jueves, julio 31, 2008

Sonríe, eres más viejo


Odio mis cumpleaños. El último lo celebré vestido de Meteoro, pero fue simple y llanamente por burlarme de mí mismo, en un acto de autoinmolación treintañera que siempre me perdonaré.
Por lo general mis cumpleaños sirven para recordarme que ha pasado un año más sin conquistar el mundo, 365 días más en que no he conseguido hacerme millonario, chorrocientas horas en que no he podido comprarme un Ford Mustang y un huevo de segundos en que no he podido darle una patada en los huevos al Papa.

Por ese instinto asesino y a la vez huevón, natural en todos los descendientes de los Incas, intento pasármelo bien en ese día tan señalado. Normalmente dejaba que mi vieja, gran fanática de cualquier fiesta que hubiese a su alrededor, organizara mi agasajo; onomástico decían en mi barrio cuando se querían poner finos, pero quedaban muy mal, horrible, tan vulgares como un futbolista nuevo rico (sí, Ronaldinho, me refiero a tí).
La pobre, con el mayor de los amores del mundo, preparaba un pastel de esos que le salían horribles, invitaba a mis amigos que me caían muy bien, y a mis primas que me caían muy mal(tengo mil fotos a su lado, que guarda mamá bajo llave para que no se me vuelvan a quemar por accidente). Ambos grupos llegaban sin regalos bajo el brazo, lo que hacía que la reunión no tuviera, siquiera, un aliciente en forma de muñeco de He-Man o pantalón de Oechsle. Yo soplaba las velitas y aguantaba abrazos, fotos y risitas, porque mamá era feliz.

El año en que nos cambiamos de barrio quiso hacer lo mismo, pero allí no tenía amigos, y mis primas no podían venir. La fiesta se canceló, y yo descubrí, a modo de mejor regalo del mundo, que no tener amigos, o no presentárselos a mamá, era una garantía de pasar un cumpleaños como tiene que ser: desapercibido.

Algunas personas sí tienen afición por los cumpleaños. Cuando comencé a salir con Sol me di cuenta de que ella era infinitamente más sensible que yo (lo comprobé cuando cerraba los ojos en las escenas sangrientas de C.S.I.) y le preparé una gran sorpresa para su cumpleaños. Reservé mesa en un restaurante y, previo soborno, antes de los postres teníamos un guitarrista que le cantaba, en exclusiva, el cumpleaños feliz. Ella aceptó gustosa el regalo y entonces comprendí un poco a mamá y su fiebre por los cumpleaños, aunque nunca entenderé porqué ella jamás notó mi cara de asco cuando mi prima, la gorda, corría a abrazarme antes de romper la piñata, para soltarme inmediatamente después de que el pastel recibiera el primer corte. Al salir del restaurante le pedí a Sol que me esperara un segundo, volví a entrar y le quité diez euros al músico mientras le miraba a los ojos y le decía ¿no se te ocurrió cantar otra cosa, genio?

Y es que no hay canción más estúpida en el mundo que el Happy Birthday. No se han roto la cabeza con la letra, y cuando ésta termina empieza la musiquita en plan vodevil, que es aguantable cuando aparece de la nada Chaplin, pero así, con el sonido del órgano desenfrenado y tus parientes aplaudiendo, como que no. Su variante castellano-latina es aún peor, y de esa mejor ni hablar.

Mi vida adulta ha traído un nuevo género de cumpleaños. Ahora, tengo que llegar al trabajo con una caja de galletas bajo el brazo y dejarlas en el comedor de la oficina. Al completar ese ritual, debo apresurarme a enviar un e-mail a tutiplén para que mi mundo laboral sepa que esas galletas no las trajo un duende, sino yo, y las chicas puedan llenarme de besos. La última vez que lo hice, me puse filosófico y en el mail escribí “He dado 32 vueltas al sol, para celebrarlo dejo unas galletas en la cocina. Chicas: acepto todo tipo de besos”

Gané el dudoso honor del mail más gay del año, entre mis compañeros de oficina y bajo votación secreta

Esa misma noche, Sol me llevó a un restaurante a cenar. Durante toda la comida deseé (como antes deseaba una bicicleta) que nadie saliera de la cocina con una guitarra, charango, ukelele, o cualquier otro instrumento musical a cantarme el cumpleaños feliz, te deseamos a ti. Por suerte eso no pasó, y el máximo agasajo llegó cuando, por cumplir años ese día, no tuve que pagar mi cena. Al volver a casa encendí el teléfono y vi que mamá me había mandado un mensaje de felicitación a las 00:01 de ese mismo día. Como siempre, fue la primera en recordarme que ya era un año más viejo. Y ella también. I love you, mami.

Bulbasaur


La teoría general era que, al nacer, algún desgraciado le cortó las rodillas. El Mongo y sus amigos lo adoptaron como mascota oficial cuando lo encontraron sentado frente a la casa de Mariana, con uno de sus tangas en la boca. Bulbasaur nunca quiso confesar como lo consiguió.
Era lo que, en el argot popular se denomina un perro chusco. Que es el equivalente a una mezcla indiscriminada de razas, originada según las leyendas, cuando una perrita de alta alcurnia salió a pasear con su dueña por las calles del entonces limpio centro de Lima y sufrió el ataque indiscriminado de una jauría de perros callejeros. La aristócrata vio, horrorizada, como su mascota pasaba de perro en perro, y comprobó, con la menor de las sorpresas, que lo que en un principio era una lucha por el honor perdido se convirtió con el paso de los minutos en un disfrute interminable. Para la perra. Maggie, que así dicen que se llamaba, tuvo seis perritos, cada uno de ellos de distinto color. Los cachorros fueron abandonados a su suerte en el Rímac y sus descendientes perpetuaron el ritual reproductor por los siglos de los siglos. Así, 200 años después, Bulbasaur apareció de la nada, como sus ancestros.

Mariana lo odiaba. Le voy a dar veneno, decía cada vez que se lo encontraba, dormido o recostado sobre sus patas delanteras, que eran diez centímetros más cortas que las traseras. No sé cómo hace para entrar en mi casa y llevarse mis calzones. El Mongo intentó saber su secreto. Se escondió durante todo un día detrás de una turbia cortina y desde allí vigilaba a Bulbasaur que, como si se sintiera observado, miraba en dirección de su espía cada cinco minutos. ¡Perro de mierda!, gritó el Mongo cuando llegó la noche, y le tiró una botella de plástico. La mañana siguiente Bulbasaur no estaba en su lugar habitual, pero al mediodía apareció en la esquina con un tanga de Mariana y un calzoncillo de su observador, sobre los cuales dormía plácidamente.

Los otros perros del barrio, chusquísimos como él, le tenían cierto respeto. Ni siquiera el Tenebroso, un perro enorme y negro que parecía tener algún cromosoma de gran danés, se atrevía a ladrarle al verlo pasar. Decían las malas lenguas que un día Bulbasaur fue atacado por un perro extraño que lo cogió con las fauces y lo lanzó repetidas veces contra un bloque de hormigón, y que éste no ofreció resistencia. Al terminar de sufrir el ataque se levantó sobre sus patas traseras, más largas que las delanteras, y se fue con la cabeza en alto a pesar de su deformidad. El perro forastero apareció al día siguiente muerto, vomitando espuma, y con un calzón talla XXL enfundado sobre la cola, a modo de mortaja. Después de eso los perros callejeros (y algunas personas) solían dejar, a modo de ofrenda, un poco de su festín basurero allá donde a Bulbasaur le diera la gana de echarse a dormir.

Mariana cumplió su promesa de envenenarlo varias veces. Hasta la noche en que mientras retozaba de lo lindo con uno de sus novios en el salón de su casa, vio como Bulbasaur bajaba las escaleras con una caja de condones en la boca. Su afortunado visitante se dio por aludido y le dijo qué buena, flaca; sabía que te morías por que nos acostemos, pero ésta es la forma más original de pedirlo que he visto en mi vida. Ella, roja como un tomate, se acomodó el vestido, abrió la puerta y le dijo con la mayor de las educaciones que se fuera a que lo cache un burro ciego. Bulbasaur salió caminando con total normalidad, y antes de cruzar la puerta miró a Mariana como diciéndole, eso te pasa por dejarme carne con veneno para ratas, mamita.
Cuando ya el barrio empezaba a acostumbrarse a él, cuando ya se había ganado el respeto de su raza, cuando ya Mariana dejó de intentar envenenarlo, cuando ya al Mongo no le quedaba ningún escondite para sus calzoncillos, Bulbasaur desapareció para siempre. La gente se movilizó como si se tratase de un niño perdido. En cada esquina pegaron copias de un dibujo hecho por Mariana y que llevaba en la parte inferior la frase “vuelve a casa, asqueroso”. El Mongo intentó pensar como él, y se preguntaba dónde estaría yo si fuera Balbasaur, pero sólo podía imaginarse a sí mismo revolcándose como un cerdo en el cajón de la ropa interior de Mariana. Los meses pasaron y el sol quemó cada una de las copias del dibujo. El perro no apareció y nadie supo, nunca, cómo hizo para destapar de golpe las intimidades de los personajes del barrio. El Tenebroso se convirtió en la sombra del perro malote que fue, y más de una vez se le vio comer hierba mientras otro perro, con bastantes menos kilos, lo montaba por detrás formando una imagen digna del National Geographic. Mariana y el Mongo no tuvieron otro tema de conversación durante meses y sus ropas quedaron, para siempre, en el lugar en que debían estar. Ella nunca confesó que tenía enmarcado el dibujo original de Bulbasaur, y él no le dijo a nadie que había bautizado a ese perro chusco con el nombre de un Pokémon.

martes, julio 29, 2008

Tú sí que vales


Las conversaciones más jugosas pueden ocurrir en el lugar menos pensado. No es necesario tener frente a ti una buena botella de vino, estar sentado en un prado verde o respirar el aroma de un buen café en Roma. Que sería lo suyo, sí, pero a veces, cuando menos te lo esperas, las situaciones, los astros, o lo que sea se vuelve propicio para una de esas charlas que ni la mejor mesa redonda podría conseguir. Estaba yo tirado, cual muñeco de trapo, en un banco del gimnasio, esperando a que pasara, cadenciosamente, el minuto de rigor que el calvito monitor del gimnasio me ha recetado entre serie y serie de ejercicios. Pensaba entonces en mis cosas: discos de Travis a devolver, si caería algo de sol sobre la piscina a esa hora, lo flaca que era la chica de los ojos verdes que hacía abdominales frente a mi.

Llegó un argentino y se sentó en el banco de al lado. ¿Qué hacés, cómo andás?, Bien, le dije, y él, descarrilado sin razón aparente, me soltó, he roto con mi piba, dice que porque soy un soso en la cama. Sentí mi cara arder, y abrí los ojos como un personaje manga. Busqué una salida pero los espejos del gimnasio me confundieron más que a Bruce Lee en “Enter the Dragon”, ¿un soso? Dije por cumplir, eso depende de los gustos. El ché solo quería hablar, hubiera dado lo mismo si el que estaba en frente hubiera sido un jubilado, un taxista, o un muñeco a tamaño natural de Bart Simpson. Dice que no le digo guarradas, que ella quiere más cosas, que me la folle bien, que no improviso. Mi minuto de descanso había pasado y con un gesto le pedí que siguiera hablando mientras me refugiaba en mis diez repeticiones de Press de Banca. Hice doce. No sé que quiere esta mina, si a veces ella parece una muñeca inflable, ¿me entendés? Es como cogerte a una muñeca, está buena la hija de puta, pero ha habido veces que el que ha fingido los orgasmos soy yo. Recoloqué la barra y, sudando, ya no sé si por el esfuerzo o por la incomodidad de servir de confesor a un tipo con el que jamás había hablado más de dos palabras, me arranqué con la segunda, maestro. Yo que sé, brother, a veces, hay que pedir las cosas, si te resignas acabas odiando, aunque sea un poquito, a la otra persona. No sé si él iba a contestar, sus ojos decían que sí, que iba a decir algo, pero en eso, la flaca de los ojos verdes se nos acercó y dijo, así sin más, yo lo dejé con mi novio porque sólo me pedía mamadas. Supe que nunca la vería igual, pero sólo pude atinar a decir, ah, comprendo, y ella, y yo quería más, pero claro, el siempre con el mismo cantar, y yo, y tú no pedías cosas, no improvisabas, y ella, sí, pedía, pero él casi nunca tenía ganas, pensaba en motos todo el día, y yo, ¿en motos? ¿qué tiene que ver?, y ella, no sé, así estuve años, porque lo quería, y el argentino, ¿y no le pusiste los cuernos?, y ella, casi, pero por idiota no lo hice, y yo, ¿por qué por idiota?, y ella, porque él me los ponía a mí, con una dominicana que conoció en el curro, y yo, ah, eso lo hizo bailar merengue. Y nos reímos los tres.

Creí que con esa risotada colectiva el tema había quedado zanjado y busqué un par de mancuernas de 14 kilos, para hacer aperturas. Terminé la primera serie de 12, y cuando abrí los ojos, allí estaban otra vez mis dos contertulios. ¿Vos nunca tenés problemas? Me preguntó, inquisidor, el argentino del que ni siquiera sabía su nombre, sus ojos negros deberían tener algún embrujo que me impidió mentir, , confesé, sí, pero no puedes gustarle a todo el mundo, hubo una que dijo que nunca la dejé satisfecha. La flaca de los ojos verdes se sentó a mi lado, y, rodeándome con su brazo derecho, me dijo casi al oído, eso es muy relativo, lo importante es pasárselo bien aunque no sea con tu pareja, que la vida son dos días, además habrán otras a las que has hecho blanquear los ojos. Asentí, y varias imágenes volvieron a mi mente, rápidas, fugaces, pendejísimas y felices. Creo que al argentino le pasó lo mismo, porque su rostro se iluminó por un momento. Blanquear los ojos, que gran frase.

Las sesión iba terminando, y mientras yo hacía mi última serie de press francés, el argentino trabajaba la espalda en el remo, y la flaca de los ojos verdes jugaba un poco en el step, seguramente feliz de haber ayudado a dos niños desvalidos. Recogí mi toalla azul, y me despedí. A él le dí una palmadita en el hombro, y a ella le guiñé un ojo, gesto que devolvió con un besito volado. Cuando salí la escuché decir, recuerda, la vida son dos días, y volví a casa con una sonrisa en la cara que me duró hasta que me quedé dormido, solo, con un libro al lado y escuchando a mi vecino agasajar a su pareja. Las paredes de mi edificio son muy delgadas.

lunes, julio 28, 2008

Súbete a mi moto


¿Besabas como nadie se lo imagina?, y además olías a gasolina, igual que la mar de Ventanilla en calma, igual que un golpe de mar. La moto era de tu tío el policía, pero te dejaba usarla, contradiciendo todos los consejos, habidos y por haber, de las señoronas del mercado: que se va a quemar las piernas, que esa no es forma de ir por las calles, que la niña se va a perjudicar por ir con las piernas tan abiertas a esa velocidad. Yo, te soñaba en silencio desde mi rincón de la tienda del chino, comiendo canchitas dulces o bebiendo chicha morada. Te veía pasar a mil por hora, y los dos años que me llevabas de ventaja se me hacían un muro infranqueable, mucho más que mi innata cobardía y/o tu grandiosa desfachatez. Usabas la moto hasta para ir al cine de barrio, ese antro pulgoso frente a la comisaría donde veíamos películas que llegaban con meses de retraso, porque si querías estrenos tenías que bajar a Saenz Peña, a los grandes cines del Callao, y hasta allí, mis viejos no me dejaban ir a menos que fuera llevado de la mano de un adulto responsable. Y yo ya tenía doce años. Mientras mis amigos se emborrachaban y fumaban Hamilton, yo me quedaba en casa leyendo a Esopo. ¿Y tú?

Una tarde te encontré en el parque, quitando no se qué (me imaginé que era una ardilla) del tubo de escape de la Suzuki blanca esa que hacía juego con lo que te pusieras. Ya no podía ver a nadie sobre ella, y cuando la usaba tu tío la imagen se me antojaba obscena, descolocada y hasta blasfema. Me acerqué hasta ti, y creo que a tus ojos yo era como esos pajaritos que piden pan. Me sonreíste y dijiste algo así como a ver si no se vuelve a ahogar esta chatarra, que estoy recontra apurada. La cabalgaste y para mí eras She-Ra, cuando de un pisotón la hiciste rugir me quedé sordo para toda la tarde y te vi desaparecer en las calles cochambrosas de nuestro barrio olvidado de dios. Tus cabellos al viento doblaron la esquina diez segundos después que tú.

Mis amigos decían que eras un marimacho, pero yo sabía que sólo era ardor interno por no haber recibido jamás ni siquiera una de tus miradas. Mis tíos, los malotes, robaron una vez tu moto, pero tu tío el policía la recuperó y hasta hizo que ellos le consiguieran neumáticos nuevos, que desgastaste rápidamente en un par de curvas. Yo solía ir en triciclo, y a modo de pasajero llevaba una bombona de gas. Pedaleaba como un poseso y los perros caminaban a mi alrededor, imagino que divertidos por la pintoresca visión. Cuando escuchaba el rugir de tu moto, me bajaba del triciclo y caminaba a su lado, disimulando no sé para qué, porque pasabas como una avispa reina y yo ni por casualidad entraba en tu campo de visión. Cuando cumplí trece y tú ibas a llegar a los quince, convencí a Pepito de que le pidiera a su viejo que nos enseñara a usar la moto. Costó trabajo pero después de prometerle (ambos) que no romperíamos las lunas del barrio en dos meses, y que además dejaríamos de matar palomas, Pepe mayor aceptó ser nuestro profe. Su afán docente murió cuando el Nero, contradiciendo todas las leyes de la física, quiso hacer un caballito y fue arrastrado veinte metros por la moto, dejando por el camino trozos de pantalón y retazos de su pierna. Asqueroso.

Cuando cumplí los quince, y tú tenías diecisiete, te encontré por casualidad mientras iba a pagar unas facturas que papá me había encargado. Llevaba las manos en los bolsillos para asegurarme de que el dinero siempre estaba allí, y tenía los cinco sentidos alertas, por si algún ladronzuelo salía de detrás de un poste de teléfono. Aún así, no escuché llegar tu nueva vespa, que paraste a mi lado para decir te llevo, chino, que voy de camino. Me subí y me así de tu cintura. Al principio te cogía como si fueras un gato de porcelana, pero después de la primera curva te abracé como se abraza a una tabla en un naufragio. Era como “Vacaciones en Roma” pero tú eras más Gregory Peck y yo Audrey Hepburn. Me dejaste en la puerta del banco y desde allí vi como Willy, el guapito del barrio, te metía la lengua hasta la garganta y te llevaba en su Datsun con rumbo más que conocido. Tu vespa se quedó encadenada al parque, y mi única satisfacción fue no perder el dinero con el que pagué las facturas de luz, agua, teléfono y una multa por no poner la bandera nacional en 28 de Julio.

The Continuing Story of Pablo Mármol


La biblioteca de Vallecas está llena. Los sillones baratos (2) están ocupados por viejas que ojean por milésiva vez el Lecturas o el Qué me Dices! que han traído de casa. Él las maldice, putas viejas, sólo vienen por el aire acondicionado. Busca en la sección de discos un par de CD’s de Dio y coje también un libro de ciencia ficción y uno de cuentos para su hija, a la que ha dejado jugando con la Wii. Camina por su barrio y odia a todo el mundo, a los sudamericanos que han invadido sus calles, a las rumanas que están buenas y ni lo miran, a los negros, que venden bolsos falsos de Dolce&Gabana. A todo aquél que no es de su familia. Desde su ventana ve un campo de fútbol, pero nunca ha pateado una pelota, aunque se llena la boca para hablar del Real Madrid o de España campeona de Europa. Nunca ha hecho un gol de cabeza, ni a acertado un lanzamiento de tres puntos, y mucho menos ha ganado un set. Tiene cuatro amigos, raros como él, que lo han acompañado al último concierto de Metallica, vestidos todos con camisetas compradas por sus mujeres y jeans. Hablan de sus cosas mientras beben cerveza, y miran con el rabillo de ojo a un grupito que, alegre, disfruta también de la noche pero sin renegar del mundo.

Vuelve a casa y pone la tele, su programa favorito es Gran Hermano, y se sabe, además, todos los chismes de la farándula. Si este se acostó con el otro, que si ella le puso un juicio a su jefa, y no te pierdas el último capítulo de Aída, humor intelectual al máximo nivel. Pablo Mármol, duerme al lado de su mujer que ha quedado elefantosa después del parto y reniega de su puta suerte y de los pelos que deja, contra su voluntad, en la almohada.

Despierta muy temprano, coge dos bollos de la alacena y sale rumbo al trabajo. Odia a todo el mundo que va en el metro, sube al máximo el volumen de su walkman y trata de que nadie lo toque, al bajar, en la avenida de América. Lo veo llegar, y me hago el loco, sigo con mi libro. Él me ve también y se acerca a mi asiento, me quito un headphone, sólo to be polite, y él, annoying, dice no hace falta que dejes tu music, mr. people. Mi sonrisa no me jodas sale sin que la pueda controlar y nos vamos juntos, pero no revueltos, en el bus al trabajo. Al llegar me siento en mi mesa y él en la suya. Estoy seguro que hoy, también, descargará todas sus frustraciones sobre mí, pero yo, como siempre, sabré que a las cinco y media, seré un poquito más feliz que él y los que lo rodean, porque a mí al menos me pagan por aguantarlo.

lunes, julio 21, 2008

Per Qualche Figurine in Più


La tienda de mi abuela era fría, húmeda, y era allí donde me sentía más seguro. Por esos días, mi débil cuerpo era perseguido por el matón del barrio que tenía como hobby principal patear mis pulmones y golpear mi hígado. Entonces, entre los cromos de Navarrete, mi tranquilidad aumentaba y, con ayuda de furtivas y míseras propinas pude llegar a casi completar todos los álbums que coleccioné, entonces.

El primero de ellos fue el de Superman, que compré simplemente porque una de mis tías había conseguido una edición especial, coloreada, que habían regalado con no se qué periódico local. Me moría de envidia al ver a Christopher Reeve azul y rojo en su álbum, mientras que en el mío, el gris hacía muy difícil distinguir a los buenos de los malos. Nunca conseguí la figura 89, se supone que en ella estaba Otis escapando de la furia de Lex Luthor.

Papá decía que mi primer álbum completo fue el del mundial de España ’82. Pero eso no es verdad, del todo, es cierto que nosotros pegábamos los cromos (o figuritas, como les decíamos de cariño), pero él los compraba y cada tarde llegaba con un fajo de veinte o treinta sobrecitos que hicieron más fácil el coleccionismo, quitándole a la vez la emoción de conseguir figuritas sin pagar, jugando a las canicas, o al trompo en la calle. Visto ahora, esa debe ser la primera manifestación del recurseo en el peruano promedio. Nunca conseguimos la figurita del polaco Lato, sospecho que la editorial Navarrete la vetó después de los 5 goles que Polonia le metió a Perú, al eliminarla.
Gracias a la ayuda inestimable de mi abuela que me daba (sin saberlo) figuritas gratis, pude casi completar varios álbums: Ciencias Naturales, El Porqué de las Cosas, Sport Billy, y un largo etcétera. Y entre todos ellos, el que siempre quedará en mi memoria será el de Artes Marciales que sí llegué a completar valiéndome de un truco que, casi al final de mi carrera coleccionista, aprendí. Todos sabíamos el engaño de Navarrete de definir, en cada álbum, una figura imposible de conseguir. Pero lo que casi nadie sabía, y mi abuela me contó, es que esa figurita imposible era distinta según el lugar de Perú donde se distribuyera el álbum. En esa época, sin ebay, ni Internet, ni e-mail, era todo un trabajo de chinos conseguir alguien que conociera a alguien que pudiera traer, desde Moquegua por ejemplo, la figura 14 del álbum de Artes Marciales, esa en la que Bruce Lee rompía una jaula de canarios de un zapatazo. Surgió entonces la mágica figura de mi abuela, que, moviendo sus contactos Navarreteros hizo que yo, su nieto golpeado por la vida (y por el matón del barrio, no nos olvidemos), pudiera al fin llenar el álbum y ser el primer humano sobre la faz de nuestra tierra en conseguirlo. Me sentí especial, único, la última cocacola del desierto, y ya para completar la faena, mi alegría se multiplicó por N cuando supe que al llenar el álbum tenía derecho a pedir un regalo, relativo al tema de la colección, en la misma editorial. Esa fue mi primera gran disyuntiva, la duda máxima, mar tierra, tierra mar, espada del augurio quiero ver más allá de lo evidente, ¿pierdo mi álbum o renuncio al premio?
Nunca había ganado nada, así que mi abuela y yo fuimos a recoger el premio a las destartaladas y mugrientas oficinas de editorial Navarrete, en pleno centro de Lima. Con el dolor de mi alma, corazón y vida entregué mi álbum llenecito y un gordo sudoroso me preguntó qué quieres Nun Cha Ku o Kimono, y como yo no sabía qué era un Nun Cha Ku, pedí un Kimono. Llegué al barrio triunfal, pero no montado en un burro ni abanicado por nadie, en lugar de eso mis amigos me rodearon y yo les dejé tocar mi Kimono nuevo, blanco e impoluto con nula ventilación y que empezaba a hacerme sentir los rigores del verano limeño.

¿Puedes dar una patada voladora? Preguntó uno, y yo, in character, salté hasta el árbol más cercano y de una patada le rompí la más débil de sus ramas. Cuando comprobé que el matón del barrio había visto mi exhibición, una pequeña luz de esperanza se encendió en mí y por un momento creí que mis días de apaleamiento moral y físico habían terminado. Grande fue mi sorpresa cuando él, matón donde los haya, me envolvió en una triple Nelson y me derribó sin encontrar mayor resistencia. Me quitó el kimono, las sandalias, un chocolate y cincuenta céntimos que llevaba en el bolsillo. Cuando se fue, mis amigos se acercaron a recoger lo que quedaba de mí y me llevaron hasta la tienda de mi abuela. Sentado ahí dentro le confesé a la madre de mi madre que mis días como coleccionista habían acabado, ella, comprensiva total y enterada ya de mi última paliza, me acarició la cabeza y me regaló un muñeco del Chavo del Ocho, en ese momento sólo pude pensar en meterle el muñeco por el culo al hijo de puta que me quitó el Kimono.

¿Dónde se duermen tus ojos chinitos?


La China y yo quedamos en vernos, como mil veces antes, sabiendo que no lo haremos. Esta vez, como pasa siempre que la llamo, está apagado su teléfono, entonces voy a la cocina, me sirvo un trago y de reojo veo la pila de platos sucios de la cena anterior, dejo la copa en la mesa y me pongo a limpiar mi propio estropicio. Cuando termino, recojo la copa y me tiro en el sofá a escuchar un disco de Ismael Serrano. Cierro los ojos y me olvido de volver a llamarla, y así pasará otro mes. Otra forma de intento de cita se me presenta cada jueves, siempre, a la hora de comer. Es el día que he elegido para meterme algo caliente entre pecho y espalda y dejar el tupper en casa. Camino entonces rumbo al centro comercial, a la mesa que antes compartía y pido medio menú, a modo de pequeño homenaje. Marco el número de la China, timbra dos veces y, al fin, contesta: Hola, a los años. Ella jura que siempre que me llama mi teléfono está apagado, no le creo, primero porque se ha robado mi excusa y segundo porque cuando me dijo eso la última vez activé el servicio de aviso de llamadas perdidas y ahora, cada vez que reinicio mi Sharp McLaren me aparecen mensajitos en pantalla del tipo “llamada perdida de fulano de tal, a eso de las 6”. Así que cuando me aconseja, entre risitas, que no apague el teléfono, quiero mandarla al carajo, pero me callo y pienso que mejor ir con ella que ir al cine solo. ¿Cuándo quedamos China?

Dice que los fines de semana está libre, que ha cambiado de trabajo, y bla bla bla. A medida que avanza la conversación recuerdo porqué no la llamo tan seguido y miento al decirle que ya la llamaré para confirmar dia y hora. Cuelgo. La camarera dice de postre tenemos flan, natilla, fruta y helado. Pregunto si tienen, además, por una de esas casualidades de la vida, arroz con leche o pudin. Se va sonriendo y dos minutos después me trae una copa de arroz con leche helado, que como con el mayor de los miedos porque la canela se me hace demasiado similar al rastro que dejan las polillas al comerse la madera. Pago y me largo. Bajo hasta una tienda de ropa y me pruebo un par de pantalones, robo unas gafas de sol que no usaré jamás y vuelvo al trabajo. Me meto en Internet y descubro un ciclo de cine en el Círculo de Bellas Artes. Veré “Let It Be”.

Al día siguiente me encuentro con María y le cuento mi aventura cinematográfica, ella me pide que la próxima vez que vaya al cine, le avise, que fijo que me acompaña. Esa misma noche se lo cuento a Sol, que me aconseja que salga más, que llame a mis amigos, que busque a Verónica que no sé nada de ella desde hace mucho. Le hago caso, pero Vero está en la frontera con Francia, hablamos un rato y de fondo escucho gritos que me desconcentran. Llamo entonces a María y le digo que pienso ir a ver Hancock, ella confiesa su ardor por Will Smith y, sin saberlo, nos apuntamos a ver la peor película de superhéroes en mucho tiempo. Salimos del cine y caminamos por Malasaña hasta llegar a un bar de la Plaza del Dos de Mayo. Tomamos un par de copas y nos conocemos mejor. No está mal esto de quedar con gente, quizá Sol tenga razón y debo dejar de ser tan selectivo. Se hace tarde y le digo a mi acompañante que bua, que sueño, yo creo que me voy; ella dice que caminará un poco, y luego pillará un taxi. Me meto al Metro y llego a casa con el tiempo justo para caer rendido en un sueño profundo y reparador, no sin antes terminar de leer el "Adolf" de Osamu Tezuka, que me ha cautivado de principio a fin.

Al día siguiente le cuento a Sol mis aventuras y le prometo seguir intentando, como con el rasca de la lotería, hasta volver a encontrar alguien con quien me lo pase bien. Pongo la tele, y cuando enciendo el teléfono me aparecen cuatro mensajitos, todos iguales, que ponían algo así como “Llamada perdida de la China, un huevo de veces, anoche”. Suspiro aliviado, y pienso que la próxima vez, en unos cuantos meses, cuando vuelva a hablar con ella, le creeré cuando diga te he llamado, pero tu teléfono estaba apagado. Meto en el reproductor un DVD de Los Soprano y me olvido del mundo durante lo que queda de domingo.

lunes, julio 14, 2008

Denise ¿Who?


Hablo por casualidad con el tío nuevo del almacén, y descubro que también es peruano. Como yo. Tiene una camiseta que pone “soy peruano ¿y qué?" en el pecho, con grandes letras blancas que, imagino son Verdana cuando podrían haber sido, mejor, Helvética. Recuerdo entonces la camiseta roja con letras blancas que mi hermano me trajo de su penúltimo viaje a Lima (afición cara e inútil, la de los viajecitos al terruño, que nunca podré comprender) el mensajito es “Te Amo Perú” y tiene, como no, su banderita infaltable a modo de acento en la “U” de Perú. Me la puse una vez para dormir, creo, y soñé con Toledo y Martha Chávez. Cuando me entra la peruanada, como mucho, veo "El Francotirador" por internet, o le pongo una escarapela al peluche que mis amigas de la universidad me regalaron cuando escapé de Lima. Algo que hago cada 28 de Julio, a modo de ritual ashaninka.

El paisano me habla de su barrio, en Los Olivos, y yo le pregunto si conoce a una tal Denise Arregui, que un día apareció, no sé como en mi perfil de Facebook. No me suena, flaco, responde, dándole una vuelta más a su oloroso cau-cau. Sí, le digo, tienes que conocerla, yo he buscado por Internet y parece que salía en Buenos Días, Perú, pero que le llegó al pincho eso de contar tragedias y se largó del canal. Él, busca en su memoria, me imagino que entre imágenes de Gisela Valcárcel, películas malas de Pancho Lombardi y alguna canción de los Nosequién o de Tongo. No caigo, dice, y me hace gracia lo de "no caigo", porque hace mucho que no lo escuchaba. Me dice que me olvide de la tal Denise, que fijo que no me conoce, ni querrá, ¿pa' qué perder el tiempo, cuñao? dice que él conoció el sábado a una peruana en los bajos de Orense, que facilita nomás, fue con él a su casa. Congratulations, digo, pero por su mirada sé que no me ha entendido; entonces cambio lo dicho por Provecho, brother, y ya se siente más suelto. Se explaya contra mi voluntad, y dice que a esa chata ya le había echado el ojo unas semanas antes, que habían cambiado teléfonos pero nada más. Contrataco, piensa brother, Denise, tenía un programa en Canal N, creo que es un canal de cable, el programa era de arte, teatro y no sé qué más. El sigue engullendo su cau-cau, aprovechando que ahora hablo yo, pero sin dejar de masticar me dice que en su barrio no había cable, ni robado, y cuando iba a la casa de su cuñado veían el fútbol nomás. Y entonces la chata llegó a mi casa, y después de tres cubatas ya estábamos ahí, matatiru en el sofá, y con la ventana abierta, cuenta, orgullosísimo de su gran conquista y sin darse cuenta de que a mí, su historia, me importa una mierda. O menos.

Dejo que mi silencio le haga entender, pero él, como buen conversador sabe que si no me dice algo que me interese me perderá para siempre. Denise, Denise, ¿no es una flaca de pelo negro, simpaticona? Sí, sí, digo, huevón al cubo porque su descripción corresponde al 70% de las peruanas, podría ser Cati Caballero, Melania Urbina, Ximena Lindo, Maricielo Effio o la tamalera de mi barrio. Sí, si, esa, Creo que hasta tenía un grupo de rock y cantaba en Barranco, me imagino que de ahí la conoceré. Pero nunca la he visto en la tele, porque calculo que apareció cuando yo me fui del país. Mi conversador compañero remata con un gran seguro, seguro, esa debe ser, pero no la ubico. Y yo, que me siento engañado ignoro el resto de su relato erótico-festivo-afrolatinocaribeño.

Al volver a mi sitio abro mi perfil de Facebook, y veo otra vez su cara sonriente, pero no puedo ver el detalle de sus fotos. Seguramente nunca nos hemos visto, pero me mata la curiosidad y le mando un mensaje, una solicitud de amistad para ver sus fotos, un mensajito en la botella que sé que no responderá “hola, ¿nos conocemos? Hagamos amigos, amigos, amigos, cada día más amigos” le doy al botón de enviar, pero sé que no contestará y me quedará la duda eterna. Al menos, no será como Mirella, a la que encontré en hi5. Ella sí que resultó ser amiga mía, pero cuando conoció a Sol y supo que era mi novia, no quiso salir conmigo nunca más. ¿Why, Mirella, why?

Minutos después, cuando ya había olvidado casi el tema, mi paisano apareció por sorpresa y me dijo que el viernes tenía una pollada, que si me apuntaba. Muy agradecido, le dije, pero creo ya he quedado con unos amigos. Para la próxima. Se va y retomo el poco trabajo que tengo en verano. Se me ocurre que quizá me quiera comprar mi camiseta roja, y llevarla orgulloso el próximo 28, a lo Chorri Palacios.

El ataque de los chicos cocodrilo


Puede que no exista algo peor que hacer trámites en Lima. Siempre, por muy mierda que sea el papeleo, hay que madrugar, aunque sea para pagar las facturas atrasadas de la luz. Además, una vez en la cola, hay que estar atentos a los que se cuelan, a los choros, a las vendedoras de pan con camote, a que cambien de ventanilla porque sí, y a mil cosas más. Y allí estaba el Gitano, con su walkman Sony importado de japón y un minidisc dentro con música de Foo Fighters y No Doubt. Tenía que renovar su pasaporte español, y la embajada estaba plagada de gente que buscaba a toda costa salir del país. Le habían dicho que los españoles no hacían cola, que eso era para cholos, que en diez minutos estaba fuera. Por eso esa mañana no se preocupó en madrugar, ni en nada. Llegó a la embajada en el MG verde de su viejo y lo dejó en doble fila. Cuando un guachimán negro de chompa marrón se acercó a decirle eso de buenos días caballero, mueva su auto por favor, él lo miró con displicencia y le dijo no pasa nada jefe (pronunciando jefe con mucho sarcasmo) voy a estar un toque nomás, y se fue como si con él no fuera la cosa. Ya desde donde dejó el MG podía ver la interminable cola, pobre gente, pensó, de éstos sólo el diez por ciento podrá tener una visa, o menos. Algunos tenían pinta de haber dormido allí, y ahora vendían la cola a 50 lucas.

En otra época, el edificio podría haber sido la casa de algún aristócrata inglés, que al ver la cosa extraña en que se iba convirtiendo la ciudad decidió largarse con sus chivas a otra parte. Debería haber prohibido que la pintaran de ese horrible color crema-colegio al venderla, pensó el Gitano, pero otra chompa marrón lo sacó de sus cavilaciones. ¿A dónde va caballero? Le dijo, y él enseñó su pasaporte español como única respuesta. ¿Viene a hacer algún trámite? Preguntó la chompa y el Gitano dijo no, vengo a ver a mi tío, el embajador. La chompa marrón se sintió herida en su orgullo, toda la vida había sido puteada por la sociedad, por los pitucos como éste que se creen la mamá de los pollitos, no pues, hermano, así no es varón, y ahora se le presentaba la oportunidad de hacer valer la autoridad que le habían conferido de 8 de la mañana a 3 de la tarde, ya te jodiste blanquiñoso.

- No puede pasar, caballero, la cola está a su derecha – dijo la chompa marrón, y le señaló con la mano la interminable fila de gente que esperaba entrar a la embajada.
- O sea que tengo que hacer esa cola. No jodas, brother.
- Además, ya hemos repartido los tickets, así que sólo si a secretaría le sobra tiempo, usted podría pasar. Eso si es que tiene usted el documento respectivo de obtención de citas, caballero, que no veo por ninguna parte.

Entonces el Gitano comprendió que no debía haber vacilado al pobre guachimán. Ya bastante tenía con ser negro en Lima, el pobre, se dijo. Miró a la cola de reojo y vio cómo la gente empezaba ya a señalarlo, algunos tenían en su mano un ticket rosa, con un número impreso, como los que dan en España en la cola de la pescadería. Los otros, los del fondo, sólo esperaban por esperar, estaba claro que aunque tuvieran todas sus fotocopias en orden, planchaditas y en su carpeta de plástico, no iban a pasar.

- Mira hermano – dijo –esto lo podemos arreglar, voy a entrar un toque nomás, a renovar mi pasaporte.
- No se puede caballero – respondió la chompa despiadada – deje libre la puerta por favor.

El Gitano retrocedió, como los pumas, pensando en el momento en que saltaría a la yugular de la chompa marrón. Fue allí cuando, de entre la gente que tenía ticket, surgió el Gato, que dijo hola choche, ¿qué es de Mariana? El Gitano no sabía quién era ese que lo saludaba con tanta efusividad, no lo recordaba de ninguna fiesta en las playas del sur, ni almuerzo en el Jockey Club, ni cena en el Lawn Tennis. ¿Te conozco? Preguntó, y el Gato sin inmutarse dijo que sí, que era amigo de Mariana, que se habían visto una vez en Larcomar. Nos tomamos una chela en una mesita, viendo el mar, hacía un frio del carajo y te quitaste dejando un billete de 20 lucas en la mesa. Nada, no venía ninguna imagen a la mente, pero mientras el Gato hablaba, el Gitano vio que la chompa marrón que cuidaba la puerta dejaba su posición desguarnecida, y su lugar lo ocupaba una camisa azul, con cara más española sobre los hombros. Voy a achicar la bomba, gallego, le escuchó decir, para desaparecer en segundos dentro de la embajada.
El gato seguía hablando, intentando por todos los medios que el Gitano lo reconociera, y ¿quién sabe?, le pueda prestar unas veinte lucas para el taxi aunque luego se fuera en combi, pero éste lo dejó allí, y sin decir ni chau enfiló hacia la camisa azul a la que, con toda la educación del mundo y pronunciando las zetas como Camilo Sesto, le dijo que venía a renovar su pasaporte, porque iba a ver a sus tíos de Zamora y tenía la documentación caducada. La camisa azul dijo que sus padres también eran de Zamora, ¿de qué pueblo es tu tío? Preguntó, y el Gitano utilizando al fin sus excelentes conocimientos geográficos respondió de Ribadelago, provocando en la camisa azul una alegría sin igual, porque mis padres no son de allí, pero anda que no conozco gente yo en Ribadelago, pasa paisano pasa, y dile a la Maite que vas de parte de Seferino.

El Gitano cruzó el detector de metales y cuando éste pitó enseñó desde el otro lado su Tag Heuer a la camisa azul, que le hizo pasa pasa con la mano. Preguntó por Maite y le señalaron una ventanilla, en la que una mujer muy amable le renovó el pasaporte en diez minutos. Al salir, en la puerta estaba otra vez la chompa marrón, que vio extrañada como el Gitano salía con su pasaporte nuevecito y chip RFID para entrar en USA sin problemas. La camisa azul estaba a diez metros, y le gritó, como hacen los españoles, saludos para la tierra, a lo que el Gitano contestó con una sonrisa fingida y un chau con la mano. Camino al MG vio de reojo al Gato, que esta vez, resignado, ni siquiera intentó acercarse. En el parabrisas tenía tres multas que arrugó y tiró al suelo, cuando acomodaba los retrovisores vio que una chompa marrón se acercaba, puso la primera, aceleró, y cuando comprobó que no había nadie en su carril soltó el freno, dejando tras de sí una nube de polvo, al Gato, a las chompas marrones, y a la gente con su ticket rosado.

viernes, julio 11, 2008

Shotting Hill


Nadie pudo salir esa noche. Entre embarazos, viajes, vacaciones de verano (para tí), y niños llorones, mis amigos decidieron que la noche de ronda, triste pasa. Busco en mi disco duro algo para ver. Puede ser Gattaca, la ha visto todo el mundo menos yo. También podría poner el DVD de “Blade Runner” que prometí a Dario que vería un día de estos, no, mejor no, esperaré a terminar el "¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?" de Philip K. Dick para poder comparar. Dejo que la suerte elija y poso mi dedo en un lugar cualquiera de la pantalla. Veré “Notting Hill”. Sin subtítulos y sin mariconadas. Qué guapa era Julia Roberts hace diez años, nada que ver con la señorona de “Charlie Wilson’s War”.

She may be the face I can’t forget/A trace of pleasure or regret/May be my treasure or the price I have to pay

Hugh Grant le acaba de manchar la camiseta con naranjas recién exprimidas. Tengo el teléfono al lado. Marco. Me imagino que mi nombre debe haber aparecido en su pantallita, no la culpo si es que decide no contestar. Contra todo pronóstico, lo hace. Hola, dice, y me siento el más cabrón sobre la faz de la tierra.
Meses atrás había prometido llamarla. Pero por esas cosas que uno nunca prevee, no lo hice. Juro que lo iba a hacer, un par de veces empecé a marcar su número y justo en ese instante algo me hacía colgar el teléfono. Lo que fuera. Un perro que se cruza, el recuerdo de una tarea pendiente, la certeza de que las doce de la noche, nunca, es un momento oportuno para llamar a alguien y decir ¿qué tal?
Julia Roberts ha aceptado cenar con Hugh Grant, en el cumpleaños de su hermana.

She may be the beauty or the beast/May be the famine or the feast/May turn each day into a heaven or a hell.

Siento no haber llamado antes, flaca, de verdad. Justamente ayer me acordé de ti. Ella, educadísima gracias a los mil libros que ha leído, a los sitios que ha conocido, o yo que sé gracias a qué, me dice que también se acordó de mí, pero que yo prometí llamarla y por eso ella no lo hizo. Le digo que quedamos en llamarnos, sin más, pero ella me recuerda que prometió llamarme tres veces, y si después de esos tres intentos yo no quedaba con ella para vernos, hablar, abrazarnos y olvidarnos del mundo, entonces ella simplemente dejaría de intentarlo, ¿recuerdas que te dije eso? Pregunta y yo, francamente no me acuerdo de una mierda, pero creo que por muy infantil que parezca el planteamiento, tiene sentido. No quería ser una de las idiotas que te llama para salir contigo, me dice, y remata sin acritud, como leyendo las noticias, a las que les dices una palabra de cariño y ya está.
Me quedo mudo, ¿cómo he dejado que esta tía quiera olvidarse de mí? Mili, Alan la tenga en su gloria, tenía razón y soy un pavo que merece morir la próxima navidad, con un kilo de manzanas metidas por el culo. Hugh y Julia juegan en un jardín cerrado, es noche cerrada en Londres, y en Madrid también.

She may be the love that cannot hope to last/May come to me from shadows of the past/That I’ll remember till the day I die.

Olvídate de eso, ruego, un poco jodido por haber sido descubierto in fraganti, en mi papel de alpinchista, mejor cuéntame cómo te ha ido todo este tiempo ¿Eres feliz mi bien? Sin engañar porque a mi puerta el amor nunca volvió. Ella me habla de la piscina de su edificio, que nadie la usa y la pobre chica Baywatch (que más parece que va a bailar Juana La Cubana) se aburre que te cagas. Quiero aprovechar para hacer una broma y digo como yo, que me cago por ti, flaca. Pero ella me humilla y dice creo que eso de “me cago por ti” viene en un libro de Dickens, y me deja mudo otra vez. Sigue con su monólogo y yo me hundo cada vez más en el sofá, recordando su pelo negro, su risa y sus salidas brillantes de todas las trampas que le ponía cuando hablábamos. Recuerdo sus manos, se ceja rota y las notitas que dejaba en mi mesa, cada vez que podía. Eres un pavo, dice Mili, pavo, pavo, pavo, y Hugh Grant encuentra a un Baldwin en la habitación de Julia Roberts y sale del Ritz, desolado.

She may be the reason I survive/The why and wherefore I’m alive/The one I’ll care for through the rough and ready years.

Le pido salir un día y tomar algo, ella dice que está ocupada, mucho, con unos proyectos personales y promete llamarme en cuanto tenga tiempo libre. Me lo merezco, pienso, pero digo, perfecto, estaré esperando tu llamada, aún sabiendo que no llamará jamás. Le quiero contar mil cosas, pero ella dice que me tiene que dejar porque ha llegado su novio y van a ir a jugar a los bolos y después a cenar al Pizza Jardín. Odio el Pizza Jardín, es como comer en la Isla de Gilligan, ok, vete y pásatelo bien, por los dos, le digo y cuelgo. La película casi termina y Julia dice que se quedará intefinitely en Londres. Musiquita, blablabla, día soleado (raro) y niños jugando. odio al mundo, pero me odio más a mi mismo por ser tan imbécil, por frenarme cuando me debería haber dejado llevar, por olvidarme a veces que la vida es un ratito y no hay tiempo para prejuicios y estupideces. Ojalá hayas engordado, Mili, y ahora tu culo parezca un helipuerto

jueves, julio 10, 2008

Baja en la esquina, cáusula


Mediodía de un verano pobre, en el Callao. Estoy cansado ya de comprobar lo idiotas que son los profesores de mi universidad, a excepción de Zúñiga, pero es un freak, y no me conviene que la gentita cool me vea mucho hablando con él. Se parece a Vegeta. Y yo parezco un descarte del casting de Menudo.
Gracias a alguien existe Wilson, una avenida de Lima como tantas otras: sucia, caótica, desvencijada y apestosa. Pero en sus galerías y tiendas a pie de calle puedo encontrar ediciones piratas de casi cualquier libro. Compro algo de Borges, García Márquez, Nietzche, Vargas Llosa y Wilde. Subo a la combi horrible en la ciudad horrible para volver a casa y el gordito en bividí que está sentado a mi lado me mira de reojo, parece tener mucha curiosidad por lo que llevo en mi bolsa. Hay mil historias de robos en la ciudad. Me imagino entonces que el ceboso compañero de viaje que me ha tocado tiene un compinche en el próximo semáforo, que en algún momento me quitará la bolsa y la arrojará por la ventana, y mientras alguna mano anónima agarra el paquete al vuelo, él, ratero de mierda donde los haya, caminará tranquilo en sentido contrario al tráfico, sabiendo que aquí, en este barrio, aunque ya lo vieron nadie ha visto nada. Abro la bolsa y saco el libro de Wilde, leo la primera página y dejo la bolsa abierta para que el gordito vea el interior. No falla, baja en la esquina, varón, grita, y al bajar me mira como si yo, lector, fuera un bicho raro.

Intento leer en un parque, pero es muy difícil. En un banco hay una pareja a la que sólo le falta meterse el dedo each other. Ella, on top, le dice que no a las cosas que él, fingering que te fingering, le está proponiendo, ya pues, flaca, logro escuchar, no va a pasar nada. Bajo un árbol hay dos treintañeros que beben un líquido color del vino, pero que por el envase plástico en el que viene no puede tener mucha calidad. Discuten a viva voz sobre si el gobierno debería dar trabajo a todo el mundo, bien pagado eso sí comparito, que si no, haciendo cachuelos gano más. El otro borrachín, algo más cuerdo pero con la bragueta del pantalón abierta, dice que él tenía trabajo, pero lo explotaban y pa’ cojudos los bomberos, cuñao. Intento seguir leyendo, y pongo imaginariamente un CD de chill out en mi mente, pero la música se cambia por ruido cuando unos pirañas mal vestidos y pezuñentos llegan con una radio de 1980 y ponen, a todo volumen, un disco de Ice MC. Suena “It’s a Rainy Day" y me largo maldiciendo a la gente, al Callao, al gobierno, al vino barato y al cielo de Lima que nunca está rainy.

Recuerdo entonces escenas de películas viejas en que la gente va a una cafetería y abre un libro, mientras los demás se pierden en animadas conversaciones. Busco en mi mente algún lugar cercano para hacer algo parecido pero no puedo encontrarlo. Me esfuerzo, sudo, busca por dentro amor, que hay una fuente inagotable de agua fresca, me digo, y me viene la imagen de un bar pequeño, con mesitas de madera, cerca a un colegio de monjas. Después de dar varias vueltas doblando esquinas meadas y esquivando partidos callejeros de fútbol y vóley llego al lugar, que me parece el refugio perfecto. Me siento y abro el libro que sujeto con una mano para espantarme las moscas con la otra. Entra el ruido de la calle, pero me concentro al máximo (chill out, chill out) y retomo la dinámica de la lectura hasta que una voz chillona y mascachicle me pregunta si voy a pedir algo. Una Inca Kola nomás, digo para quitármela de encima. Pero la voz contraataca: Medio litro, ¿no?. Le digo que sí con la cabeza y con los ojos la mando a la mierda. Bebo, leo, leo, bebo, pienso, me evado, leo, se cuelan los ruidos, me concentro, leo, bebo, mosca de mierda, me concentro, chill out, chill out, leo, el volumen de la tele, me concentro, leo, se acaba la Inca Kola, leo, la voz de mierda otra vez, y seguro que es el mismo chicle. ¿Vas a querer algo más? Me suelta y quiero decirle no me tutees mamita, pero le digo no, nada más, y ella si no consumes no te puedes sentar, cáusula, porque hoy día hay partido. Veo que la gente a empezado a llegar y se sientan donde sea, hay un grupo de amigos que acechan como cóndores sobre una llama a que la limpiamesas me largue de una vez. No hace falta me voy solito, de mejores sitios me han botado. By the way: ¿cáusula?

Ay Zavalita ¿Cuándo se jodió el Perú? Con lo bonito que era en la época de los virreyes. Que mierda de ciudad es ésta donde no hay lugar para un cultureta como moi que busca un rincón de tranquilidad nomás, ni siquiera cerca del cielo como Pedro Infante, no, no, no, sólo un sitio pequeñito pa’ leer a pierna suelta sin que el ruido, la desidia, la amargura me encuentren. ¿Por qué no hay dos metritos cuadrados de paz en estos lares tan queridos donde mi amor puro y santo te ofrecí?
Vuelvo a casa y me encierro en mi cuarto. Me tiro en la cama y busco unos tapones para los oidos. Antes de abrir otra vez el libro veo el reloj y me imagino a mis hermanos ya dormidos en Madrid, mientras que en Lima todavía no ha muerto la tarde. Leo, silencio, leo, mis hermanos durmiendo, leo, leo, cafés europeos, leo, leo, sonrisas francesas e italianas, leo, leo, balcones para recitar a Shakespeare, leo, leo. Me tengo que largar de esta ciudad, así tendré al menos la esperanza de leer sin tener que aislarme de la sociedad. ¿Cuánto cuesta un pasaje pa’ otra vida, casera?

martes, julio 08, 2008

Te espero sentado (como un dog)


¿Cuántas veces te han plantado? Me pregunta, así, como si no doliera, fumándose un Marlboro Light. ¿Cuántas, ah, cuántas? Y vuelven a mí la vergüenza y el desazón de esas tardes en que flaco, ojeroso, cansado y sin ilusiones, volvía a casa derrotado (no tengo pasiones) tras comprobar sin mucha sorpresa que mi compañera eventual no había aparecido. ¿Te imaginas que sí estaba, pero que te vió y se piró? Dice, sádica, una mierda, por eso me gustas, dándole otra calada al cigarro creyéndose Lauren Bacall, pero yo no soy Bogart.

Le cuento (no sé por qué) que la primera vez, fue una cita de esas que uno no pide. Vas a llevarle esta carta, me dijo Percy, y le dices que la escribí yo. Obviamente, mi admiración por el hijo de periodiquero era por esos días inmensa y hacía todo lo que me decía. Se supone que Mili me esperaba al salir de su colegio de mala reputación en un barrio de yonquis y rateros, y allí estaba yo con mi carta en la mochila esperando a que ella saliera blanca, sonriente y con la falda tres palmos por encima de los que mandaba el código de conducta escolar. Yo creía estar enamorado de ella, pero después descubrí que creía que me gustaba porque era la favorita de Percy, y entonces, si él decía me gusta la salsa, yo, como fiel y huevón escudero decía, a mí también. Ella nunca apareció, y me quedé esperando una hora completita, que comprobé gracias a las campanadas de la iglesia en la que había recibido, no hace mucho, mi primera comunión. Rompí la carta en mil pedacitos y al día siguiente le mentí al pánfilo de mi amigo, que, acostumbrado a no recibir respuesta de su amada, se limitó a pedirme que le escribiera algo mejor, pa’ la próxima. Cuando volví a ver a Mili, cinco años después, en una fiesta, le pregunté porqué no había acudido a la cita. Ella, aderezada por el cóctel de maracuya, me dijo que Percy no le gustaba, y menos que yo fuera tan pavo como para dejarme mandar.

- ¿Y eso es que te dejen plantado? – dice y pide otra jarra de cerveza. Yo sigo engullendo el picadillo de León que he pedido.
- Esa fue la más suave de todas, no te emociones, comadre.

La segunda, como venía diciendo, fue mucho mejor en el ranking y el humillómetro llegó hasta el máximo nivel que mi joven mundo conocía. Ella me había citado en su casa, mis viejos no estarán el viernes, me había dicho, ven y hacemos algo. Me compré un polito quicksilver, para tener pinta de surferito, y me quedé tres tardes seguidas tostándome al sol como un grano de café. La emoción me embargaba y le dije a mis amigos que al fin iba a debutar, porque la chica más guapa de la cola del autobús me había invitado a su casa. No puede ser, decían ellos, y remataban con un siempre bien ubicado, no hay maricón sin suerte. La ansiedad de quinceañero también se notó en casa, pero fue mamá la que supo mis planes, después de jurar por Jose Luis Rodríguez que no le diría nada a nadie. Uy, papi, me dijo, ¿no será peligroso? ¿Y si esa chica es una fumona, o algo peor? Le recordé que había una puta en la familia, y no por eso la gente del barrio nos dejaba de hablar, no pudo rebatir mi argumento y se limitó a pedirme que lleve condones, que soy muy joven para ser abuela.

- Típico. Una siempre será joven para ser abuela.

Cállate un poquito, anda. Llegué a la dirección que me había escrito en un papel, en un barrio residencial cerca al mar. Me había dicho que bajara en el puesto de periódicos, cuatro cuadras más allá de la universidad. Allí estaba yo, perfumado, peinadito y con talco en las zonas que debían tener talco, buscando, papelito en mano, la dirección de la chica más guapa de la cola del autobús. Di varias vueltas a la manzana, pero no encontraba la calle. Además no había ni un alma a la que preguntarle. Volví al puesto de periódicos y le pregunté a un jubilado, no sé, flaquito, esa dirección no me suena. Paré un taxi, pero el chofer tampoco sabía dónde estaba eso, y la próxima vez no me pares pa’ preguntar, chibolo. Me senté un rato en un parque hasta que, resignado, cogí un bus en sentido contrario y me fui todo el camino preguntándome si había anotado bien la dirección.

- Esa estuvo mejor, yo también doy direcciones falsas y números telefónicos que no existen.
- Eres un poquito hija de puta ¿no?

Pero la que recuerdo con más rabia está relacionada con Shemi. Aunque no fue ella la que me dejó sentado en la estación con mi vestido de domingo, sino su hermana (de la que no recuerdo el nombre). Yo había prometido ir a recogerla a su universidad y bajar luego por Santa Beatriz a tomar unas cervecitas. Ella me había pedido un par de veces que lo hiciera y yo me resistía, sobretodo porque la que me gustaba era Shemi, y ella odiaba que hablara con su hermana. Tenían una especie de pacto de no agresión.

- ¿Estaban buenas?
- Shemi sí. Buenísima.

Su universidad era una de las decenas que habían inundado Lima como opción privada a la gente que no tenía suficientes neuronas para aprobar el examen de ingreso a una universidad normal. Se llamaba Alas Peruanas, y yo, hasta entonces, creía que era una academia de aviación comercial. Llegué después de clases, como habíamos quedado, y me senté en un banco del minúsculo patio de lo que debía haber sido una casa señorial del siglo XVIII. Había varios grupos de estudiantes que miraban desde los balcones y sospecho que en alguno de ellos estaba la hemana de Shemi, que no quiso acercarse.

- Anda, esa sí que te vió y se piró, entonces. – dijo, emocionada.
- Podría decirse que sí – le dí una calada a su porro, que acababa de encender -Pero no me importó una mierda y me fui en cinco minutos. ¿Con quién habías quedado esta noche?
- Con un imbécil – recuperando su porro, sin soltar el humo – pero decidí irme antes de que llegara. ¿y tú?
- Con una. Pero ha tardado más de diez minutos y ese es mi límite, por eso decidí venir a tomar algo – digo, sin ganas, buscando cheques gourmet en mi bolsillo y dejando dos de cinco euros sobre la mesa. Me levanto - ¿Qué haces ahora?
- No sé, llamaré a unas amigas. Deben estar por La Latina, me imagino.
- Yo me piro.
- Podemos quedar un día de éstos.
- Ya si eso, te llamo yo.

Al ir hacia el metro veo a la chica con la que había quedado una hora antes, me imagino que acaba de llegar. Apago el móvil y rodeo la plaza. Vuelvo a casa y descubro que la chica del bar a escrito algo en mis cheques. “ yo nunca llego tarde 625836897”. Sonrío de lado y tiro los cheques sobre la mesa del salón.

lunes, julio 07, 2008

El puto Sheriff


Tuve que abofetearme un par de veces, para creer lo que estaba pasando. Hubo momentos en que creía que estaba en casa, viendo uno de mis DVD’s musicales, sentado en el salón frente a mi nueva pantalla plana. Mientras cantaba Estopa yo comía una hamburguesa y bebía cocacola, ignorando al mayor de los hermanos que se quejaba de ser telonero y que sólo tenía una hora para cantar sus canciones (todas son iguales, o casi, así que mejor te callas). Cuando al fin se calló, María y yo buscamos posiciones para ver el siguiente concierto: Alejandro Sanz. En el intento, la pobre se llevó un pisotón (anda que ir con sandalias a un concierto, que pocas luces, mamita) que la hizo gritar de dolor, mientras yo aspiraba el humo de un porro que alguien había encendido a mi lado. Baila María baila, que esa rumbita esta buena.
Sale Alejandro y me acuerdo de Evelyn que decía que se casaría con Ricky Martin y Alejandro sería su amante. Con cada canción me aparece la cara de una mujer en la mente. Canta “Y si fuera ella”, y es Helen, luego “Mi Soledad y yo” y es Guisella, “Te lo agradezco pero no” y es Verónica, intento llamarla pero me acojono y cuelgo, ruego a Lucifer que su teléfono no haya soltado los acordes de Mike Oldfield que tiene como politono. ¿Qué te pasa?, me pregunta María, Son muchos recuerdos, le digo, demasiados para un pobre corazón. Si no fuera por esos recuerdos, el concierto de Sanz hubiera sido una mierda, fue in crescendo y lo cerró con “No es lo mismo” pero ya era demasiado tarde. Todos estábamos esperando a La Policia.

El espacio empezó a reducirse y el aire escaseaba. Creo que nunca estuve tan agobiado en mi vida, como entonces, a veinte metros del escenario y rodeado de cien mil personas. Te sientes una hormiga, un grano de arena, una coordenada del GPS. Mira a la pantalla María, le dije, como los monos, o te entrará la ansiedad. Como siempre pasa, un minuto antes del concierto se puso delante de mí un tio de dos metros y tuve que moverme estratégicamente para recuperar mi campo de visión. María se perdió entre la multitud un par de minutos, pero la encontré rápidamente. Un conteo regresivo anunciaba que faltaban nueve segundos para el concierto, ocho, siete, seis…Putamare' tío Hugo, tendrías que estar aquí, ya estaríamos borrachos y felices, qué huevon eres.
Salta Sting al escenario y entonces es cuando tras las primeras notas de su "Message in a Bottle"creo estar en casa. Eres el puto amo, grita uno, y me trae de vuelta a la realidad. Su voz es perfecta digo en voz alta, si son tres tíos que suenan mejor que los veinte que tenía antes el Sanz de los cojones. Sigue el concierto y Sting presenta a sus dos amigos, como si nadie los conociera ya, suenan más canciones y yo me olvido de María por veinte minutos mientras salto abrazado a dos desconocidos que tienen 15 años más que yo, calculo, y cantamos De Do Do Do, De Da Da Da, is all I want to say to you, hasta que mi garganta se rompe. Después de despedirse en falso, vuelven y suena “Roxanne” (¿que harás Roxanne? ¿Sigues casada con el negro?) que canto de principio a fin. Encuentro a María y veo que está emocionada hasta las lágrimas cuando suena “Every breath you Take”, yo también estoy emocionado, pero me aguanto como los machos, es un instante eterno, sublime, me imagino que sería lo mismo si delante estuviera John Lennon cantando "Imagine" o Paul McCartney con su bajo y tarareando "Yesterday". Me da un vuelco el corazón, oh can’t you see? You belong to me.

Los chicos se van y estallan mil fuegos artificiales que iluminan la fresca noche madrileña, el asfalto bajo nuestros pies se ha derretido con el calor humano y se me pegan las zapatillas al salir. No encuentro el coche y cuando lo hago, al fin, tengo que esperar una hora y media para poder salir del parking. Todos los que vamos en la A-3 de camino a Madrid hemos estado en el concierto, ves las caras sonrientes y sabes que estas cosas pasan una vez en la vida, reconozco al mini cooper que estuve a punto de destruir al hacer un pirula en el parking, si no fuera por María que gritó ¡cuidado! le hubiera roto el faro derecho. Llego a casa y duermo, mi compañera de concierto acepta gustosa mi sofá y seis horas después desayunamos en la cafetería del hotel NH.
-¿Qué vas a hacer ahora?
- No sé, tirarme en el sofá y pasarme el día en calzoncillos, me imagino. O ir a ver a mis padres.
- Yo voy a hacer unas compras, hoy está todo abierto.
- Haces bien, yo debería hacer lo mismo.

La acompaño hasta su coche. Hemos pasado la noche juntos, guapetona, háblale bien de mí a tus amigas. Llamo a mis viejos y están en la piscina jugando con su nieto, me lo pasan, hola piraña, le digo, hola pirañita te he traído una sorpresa de Perú, me dice. Dicen que estarán todo el día en plan veraniego, así que decido pasarme el día en calzoncillos escuchando música y leyendo el periódico que acabo de comprar. Pongo la tele y está Alonso que sale mal con su Renault y el negro Hamilton se dispara, esto está acabado. Nadal juega con Federer, dos sets a cero, esto está acabado. Suena el teléfono, es Sol, le cuento cómo pasé el día anterior, hablo de Sting, Zucchero, Suzanne Vega, Alejandro Sanz, las hamburguesas las cervezas y los bikinis. Mientras ella me cuenta cosas del Tour de France suena mi móvil, veo en la pantallita el nombre de Verónica, que cuelga enseguida. Mierda, pienso, parece que anoche su teléfono si llegó a timbrar. Puto Mike Oldfield.

jueves, julio 03, 2008

Ad Ephesios


Nunca quise ser periodista, quizá escritor sí, pero periodista no, como diría Don Ramón: “antes muerto que perder la vida”.
Mientras pasaba mis días en Lima, jugando al fútbol (mucho), yendo de fiesta (bastante) y aprovechando mi vehemente sexualidad (esto, bastante menos que las anteriores), leía revistas de todo el mundo, que robaba en el aeropuerto Jorge Chávez. Mis favoritas eran la revista Time, por sus fotos y Selecciones del Reader’s Digest, en versión mexicana. De vez en cuando leía también la revista que un tío mío hacía con mucha ilusión en España, y me dejaba impresionar por las entrevistas a artistas famosos que publicaba en sus páginas.
Una tarde aburrida escribí unas cosas, tonterías, un par de críticas musicales y una entrevista falsa a Enrique Iglesias (sorry, no se me ocurrió otro) y se las mandé para que se riera un poco, imaginándolo ajetreado entre tanto papel, y agradeciéndole los años en que me ayudaba con las tareas, dibujándome a Bolognesi o Miguel Grau, porque allí donde lo ven, mi tío estudió Arte en La Católica.
Obviamente, no recibí respuesta a mi carta socarrona.

Según Barthes, la literatura no es un corpus de obras, ni tampoco una categoría intelectual, sino una práctica de escribir. Entonces, podría considerarme literato durante mis años universitarios, tiempo en el que me especialicé en bombardear con cuentos anónimos las mochilas de mis compañeros, hasta que Carlos, mi pata músico, juntó todos los cuentos y dijo que de allí saldría un buen libro. Lo imprimió y se lo dio a la jefa de la editorial en donde estábamos subempleados (o eso dijo) pero poco tiempo después renuncié y la señora Chela nunca supo quién le había dejado ese manuscrito lleno de malas palabras y faltas de ortografía. Sospeché entonces que mi carrera literaria había terminado.

Escribía sólo para mi, como catársis (me gusta la palabra, suena a cataratas, sí) y nadie leía mis cuadernos de viajes imaginarios, doncellas salvadas, y niños felices, que se juntaban con las pelusas debajo de mi cama rota. Ya por entonces, estaba convencido de que nunca sería escritor porque había leído "El Aleph" de Borges y comprobé, con cierta amargura, que jamás podría escribir tan bien. Como mucho llegaría a ser redactor jefe en un periódico deportivo, y, perdonen la franqueza, antes muerto que sencillo. Pero (oh, albricias, oh) una compañera de juegos descubrió bajo mi cama, además de las pelusas y algo que parecía un animal muerto, mis cuadernos, mientras yo había bajado a la cocina a buscarle algo de yogurt líquido. Porque cuando llegaba al éxtasis del juego, siempre (siempre, no te hagas la loca, ahora que ya no me hablas) le daba hambre. Al volver al cuarto con el vaso de yogurt, sabor fresita, la encontré leyendo interesadísima algo que ni me acordaba haber escrito. Tienes que publicarlo, dijo, excitadísima, esto es mejor que lo me hacen leer en el colegio. Le dí el vaso y le prometí pensarlo, pero le dije con la mejor de mis franquezas que en el país en que vivíamos la gente no leía, o al menos los que lo hacían preferían leer libros extranjeros, porque eso era más cool. ¿O tú has leído alguna vez, “Los Ríos Profundos de Arguedas”, ah,? Dime, a ver dime, ¿ya ves? Ya toma tu yogurt nomás, mamita. Esa fue la segunda vez que estuve seguro de que mi futuro como escribidor estaba bien lejos, más o menos por donde vivía la Tía Julia.

Ya en Madrid mi tío el artista me dio chamba en su revista. Tenía que hacerle la página web, pero en mis ratos libres propuso que escribiera algo, de relleno. La redactora jefe me miró de refilón y yo comprendí su desconfianza, total, a nadie le gustan los sobrinísimos que llegan y ya tienen sección a doble página en la revista y encima la próxima semana se van a entrevistar a una gran actriz peruana conocida en su barrio y que ha hecho (imaginen el éxito) una película con Meg Ryan. Esa tarde, quedé con la actriz en un bar de Madrid y le hice unas cuantas preguntas facilonas mientras dejaba que la grabadora hiciera su trabajo. Al día siguiente entregué mi redacción a la jefa, que, para mi sorpresa, quedó encantada y la publicó como entrevista del mes en una periódico llamado peruanos.es, que gracias al éxito masivo que obtuvo dejó de publicarse pocos meses después de su estreno. Ella misma me propuso que firmara con mi nombre mis notas revistosas, pero me negué, más por vergüenza que por orgullo, da igual si pongo un nombre cualquiera, total, nadie sabe quien soy. Insistió un poco, pero al final se rindió y dejó que siguiera firmando mis artículos como El Pirata, cosa que no les hizo mucha gracia a los de Sony Music que por aquellos días creían todavía que podrían derrotar al emule. El colmo fue cuando me mandaron a entrevistar a Shakira y comprobé lo (no voy a decir tonta, I promise) poco letrada que era, quise hacerlo ver en mi nota que titulé “Shakira: ser latina significa saber mover las caderas” en honor a una de las frases que soltó durante nuestra conversación. Para mi sorpresa, vetaron el título del artículo, que fue cambiado por “Shakira moverá las caderas de España” o una mierda de esas. Con todo el amor del mundo, y poniendo mi cara de reportero indignadísimo (aunque en realidad, dejar de escribir críticas musicales de discos de Bisbal fue lo mejor que me pudo pasar) anuncié que nunca más escribiría nada para la revista. Meses después, renuncié. Mi tío nunca volvió a dibujarme un Miguel Grau.

miércoles, julio 02, 2008

Morena, si voy con lo que te doy


Bea y yo coincidimos en la cocina, a la hora de comer. Hoy no estoy muy hablador, ayer comprobé que mi sueldo era de los más bajos (no el más bajo, pero todo llegará) y eso me había desmoralizado un poco. Ella me habla de la marcha del orgullo gay, que se celebrará en Madrid una semana después que en todo el mundo. Me cuenta que ya está aburrida de los tíos, son mu cansinos, sentencia, y yo le digo que no niego la evidencia, pero que las chicas son peores porque al menos a nosotros se nos ve venir, pero a ellas no hay quién las entienda, hoy te quiero, hoy ya no, hoy quiero verte, hoy ya no, hoy te iba a llamar, hoy ya no, a veces te mataría otras en cambio te quiero comer. Ella se parte y dice que soy un cabrón, pero que es verdad lo que digo, los tíos son muy jodidos, por eso yo tuve mi hijo sola.

Me quedo mudo un segundo, y pregunto que cómo hizo, si eso es físicamente imposible ¿te inseminaste como las vacas? digo, si soltar mi coca cola. Se parte de risa, y me dice que no, que se la metió un moro (susurra al decir moro) con el que salía desde hace dos años, que él quiso formar una familia y demás pero ella le dijo que nones, que deja tu semillita y pírate, que me estás estresando. ¿Y por eso dices que los tíos somos raros? Pregunté, ¿sólo por que un tío te pedía sexo todo el rato? Ella bebió su cocacola de un trago y confesó, entre amarga y resignada, no hijo, no he tenido esa suerte.

¿Seré el único en el mundo que siempre está dispuesto? Es una pena que me esté desperdiciando, imaginemos que mi abuelo tenía razón cuando decía eso de que las erecciones eran como las balas, que había que aprovecharlas todas en el enemigo, porque llega un momento en que te quedas sin ellas. Acojona.

Me puse en plan entrevistador y le pregunté, divertido, si ya que estaba harta de la carne, se pasaría al pescado. Para mi poca sorpresa contestó que sí, que a veces se caga de miedo, pero que se lo ha planteado ya. Le dije, stop, piénsalo bien que de allí no se vuelve. Y ella, pendeja, me preguntó ¿y tú cómo sabes?. Entonces le conté la historia de mi amiga Lucía, una veinteañera ricotona que se folló a media universidad (desgraciadamente, no estuve en su lista), y un día decidió que le iba a dar bola a una lesbiana que la seguía a todos lados. Se acostaron una noche de copas una noche loca, y, según ella, descubrió un mundo de placeres nunca imaginado, como con los helados Magnum. Intenté recuperarla por el buen camino, le conté, pero increíblemente ella resistió mis encantos y siguió siendo lesbiana, me queda al menos la esperanza de que decida ser bisexual y me incluya en su task list.
Bea me miró fíjamente y me dijo, pues lo voy a intentar, dejando mudos a quienes seguían como meros espectadores, contertulios, panelistas, o simples mirones, nuestra tan animada conversación. ¿Irás a la marcha del orgullo gay, entonces? podrías disfrazarte de Minnie y buscar alguna patita Daisy con la que jugar al mundo Disney. Se partió el pecho y me dijo que tenía mucha imaginación, pero que si iba iría de paisano. No, no, imagínate que los de Telemadrid te graban, mejor disfrázate, aconsejé, y ella me miró como diciendo tú sabes más de lo que dices, mamón.

¿Y tú, no estás aburrido de las tías? Me preguntó, y yo le respondí sinceramente que no, que aunque algunas se vuelven aburridas con el paso del tiempo siempre hay algo nuevo que descubrir en ellas, y que cuando se quitan los complejos y las estupideces que les han metido en la cabeza desde niñas, puedes llegar a vivir con ellas experiencias alucinantes. ¿Ya ves? Me tengo que volver tortillera, ya lo he decidido, es que yo las veo tan felices tío, que digo quiero eso pa’ mi. Me permito discrepar y le digo que quizá se las vea más felices porque las mujeren son más aparentes, cuando un tío está aburrido se le ve a la legua, en cambio las tías siempre estarán más en plan “¿quieres más vino, cariño?” cuando en realidad están pensando en llegar a casa y ver qué devolverán de todo lo que han comprado en las rebajas.¿No es cierto, Rocío? Digo, intentando que uno de los mirones intervenga en la conversación; ella, atragantándose con un pepino, dice con su vocecilla de ardilla No sé, de qué estabais hablando, sin dejar de mirar su tupper. Ahora nos reímos los dos, sin disimular la crueldad.

Salimos de la cocina, después que Bea le diga a Rubén (en su cara pelada, por eso la odia) que su comida huele a pedo. De camino a nuestros puestos de trabajo, me dice que irá a la marcha y que si ve una que le guste le dirá: morena, si voy con lo que te doy. Pero eso sí, promete, no dejaré la carne, y como mucho me haré bisexual. Anda y que te den, le digo. Ojalá, dice ella, ojalá.

martes, julio 01, 2008

Amargura señores, que a veces me da


La última vez que preparó un cebiche, fue también la primera vez que la chica de la farmacia bailó con la música de Green Hornet de fondo. El Mongo lo había intentado, pero maestra vida camará, te da y te quita, te quita y te da, esa combinación mal hecha de pescado, cebollas, limón y mariscos había sido rechazada hasta por el perro del barrio. El mal rato le provocó dolores de cabeza, que ni siquiera una maratón improvisada de Baywatch pudieron quitarle y al terminar la tarde, fue a pedir consejo a la chica de la farmacia, que de estas cosas sabía un poco más que él.

Una vieja había llegado antes, y los minutos de espera, como siempre, se le hacían interminables. Cuando al fin llegó su turno dijo a duras penas que quería algo para la cabeza, y ella respondió que tenía un gorrito muy bonito, que había comprado en Tacna. El Mongo le mostró su sonrisa no jodas mamita, porque sabía que ella nunca le haría caso, así que ni siquiera se esforzó lo más mínimo por seguir el juego. Dame una aspirina mejor, sugirió.

- Tu vives en la casa de dos pisos ¿no? – preguntó, agachada, cogiendo una caja de aspirinas y dejando ver su generoso escote.
- Sí, ese soy yo - mirando el reloj.
- Hasta acá se escucha tu música. Eres fan de Nirvana, Aerosmith y a veces un poco de Luis Miguel. Una combinación bastante rara.

Aspirinas en bolsita. Monedas en la mesa. Hasta la vista, baby ¿no? Oye, oye, espera, no te vayas, ¿sabes donde vivo? El Mongo dijo que no con la cabeza, preguntándose en silencio si ésta no se había pinchado con alguna aguja usada, o algo así. Vivo aquí, arriba de la farmacia. Él se imaginó, entonces, al panadero viviendo sobre la panaderia, al policía viviendo en la comisaría, y a la pescadera viviendo en el mar. ¿Ah, si? ¿Y es bonita tu casa? Ella dijo que si esperaba cinco minutos se la enseñaba, total, ya iba a cerrar igual. Él dijo que sí, y puso como condición un vaso de limonada bien frio, para meterse la aspirina. Y ella aceptó el trato.

Después de subir unas escaleras raras, con fotos de muertos, llegaron a su casa: un cuarto con una cama, una tele y unos cuantos libros de enfermería regados por el suelo, no funciona mi radio, dijo, ponemos la tele nomás. El Mongo asintió mientras bebía limonada, y se preguntó cómo se vería ella sin bata blanca. No había más sitio para sentarse que la cama, que olía a rosas. Ella se sentó al lado y, sin más preámbulos, simple y llanamente, le metió la lengua hasta la faringe. En la tele Bruce Lee pateaba una lámpara y hacía volar chinitos como si fueran gente que no se ha sujetado bien en la montaña rusa. Ella se le trepó encima y él se preguntaba si, entre tanta farmacia, al menos en ese cuarto había un par de condones. Ella se levantó de golpe y, más rápido que la mujer maravilla, se quedó en pelotas, iluminada solo por la luz que se colaba por la ventana. Él inclinó la cabeza hacia la derecha para verla mejor y ella volvió a subírsele encima.

Pero.

Cuando él, quiso quitarse la ropa también, ella lo detuvo, le dijo que no, que eso no, que sólo besitos y tocaditas, pero de meterla nada. Él, se rió incrédulo, ¿me estas vacilando, so cojuda? Y ella no me insultes ¿ya? Que soy una señorita. El Mongo bajó las escaleras y antes de abrir la puerta esperó a que su erección delatora e inútil desapareciera. Llegó a su casa, y encontró a su viejo que, sentado frente al televisor veía también a Bruce Lee. ¿Dónde has estado? Preguntó por cumplir, y el Mongo sin ganas de inventarse nada le dijo que en la casa de la chica de la farmacia que se ha calateado para mí. Su viejo apartó la vista de la tele entonces, y después de mirar al Mongo de arriba abajo se cagó de risa para después soltarse un inolvidable, si huevón y yo soy el rey de España.

Metrópolis


Fue mejor de lo que imaginaba. Si en algún momento hubiera pasado algún coche negro seguido de la policía (no, mejor, por Batman) entonces ya hubiera llorado de alegría. A punto estuve cuando, mientras Sol y yo disfrutábamos de un concierto de jazz, pude comprobar (tras varios incrédulos momentos) que la camarera rubia me sonreía y me hacía hola con la mano. Giré la cabeza para ver si había alguien detrás, pero a mi espalda sólo tenía un poster del gran Miles Davis. Me muerdo los labios para no llamarte.

Las calles eternas tenían semáforos pensados en los transeúntes, lo que motivaba que viajar en bus fuera casi una experiencia turística: mira Pottery Barn, mira Virgin Megastore, mira el Madison Square Garden, mira un cowboy en pelotas tocando la guitarra en pleno Broadway Street. Central Park tampoco decepcionó y al sentarte frente al lago, disfrutando de un trago de Snaples (del que fui adicto por una semana) podías ver tranquilamente el edifcio neoclásico llamado Empire State, y si eres un poco freak te imaginas a Phoebe y Rachel corriendo mientras una valiente y avispada ardilla intenta robarte la mitad del muffin que has descuidado por culpa de la pelirroja que acaba de pasar en bicicleta. Sol se hizo adicta a Newman’s Own, una bebida patrocinada por el actor y cuyos beneficios van, derechitos, a la caridad y a luchar por la justicia.

El ambiente me puso romanticón, y decidí hacer algo que no estaba en mis planes. Esta noche vamos al cine, propuse, veremos Sex in The City, que sirva de algo nuestro buen nivel de inglés. Ella estaba feliz, y tras cenar en un Diner y comprar (yo) libros como locos en Barnes & Noble entramos a la función de las 22:00 en en el Loews Theatre de Broadway. Mientras veíamos la película comprendimos que el Subway de New York, no era muy “Sub” que digamos pues cada vez que pasaba un tren nuestros asientos se estremecían un poquito y por un momento llegué a creer que los cólicos de Charlotte venían acompañados de un golpe de realidad virtual. No se lo digan a nadie, pero disfruté la película, especialmente cuando dejan plantada a Sarah Jessica Parker en el altar (anda, ya les jodí el final). Eso sí, envidié a muerte el piso que compran en pleno 5th Avenue, con vistas al Central Park.

Nuestro hotel estaba en el Upper West Side de Manhattan, y desde allí fue fácil descubrir lo grande que puede llegar a ser la ciudad. Puedes salir a medianoche y comprar el periódico, entrar a un Deli y pedir café para llevar, que bebes mientras caminas tranquilamente o mientras lees el New York Times; desde el Upper se puede buscar un bar donde beber margaritas mientras oyes a Maná, o un Apple Martini mientras de fondo escuchas a Louis Armstrong, pero también te sirve para comprender que quienes viven en Long Island, o Queens, y trabajan doce horas al día deben estar bastante jodidos y tienen razones de sobra para sentirse apartados del mundo.

Fue un crimen para mi bolsillo llegar en tiempo de rebajas, y encima con 100 euros de regalo, cortesía de Air France por haber perdido mi maleta. Los de Gap en la calle Lexington deben amarme con locura, y los del H&M que está justo enfrente me odiarán con la misma fuerza, especialmente porque todo lo que vendían me parecía tres veces más caro que en Madrid y los mandé a tomar por saco. Cuando preparaba mi vuelta me tumbé en Central Park a leer una entrevista a Obama publicada en Rolling Stone, y me di cuenta que para los gringos su futuro presidente es una especie de Kennedy resucitado y mezclado con Luther King, alguien que les limpiará la vergüenza y lo mal vistos que están el mundo gracias a los Bush, un hombre que es capaz de bajar de su limousine para comprar un brick de leche porque su mujer le ha mandado un SMS y si llega a casa con las manos vacías le espera una bronca. He's one of us, a goodfella.

El jet lag sólo me ha dejado dormir tres horas, pero sarna con gusto no pica, y mientras preparo mi cuerpo para el próximo concierto de The Police, intento buscar la forma de volver algún día a New York, alojarme en Manhattan y volver a equivocarme al tomar el metro express que no para hasta el Bronx. Y bajar del vagón con los huevos de corbata.