tía buena, sus amigas, sin conocerme, me imaginaban como si yo fuera Johnny Depp, y en la realidad como mucho me parecía a un joven Cantinflas (que también tenía su encanto, sí señor). Yo creo que su novio debe ser normalito, como todos nosotros, pero me divierte comprobar como la impotencia de alcanzar algo te hace inventar obstáculos donde no los hay, como puede ser un novio musculoso, unos hermanos celosos, un árbitro mala gente, etc. Yo sigo hablando con la tía buena de la misma forma que el primer día, no espero nada a cambio. Si un día llega con su belleza normal, todo sigue su cauce. Pero si un día como hoy, llega más guapa, sin necesidad de arreglarse tanto como la fea de Miryam (fea forever), simplemente se lo digo, ella me lo agradece (todo muy politely) y escribo algo sobre las tias buenas, en mi blog. Porque a veces, ver su imagen vale más que mil palabras.

miércoles, septiembre 05, 2007

El espíritu de Benito


Cuando alguien te dice: “sabes que te aprecio mucho, ¿no?” es porque a continuación te va a soltar algo malo, lo que sea, una opinión sobre tu peinado, tu desodorante (yo debí hacerlo con alguna), o cualquier cosa criticable. Con cariño, eso sí. Por eso cuando Juan me dijo eso, yo contesté “lo pienso, no lo sé”, dejándolo en offside por unos segundos.
Pero contratacó, diciéndome que, a veces, la prudencia no era una de mis virtudes. Seguí con mis ravioli, sin hacerle mucho caso, y ya cuando vi que lo había hecho para dejarme en envidencia frente a Vero (que como cualquier miembro de la especie femenina, lo tenía cautivado casi hasta provocar la violación), le solté el por él esperadísimo “¿por?”.

Juan es lo que las chicas (que están buenas) llaman “moscón”, pero que en Lima simple y llanamente denominamos “termo”. La máxima expresión del termo, era Benito. Medía 1,40 metros, siempre acompañaba a las chicas a comprar pan, o a esperar su combi, y nunca (jamás) se chapaba a ninguna. Pero, claro, tenías que caerle bien, porque, además de ser un idiota calentador, podía desbaratar tu candidatura sexual en pocos movimientos de peón. Sólo bastaba una palabra suya para que la chica de tus sueños húmedos quedara fuera de tu alcance, y así ella lo seguiría necesitando para acompañarla, merodearla, comprarle frunas o arrocillo (no daba para más), o acompañarla a renovar su DNI, en la comisaría del Callao rodeada de Juanitos Alimaña.

- Porque a veces, deberías evitar hacer comentarios, quizá a Vero no le interesa que todos sepan que va a concursos de la tele.

En la universidad también había un Benito: el Chavo. Cada dos meses se enamoraba y seguía a su presa sin cesar, le invitaba una inka cola en el puesto de Freddy y después la veía (siempre) volar hacia los brazos del primer conchudo que pasara. El Cachaco y yo nos burlábamos de él, y una vez propuse llevar una lista de todas las hembritas que lo habían shoteado, pero era demasiado trabajo. Una tarde, sin más, desapareció de la facultad, derrotado por no poder calentar a nadie más y sabiendo que ni sus maleteos a los rivales surtían efecto.

- Sorry, pero no te estaba escuchando, Juan. ¿Quién canta ahora? Creo que es Alejandro Fernández.

Mi hermano me contó que Benito se había casado (por Junta Vecinal, ni siquiera fue a la Municipalidad del distrito) con la hermana de Walter. Dicen que ella estaba embarazada y como Benito la acompañaba siempre, sus viejos le exigieron que cumpliera como varón. Él, encantado de que al fin tanta persecución diera resultado, aceptó gustoso la imposición y ahora, hasta donde sé, vive con la fea del barrio y no le importa que ella se vaya cada tres días a dormir con unas amigas, total, no la va a dejar encerrada en la casa ¿no?

- Pues eso, que deberías controlarte un poquito, tío.
- …
- Vero, cuando desconecto pienso en Mónica Belluci.
- ¿Ah si? ¿Te gusta mucho?
- Desde siempre.

Juan se quedó mirando al infinito y comenzó a divagar, sin dejar de babear por Vero. Saboreando mi copa de vino pensé que Benito, y los de su especie, deberán existir siempre, si no, las chicas interesantes nunca llegarían a nuestras manos, mientras las aburridas se quedan con los Juanes de toda la vida.

viernes, agosto 31, 2007

La chata y el Peggo


Estaba templado hasta los huesos. Yo la conocí bastante después de escuchar hablar por primera vez de ella, cuando Tomy no sabía ya que adjetivo usar para describírmela. Es chatita y linda, huevón, me decía, por ejemplo, y yo me imaginaba siempre a Mónica Santamaría. Todos los días, en el trabajo, en la universidad, en la calle, cheleando o jugando fútbol, siempre terminábamos hablando de su chata. Que si hoy Maritza hizo esto, que si hoy Charo dijo que Maritza habló de mí, que si no me llama hace nueves horas, cuarenta minutos y 26 segundos, espera ya 28 segundos.

Al principio me daba curiosidad pero al final terminó por hastiarme, como el chocolate Sublime, del que no puedo comer más de dos trocitos. Sus amigos de barrio la apodaron “Raritza”, e inmediatamente me uní a ellos en la burla, con la secreta esperanza de que así Tomy dejaría de mencionarla en mi presencia. Pero no, sólo logre que se cagara de risa, porque decía que yo pronunciaba “Raritza” como nadie, y que gracias a mí le quitaba un poco de importancia a su amor desmedido y brutal. Tan violento era el sentimiento que una vez, mientras regateábamos a un vendedor de ropa usada en la avenida Grau, Tomy se quedó en blanco y pagó veinte soles por un Levi’s con una pierna rota casi por completo. ¿Qué te pasa, hueveras?, le pregunté, y él con lágrimas en los ojos me dijo es que estaba sonando una canción de Chayanne, que la chata y yo escuchábamos juntos. Pa’ matarlo.

Mi comprensión era comprensible porque en esos días (y casi todos los de la universidad) yo moría por una rubia delgadita de ojos asesinos, de la que no que no diré su nombre porque todos, creo, ya lo saben.

Donde estarás, qúe estarás haciendo / En qué brazos me olvidas / Vendrás o no vendrás/Pensarás en mí o no/ Siempre me pregunto así/Con el llanto en los ojos

A lo que iba, que como los dos no éramos correspondidos, nos entregábamos al dolor cada uno a su manera, él escuchando a Chayanne y yo levantándome todo lo que podía. Cuando ya no podía más, y buscando quitarme de encima ese maleficio le dije a Tomy que me dijera qué hacer, algo, lo que sea, con tal de ayudarlo a que Maritza aunque sea una vez, dejara que se la chapase. Sabía que con eso todo se acabaría, las fantasías y las noches escuchando Radio A de mi amigo se esfumarían hasta que conociera a otra flaca en el Mr. Chopp y se volviera a enamorar. Se puso feliz, y me pidió un par de días para pensar qué hacer. Fueron dos días de paz completa, hasta que una tarde me llamó a casa y me contó su plan.

- Llamas a la chata, le dices que eres un amigo anónimo y que sólo quieres que me diga si me quiere o no, le cuentas lo que sufro y lo que pienso en ella y al final le pones la canción de Chayanne.
- Si quieres – le dije, sin perder la vista de la tele. Era el capítulo del “Gran Chaparral” en que Blue le dice a John Canon que se va del rancho, interesantísimo.

Busqué en internet la canción y llamé a Maritza. Nunca habíamos hablado, y me pareció que tenía una voz bastante dulce. Me imaginé otra vez a Mónica Santamaria. Le solté todo el floro que Tomy me había encargado, pero no resultó, se puso como una fiera, y si no mandó a la mierda fue porque seguramente había estudiado en algún colegio superreligioso de San Miguel o La Perla.

- Espera – le rogué- que te pongo una canción de Chayanne.
- No pongas nada, voy a llamar a Tomy – me dijo, y colgó sin despedirse. Pensé: la cagada.

Sobra decir que el plan no funcionó, Tomy estuvo triste varios días y yo trataba como sea de alegrarlo. Me identificaba con él, sobretodo después de que, a mí también, la niña de mis amores me dejara peinado y alborotado. Él y yo buscamos alternativas: una chata culona y la reina de la facultad de contabilidad, respectivamente. Él se compró unas Bass y yo un Citizen. Para siempre me quedará la duda de si alguna vez Tomy y Raritza tuvieron algo más que amor platónico, si estuvieron juntos aunque sea un mes (tiempo suficiente para…) o si al menos chaparon con lengua una noche de copas una noche loca. Si lees esto, Peggo, escríbeme y quítame esta duda, y ya de paso si averigüas el mail de Shemi, me lo mandas también.