lunes, septiembre 17, 2007

Otoño y primavera


Ahora que con el otoño Madrid vuelve a la rutina (atascos, retrasos en el metro, etc.) y el sol sale cada vez con menos fuerza, al otro lado del océano, la gente de Lima se prepara a recibir la primavera. No sé si mamá conserva todavía mi primer dibujo primaveral, de mi época colorística en que no sabía si quería ser un Patinir o simple y llanamente un ilustrador de libros infantiles. En mis primeros dibujos aparecía, siempre, el sol saliendo entre dos montañas; mi profesora decía que era una forma de timidez, algo que el niño no quiere mostrar, señora, pero la verdad es que me era imposible dibujar un círculo perfecto a pulso, y por eso ocultaba la circunferencia del astro entre montañas, árboles, o un conejito que saltara muy alto. También metía una que otra mariposa, la imagen que más asocio con la primavera, algunas volaban alto y otras más bajito, al nivel de las flores, para que el niño que también dibujaría luego (y que obviamente, era yo) tuviera alguna oportunidad de atraparla sin hacerle daño, y liberarla después. Cosa que en la vida real, siempre hacía con mi hermano. Nos parábamos al lado de las flores, sin movernos, hasta que todos los insectos de alrededor pensaran que éramos parte de esa flora urbana, y ya cuando veíamos alguna mariposa que nos gustara (el escogía las que tenían colores de tigre, yo las que parecían tener ojos en las alas), les caíamos encima. Matábamos alguna, por el susto, me imagino, porque teníamos bastante cuidado al atraparlas, y esa muerte nos jodía el resto de la tarde.

Pero eso se acabó un día, todavía de primavera, cuando mi viejo nos dijo que eso de atrapar mariposas era de maricones, y que si nos volvía a ver haciéndolo nos iba a meter al ejército. A mí, al menos, me asustó. Nunca más perseguí mariposas, las siguientes primaveras me las pasé buscando gusanos entre el fango o matando pajaritos, como los machos, y papá me dejó en paz una temporada.

El último dibujo que hice, por encargo, tenía más de nostalgia que de realidad. Pinté un río con un venado al lado (cuando en mi vida había visto un bicho de esos), mucha hierba, conejitos que parecía que hablaban entre sí, dos mariposas, una atigrada y otra con ojos, gusanitos huyendo de un pollito despistado, dos niños que jugaban a pelear mientras un perro enorme los vigilaba. Como fondo, el dibujo tenía cuatro montañas, dos verdes y dos marrones, todas con nieve en la cima (no sé porqué) el cielo era azul y pinté un par de nubes que eran cruzadas por un ave de raza indeterminada y como colofón dibujé un sol perfecto usando una moneda como compás. Fue un desastre de crítica. A mi hermana, para quien lo hice con mucho esmero, le dijeron en el colegio que su dibujo era demasiado extraño para una niña de su edad, y mandaron a llamar a mi viejo, que por suerte, esta vez tampoco acudió a la citación y mandó una nota excusándose porque tenía mucho trabajo.
Ahora, ya treintañero, disfruto mucho del otoño que en Lima casi no existía. Camino por los parques pisando las hojas secas, y respirando el olor a hierba húmeda que deja la lluvia. No hay mariposas, conejitos, ni siquiera gusanos alrededor, pero si alguien me presta un lápiz y un papel seguro que me sale un buen dibujito, digno de un libro para niños.

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