jueves, julio 03, 2008

Ad Ephesios


Nunca quise ser periodista, quizá escritor sí, pero periodista no, como diría Don Ramón: “antes muerto que perder la vida”.
Mientras pasaba mis días en Lima, jugando al fútbol (mucho), yendo de fiesta (bastante) y aprovechando mi vehemente sexualidad (esto, bastante menos que las anteriores), leía revistas de todo el mundo, que robaba en el aeropuerto Jorge Chávez. Mis favoritas eran la revista Time, por sus fotos y Selecciones del Reader’s Digest, en versión mexicana. De vez en cuando leía también la revista que un tío mío hacía con mucha ilusión en España, y me dejaba impresionar por las entrevistas a artistas famosos que publicaba en sus páginas.
Una tarde aburrida escribí unas cosas, tonterías, un par de críticas musicales y una entrevista falsa a Enrique Iglesias (sorry, no se me ocurrió otro) y se las mandé para que se riera un poco, imaginándolo ajetreado entre tanto papel, y agradeciéndole los años en que me ayudaba con las tareas, dibujándome a Bolognesi o Miguel Grau, porque allí donde lo ven, mi tío estudió Arte en La Católica.
Obviamente, no recibí respuesta a mi carta socarrona.

Según Barthes, la literatura no es un corpus de obras, ni tampoco una categoría intelectual, sino una práctica de escribir. Entonces, podría considerarme literato durante mis años universitarios, tiempo en el que me especialicé en bombardear con cuentos anónimos las mochilas de mis compañeros, hasta que Carlos, mi pata músico, juntó todos los cuentos y dijo que de allí saldría un buen libro. Lo imprimió y se lo dio a la jefa de la editorial en donde estábamos subempleados (o eso dijo) pero poco tiempo después renuncié y la señora Chela nunca supo quién le había dejado ese manuscrito lleno de malas palabras y faltas de ortografía. Sospeché entonces que mi carrera literaria había terminado.

Escribía sólo para mi, como catársis (me gusta la palabra, suena a cataratas, sí) y nadie leía mis cuadernos de viajes imaginarios, doncellas salvadas, y niños felices, que se juntaban con las pelusas debajo de mi cama rota. Ya por entonces, estaba convencido de que nunca sería escritor porque había leído "El Aleph" de Borges y comprobé, con cierta amargura, que jamás podría escribir tan bien. Como mucho llegaría a ser redactor jefe en un periódico deportivo, y, perdonen la franqueza, antes muerto que sencillo. Pero (oh, albricias, oh) una compañera de juegos descubrió bajo mi cama, además de las pelusas y algo que parecía un animal muerto, mis cuadernos, mientras yo había bajado a la cocina a buscarle algo de yogurt líquido. Porque cuando llegaba al éxtasis del juego, siempre (siempre, no te hagas la loca, ahora que ya no me hablas) le daba hambre. Al volver al cuarto con el vaso de yogurt, sabor fresita, la encontré leyendo interesadísima algo que ni me acordaba haber escrito. Tienes que publicarlo, dijo, excitadísima, esto es mejor que lo me hacen leer en el colegio. Le dí el vaso y le prometí pensarlo, pero le dije con la mejor de mis franquezas que en el país en que vivíamos la gente no leía, o al menos los que lo hacían preferían leer libros extranjeros, porque eso era más cool. ¿O tú has leído alguna vez, “Los Ríos Profundos de Arguedas”, ah,? Dime, a ver dime, ¿ya ves? Ya toma tu yogurt nomás, mamita. Esa fue la segunda vez que estuve seguro de que mi futuro como escribidor estaba bien lejos, más o menos por donde vivía la Tía Julia.

Ya en Madrid mi tío el artista me dio chamba en su revista. Tenía que hacerle la página web, pero en mis ratos libres propuso que escribiera algo, de relleno. La redactora jefe me miró de refilón y yo comprendí su desconfianza, total, a nadie le gustan los sobrinísimos que llegan y ya tienen sección a doble página en la revista y encima la próxima semana se van a entrevistar a una gran actriz peruana conocida en su barrio y que ha hecho (imaginen el éxito) una película con Meg Ryan. Esa tarde, quedé con la actriz en un bar de Madrid y le hice unas cuantas preguntas facilonas mientras dejaba que la grabadora hiciera su trabajo. Al día siguiente entregué mi redacción a la jefa, que, para mi sorpresa, quedó encantada y la publicó como entrevista del mes en una periódico llamado peruanos.es, que gracias al éxito masivo que obtuvo dejó de publicarse pocos meses después de su estreno. Ella misma me propuso que firmara con mi nombre mis notas revistosas, pero me negué, más por vergüenza que por orgullo, da igual si pongo un nombre cualquiera, total, nadie sabe quien soy. Insistió un poco, pero al final se rindió y dejó que siguiera firmando mis artículos como El Pirata, cosa que no les hizo mucha gracia a los de Sony Music que por aquellos días creían todavía que podrían derrotar al emule. El colmo fue cuando me mandaron a entrevistar a Shakira y comprobé lo (no voy a decir tonta, I promise) poco letrada que era, quise hacerlo ver en mi nota que titulé “Shakira: ser latina significa saber mover las caderas” en honor a una de las frases que soltó durante nuestra conversación. Para mi sorpresa, vetaron el título del artículo, que fue cambiado por “Shakira moverá las caderas de España” o una mierda de esas. Con todo el amor del mundo, y poniendo mi cara de reportero indignadísimo (aunque en realidad, dejar de escribir críticas musicales de discos de Bisbal fue lo mejor que me pudo pasar) anuncié que nunca más escribiría nada para la revista. Meses después, renuncié. Mi tío nunca volvió a dibujarme un Miguel Grau.

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