viernes, octubre 25, 2013

Momento Lionel Richie

Comiendo con mis padres, siempre descubro que soy un ser normal y excesivamente sobrevalorado.  Lo raro es que haya tardado tanto en darme cuenta de lo constante de sus veredictos. Veredictos que, a su vez, se extienden siempre hacia el resto de los humanos por los que ellos sientan el mismo (o incluso un poco menos) cariño que por mí.

- Cuando llueve escribo mejor, o con más ganas - suelto, mientras esperamos a que llegue el café - Una tarde de ridícula lluvia le escribí a Gisela que la quería. Era mentira, claro, pero ella se lo creyó y estuvimos juntos casi un año. Me acompañaba, la fascinaba, así que todos felices. Pero en Lima llueve poco y mi escritura se secó.

Mamá siempre cree que lo yo piense es lo correcto, casi nunca me contradice y, en el peor de los casos, al ver que mi argumento es completamente ilógico y tiradísimo de los pelos (porque sospecho que eso alguna vez pasa por su cariñosa cabeza) la pobre se limita a ponerse triste. Eso me raya. Papá no, él siempre tiene la razón, y basa sus argumentos en un artículo que ha leído en El País, algo que vió en El Intermedio o, ya perdido, en una historia que algún amigo jubilado le ha contado.

- Una noche de musical lluvia, le escribí a Sol que seguiríamos juntos -sigo, ya con mi ristretto en la mano - Pero fue una promesa vaga, insincera casi como el sol de Octubre en Madrid, que era el sol de Liverpool en ese agosto. La canción terminó y cada uno se llevó el Let It Be por su lado.

- Estas tortitas están cojonudas - dice papá.

- En New York, creo que les llamaban pancakes - dice mamá.

- Una tarde lluviosa conocí a Noelia - yo, a mi bola -, y nos escribimos mil wasaps de esos que te partes el pecho. Su risa era más real que sus ganas y las mías eran de domingo por la tarde. Ella se fue a Valencia y yo me quedé en Madrid. Ahora creo recordar que tiene un perro.

- Ah, hijo, eso me recuerda que me tienes que reinstalar el Windows 7.

La mesa de la lado se llena con otra familia de españoles en chándal y yo los miro con cierto recelo. No me fío de la gente que va en chándal por la vida sin practicar deporte alguno. El camarero tampoco se fía y se acerca inmediatamente a preguntarles que en qué les puede servir. Yo, sin venir a cuento, recuerdo que un abril lluvioso le mandé a América el borrador de mi novela para que lo leyese. Imagino que era tan malo que no le produjo el más mínimo levantamiento de ceja, porque solo obtuve una copia de su libro firmado. Con un pez globo dibujado a modo de dedicatoria. Me hundo durante dos segundo, tiempo más que merecido para tamaña tragedia y cambio de tema en voz alta. Por ejemplo: la mujer de un amigo de mi madre, presa por intentar llevar droga en la maleta.

- Yo digo que ella sabía perfectamente lo que traía - suelto, mientras me como la galletita mierder que venía con el café - el hecho de que le metieran droga en la maleta, así, como quien te da publicidad de Kebab al salir del metro, no me cuadra má, ¿qué quieres que te diga?

- Ay, no, papi - responde, amorosísima - lo que pasa es que su hermano es el que tenía la courier y le preparó la maleta. ¿Cómo se va a meter en eso ella, si tiene dos hijos?

- La gente que tiene hijos también trafica con drogas, mamá. Tengo que dejarte mis DVD's de los Soprano.

- Estoy de acuerdo- suelta papá, mientras lucha con el churrasco argentino - no sé yo, ah. Esa se metió con tu amigo porque tenía chalet con piscina y una empresa. ¿Pero dónde la conoció? En una fiesta de peruanos, ahí no va buena gente. El otro día leí en el ABC que en Vallecas muere por lo menos un sudamericano al día por ajuste de cuentas.

- El ABC es caca, pero sí, hay mucha gentuza en ese barrio.

- Eso no tiene nada que ver con el bario- me corta mamá. Con dulzura eso sí - te recuerdo que venimos de un barrio humilde. Es más, tu papá hasta hace poco se vestía así como un pandillero jubilado.

- Joder, ¿por qué siempre me tienes que meter a mí?

Miro por la ventana del café y veo a unos niños chapotear en los charcos formados por la lluvia. Uno es rubito como el hijo de Vero, a la que una mañana de lluvia tímida le escribí en un folio, y sobre un mail, mis más sinceros deseos. Me pareció un buen detalle, y gané dos besos (uno por mejilla) pero volví en autobús a casa viéndola escoger su vida, a mi aventura.

Pido la cuenta, pago y, como siempre, dejo sujeto el ticket con dos monedas de cobre como propina. Arrugo la servilleta y pienso en todas la chorradas que escribiré en la mil tardes de lluvia que me quedan. ¿Alguna servirá para algo? Me pregunto en silencio, porque sé que si lo digo en voz alta mi madre dirá que sí, que ganaría el Nobel, y mi padre diría que escribir más de tres líneas seguidas, es de locos. O de vagos.