viernes, febrero 25, 2011

Mamá dame tres pesetas.


Mamá me dijo que siempre oliera a las niñas. Si el pelo les olía bien, entonces eran de familia bien, con una madre hacendosa que las cuidaba y las ayudaba a crecer hasta convertirlas en mujeres de fiar. Si el pelo les olía mal, entonces había que desconfiar de esa pobre criatura y jugar con ella, pero sin llegar a más. Mamá: la última niña que despertó a mi lado tenía el cabello rubio como el sol y le olía a marihuana. Con ella me lo pasé mejor que con muchas de las que olían a Johnson & Johnson.

Mamá me dijo que siempre pensara en los demás, que así diosito pensaría en mí y sería recompensado. Me enseñó que mis actos eran observados desde algún altar invisible y que desde allí se sabría si yo había pateado a fulanito con alevosía o si había ayudado a menganito sin esperar nada a cambio. Me prometió un edén de paz y amor en el que dormiría cuando quisiese y podría correr sin temor a nada. Mamá: disfruto más siendo malo, es más divertido, no quiero llegar a ese edén, porque seguro que no encontraría a ninguno de mis amigos. Dios no existe.

Mamá me dijo que la verdad siempre sale a la luz, que no importa cuanto te esfuerces en ocultarla, la mentira es como una gran bola de nieve que crece y te aplasta, como una piedra en el pecho, como un atracón de frejoles con seco de cordero. Te deja sin respiración y tarde o temprano el agobio es tal que terminas confesando hundiéndote en la vergüenza de saberte mentiroso e indigno. Mamá: tienes razón a medias. Puedo mentir, y sí, es como una gran bola de nieve que va creciendo, y aunque no me gusta hacerlo mola ver como los demás te creen sin pensarlo.

Mamá me enseño a vestir bien. Me hacía la ropa y zapatos a medida, en los mejores sastres y zapateros de la ciudad. Usaba el pretexto de que le costaba los mismo ajustarme la ropa (al ser yo tan pequeño) y que mi pie izquierdo tenía el empeine diez milímetros mas alto que el derecho. Hasta los diez años llevaba botines que sólo usaban los miembros del grupo Menudo, pantalones con tirantes e iba al cole con un maletín tipo James Bond. Mamá: tuya es la culpa de que ahora no me guste nada de la ropa normal, y mis camisas sean o de Hilfiger, Gant o Hollister. Thank you very much, mommy, ahora se me ha jodido un pantalón de Gap y pienso volver a la tienda de New York para comprarme uno igual.

Mamá me dice que las mujeres no son la solución, pero tampoco el problema. Que si no he tenido suerte con las tres últimas, no significa que no encontraré el amor de mi vida en alguna de las tres próximas. O seis, al paso que vas. Asegura que es mejor no buscar nada, que eso ya aparecerá solo, como mis calcetines perdidos que un día, milagrosamente, deciden volver a estar en mi vida asomando la punta por cualquier cajón. Mamá: puede que tengas razón, pero como te dije un día a la hora del vermut, yo creo que mi tren del matrimonio ya pasó. Me imagino soltero hasta el fin de mis días, me gustan muchas y no me engancha (ya, tanto como para querer casarme) ninguna.

Mamá dice que siempre hay que estar donde uno es bien recibido. Que es mejor no ir a las fiestas esas de familia, si tienes la más mínima sospecha de que alguien no te quiere allí. Por eso paso de ir a la casa de mi tío el ingeniero, porque su mujer no me traga; creo que nunca más iré a Brest o a la casa de Delphine en París, ni tampoco creo que vuelva a mi oficina cuando al fin consiga dejar este trabajo. Pero sí voy a comprar un billete a New York, para ver a mis amigos de la infancia que llevan un año convenciéndome (via facebook) de que suba a vistarlos. Mamá: haz las maletas ya, que nos vamos al JFK, que es un aeropuerto para gordos, a ver a la gente del barrio. Tú te emborrachas con tu comadre y sus hermanas, y yo, con suerte, me cepillo al fin a la hermana de Pepe, que ahora es azafata de American Airlines.

Ay omá que rico.

martes, febrero 15, 2011

Sweet Home no Alabama


Ventana al mar
La primera casa que recuerdo estaba al lado del mar y yo despertaba con el olor de la brisa y dormía con el murmullo de las olas. Allí murió mi único perro, y me caí a un pozo sin agua. La recuerdo rodeada de arena y con niños descalzos corriendo por todos lados, con papá llegando con regalos en navidad y con mamá sentada en una esquina, como encerrada. Nos largamos cuando a papá le robaron todo el dinero que traía encima un fin de mes, y mamá dijo que en ese barrio no había nada bueno para nosotros. Vendimos la casa veinte años después, quizá creyendo que algún día ese barrio asqueroso se arreglaría y tendríamos playa one more time.

Callejón de un sólo caño.
La segunda casa era de mi abuelo. Grande y dividida, como es costumbre allende los mares, para cada uno de los hijos. Allí conocí a mis primos y allí me aburrí de ellos. Allí mi hermano se curó de espanto de la pirotecnia cuando un cohete le explotó en la mano, y allí descubrí que soy malísimo escalando cuando caí desde el techo sobre el suelo del salón. Allí, mis tíos se enamoraron de la mediocridad y allí descubrí que el amor no es eterno. Nos fuimos cuando mamá no podía más con mis tías y mi hermana empezaba a crecer. Dejé atrás a mis amigos de la infancia, a mi primeras calles y a las chicas que nunca me dijeron que sí.

Esperanza ¿dónde vas?
La tercera casa estaba a diez minutos de la segunda, pero a mí me parecían días. Me aplatané allí a dejar pasar mi adolescencia y comencé con la costumbre de conquistar a las amigas de mi hermana y a alguna vecina. Hice amigos de esos que duran y fue suyo el primer techo que vi después de la mayor de mis borracheras. Me robaron, robé, me patearon, pateé, me olvidaron, olvidé, y cuando me harté de todo llené una maleta para ir a ver a mamá, como Marco, al otro lado del charco. Ahora está abandonada, y mamá también se resiste a venderla.

Moratalaz, mola más.
La cuarta casa fue el piso de mis padres en Moratalaz. Rodeado de árboles y parques para que jueguen niños, pero habitados por jubilados. Es el primer sitio donde descubrí el valor de una siesta y a donde vino a buscarme una antigua novia de Lima. Le dije que volviera por donde vino, más por pereza que por desamor. Allí recibí el primer mensaje de Sol, y desde allí salí hacia el Retiro, donde los dos buscamos sin éxito la Feria del Libro, ya que me equivoqué de fecha. Desde ese piso comencé a descubrir Europa y a escribir como un desgraciado, en un cuaderno gordo que perdí cuando mandé a mi padre a tomar por culo y abandoné la casa familiar con sólo una mochila llena de calzoncillos y camisetas.

En Oporto, no me comporto
Mi quinta casa la compartí con Sol. Después de que yo huyese de la mía y ella se hartase de sus compañeras del ático en Guzmán el Bueno. No teníamos ni cama, ni cubiertos, ni tazas en donde desayunar. La primera noche compramos unas sartenes en una tienda de árabes, que se quemaron al segundo uso. Allí comencé mi vida de casado, y me aficioné a los paseos de domingo o a las películas caseras de un viernes por la noche. Allí me esperaba ella cuando volvía de mi trabajo asqueroso escribiendo en una revista latina; con una taza de manzanilla y su impagable sonrisa. Nos fuimos cuando el dueño nos quiso subir el alquiler. Todos nos aconsejaron comprar ya, y dejar de tirar el dinero. Gilipollas yo, les hice caso.

Complutum
Mi sexta casa, la compré a pachas con my brother. Escogimos un barrio en el centro de Alcalá de Henares, pero lejos del ruido de los bares. Parques, colegios, hospitales, todo al lado para cuando llegara su hijo. Vivimos los dos solos durante unos meses, en los que compaginamos el orden de casa con el caminar en calzoncillos. Un tiempo después se nos unió Sol, que volvió de su aventura inglesa, y la mujer de mi hermano, que venía a vivir la aventura, a la que chucha. Todos chocamos en un big bang enorme y yo terminé hastiado de mi cuñada, mi hermano de Sol y Sol de mí. Buscando arreglar mi relación le dije a mi hermano que me iba, que se quedara con el piso, y que ya cuando lo vendiese me diese mi parte. Hasta hoy, mi sobrino no entiende por qué lo abandoné.

Los Mesejo, no los mensajes.
Mi séptima casa no es mía, sino de un amable head-hunter. Sol (la única mujer con quien de verdad he querido casarme, aunque a otras les haya mentido vilmente sobre ese tema) la encontró con su habitual suerte y pagamos un chollo por una casa grande, con piscina, plaza de garaje y desde la que se puede ir andando al Retiro. Allí intentamos, sin éxito arreglar lo nuestro, y allí terminé al fin de mal escribir mi novela corta. Allí echo de menos todo, a mi familia, a mis amigos, a Sol, a mí mismo, y a mi risa. Allí, también, me alegro cuando recibo visitas y me dicen que mi casa es super cool y que mola mi muñeco de Batman al lado del tocadiscos. Allí paso los findes leyendo y desde allí me proyecto a veces a pensar cómo será mi próxima casa: si tendrá piscina, si tendrá terraza, si tendrá perrito o, si simplemente, tendrá ruido rico los domingos por la tarde. Y pisos de parquet.

viernes, febrero 11, 2011

No oigo no oigo, soy de palo.


- Desde que lo he dejado con mi novio, mi padre dice que ha sido un no parar.
- ¿Tu padre? - pregunto - ¿What the Fuck?.
- Eso, ¿qué tiene que ver tu padre, tía?
- Yo cuando lo dejé con mi novio, al principio me faltaba un brazo. Después golfeé como una perra.
- Uy, yo tenía siempre dos novios a la vez. Así que ese problema no es pa' este body.

Miro a mi tupper y pienso "¿te has visto al espejo, gorda?", los macarrones que me puso mamá en mi última visita empiezan a ganar interés en mi cerebro.

- Es que salgo y salgo, y la última vez hasta me caí. ¿No veis? Iba pedo y con las manos en los bolsillos, me caí y ¡zasca!
- En toda la boca, Estefi - le digo - yo creía que te había salido una calentura.
- ¿Y qué pasó cuando llegaste a casa? Se habrán descojonado.
- Ssssss - añade la Procu - tiene que haber sido lo más verte llegar sangrando. Momento Estefi, flash.
-Yo tenía un novio que siempre me hacía sangrar.

¡Dios! ¿En qué momento acepté comer con esta gente? Laura no me habla, la procu está muy lejos, estefi está desbocada, y la gorda ésta se inventa novios guarros con una facilidad pasmosa. Si al final, esto de comer de tupper no compensa tanto como creía.

- Bah, pero prefiero salir con amigas y caerme ¿saes? Que cuando salía con mi ex, siempre me llevaba al baño y me hacía la cuchara.
- ¿Y eso cómo es? - pregunto, no sé pa' qué, si calladito estaba más guapo.
- Pues fácil - contesta Estefi - Te abraza, te mete las manos por el culo, debajo de las bragas, desliza los dedos hacia adelante y "plonch".
- Ay, eso me lo han hecho alguna vez.
- ¡Y a mí! - dice la Procu, avergonzada, rojísima.
- Pues eso me lo hacía otro novio mío, mucho, cuando bailábamos en verano en las discotecas petadas.
- A si que te petan, perra.
- Que no, zorrón. Pero es que éste sí que era muy guarro. Más que el del culo de coco.
- ¿Culo de coco?
- Chicas...esto...sigo aquí- digo, pero pasan de mi culo. Que no es de coco, como mucho de papaya.
- Sí, cómo que "culo de coco". ¿Porque lo tenía así de duro?
- Uy ojalá. No, no, por los pelos, guarra, por los pelos. No sabes lo que era lamerle las bolas a ese.

Creo que estoy a punto de desamayarme. Me pregunto si debo usar mi nuevo poder de invisibilidad para hacer el bien o el mal. Que vale, que ninguna de estas tías me interesa (con excepción de la Procu, que está tremenda), pero de ahí a que tengan una conversación de vestuario de sauna conmigo delante, hay un paso de gigante.

- Agg, Sandri. Qué asco por dios - suelta Estefi, y yo le agradezco infinitamente con la mirada. No hablo, porque sé que no me escuchan.
- Sí, tía. te has pasado.
- Ssssssss, imagina que me ponga yo a contar cuando me enrollé con el negro ese que me dejó el culo como....
- ¡ESPERA, ESPERA! - grito, y me levanto de golpe, no quiero oír más. Ellas ni lo notan, veo a la Procu abriendo las brazos en un gesto que lo dice todo y me deja muy malas expectativas.

Lavo mi tupper, lo meto en una bolsa y salgo de la cantina a buscar aire. Me imaginaba que mis amigos y yo eramos los seres más asquerosos del planeta. Uno era capaz de soltar pedos mientras se enrollaba con una; el otro no encontró sus calzoncillos una noche y llegó a la universidad con bragas sucias. Yo, para no ser menos, hace poco estaba en una disco de Madrid besando a una tía mientras me sangraba la nariz profusamente.
Pensaba en todo esto sentado en las escaleras del edificio, tratando de aspirar el nuevo aire contaminado de Madrid, viéndome la mano de vez en cuando para saber si había recuperado mi visibilidad. Supe que sí cuando una de las chonis de mi club de fans (según Julio, que se fija en esas cosas más que yo) pasó a mi lado, me miró, y se puso roja como un tomate cuando le devolví una sonrisa.

Tirito. No ha llegado el tiempo aún de estar como estoy: en camisa.

Oigo risas que reconozco y veo a mis compañeras de curro que aparecen por la puerta. Laura me ve encantada, creo que disfruta mi dolor. Estefi se ha puesto sus Ray-Ban nuevas estilo Kathie Holmes y se peina cada dos segundos. Sandra sigue hablando de otro de sus novios imaginarios. La Procus se esconde tras sus Carrera y enciende un Vogue. Yo las miro fascinado por lo guarras que pueden llegar a ser, me encanta, y disfruto de ese momento voyeur en que ellas saben que las miro pero que me cago de miedo y por eso no me acerco. Pienso: soy un maestro cucharero, y no lo sabía hasta ahora.

jueves, febrero 03, 2011

Homeofobia


Odio estar enfermo, de lo que sea. En primer lugar porque, desde niño, he demostrado una cobardía pluscuamperfecta a la hora de enfrentarme a cualquier síntoma, pero también porque vivía en un barrio popular en el que los remedios caseros eran, siempre, cada uno más extravagante que el anterior.

Tuve paperas hace churrucientos años. La cara se me puso como una pelota y mamá me encerró en casa para evitar el contagio a mis hermanos. Me aburría a morir, y mis juguetes y cuentos comenzaron a volverse repetitivos al segundo día de enfermedad. Entonces, escapé por una ventana aprovechando que mi enclenque cuerpo cabía por las rendijas. Una vecina me encontró vagando en pijama y me devolvió a casa sano, salvo y cachetón. Oí cómo le explicaba a mamá la preparación de un remedio casero hecho a base de pimienta de cayena reducida a polvo, mojada con chorritos de vinagre y aplicada en plan empaste sobre la zona inflamada. "En un día se cura vecina" le dijo, convencidísima. Mamá le agradeció mi rescate, pero apenas cerró la puerta escuché como susurraba "qué cayena ni qué ocho cuartos, las pastillas que nos dio el pediatra y punto". Impaciente como era yo, aproveché otro de los miles de descuidos de mi veinteañera madre para buscar los ingredientes de la poción mágica en la cocina. Cambié la cayena por rocoto y el vinagre lo confundí con vino, preparé el menjunje y me pinté la cara como si me fuese a enfrentar a un piel roja.
Mamá tardó dos horas en lograr que dejase de llorar y dormí dos noches con una toalla húmeda en la cara para aliviar el ardor. Conciliaba el sueño prometiendo venganza eterna a la vecina.

Años después, cuando ya no cabía por las rendijas de la ventana. Mis amigos y yo robamos dos bandejas de huevos del camión de reparto. Los huevos, casi siempre, venían de unas granjas vecinas, en las que, además de gallinas, patos, conejos y cabras, también vivía alguno que otro primo lejano de papá. Nos escondimos en casa de los mellizos y, allí, improvisamos una tortilla inmensa que sirviera tanto para calmar nuestra hambre como para borrar toda clase de pruebas. Comimos como desgraciados y bebimos toda la cocacola que había. Cuando volví a casa vomité tres veces por el camino (la última en los pies del cura, que nunca perdonó tamaña ofensa a sus sandalias franciscanas) y llegué a mi cama sudando frío. Mamá creía que eran mis últimos minutos de vida, porque, entre mis delirios, le dije que me habían envenenado y mis temblores y espasmos ayudaban en mucho a sostener mi delirio de espía secreto descubierto y atacado en plena misión. Mamá fue a buscar un taxi, y me dejó al cuidado de una vecina. Cuando volvió (esto me lo cuenta ella, yo ya me había desmayado), encontró a la mujer, orinando sobre unas toallas y dispuesta a ponérmelas sobre la panza.

- ¿Qué haces, loca de mierda? - gritó mamá.
- Esto es bueno, vecina - argumentó - el calor de la orina hará que los cólicos paren. Ya vas a ver.

Obviamente, mamá echó a patadas a la loca esa y me llevó el brazos a que me aplicaran un enema. De camino, tiró las toallas a la basura. Estuve a dieta blanca durante una semana y me aficioné al pollo de por vida. Se me caducan los huevos con facilidad.

Antes de cumplir los dieciocho, quise estudiar algo en la universidad, lo que sea, pero que sirviese para estar al menos cinco años más en el cascarón de papá y mamá. Escogí una ingeniería, estudié durante meses y me inscribí en un examen algo caro de ingreso a la universidad. Durante días escuché que eramos 15000 alumnos para 500 plazas, que el sistema educativo anterior al gobierno actual había sido demasiado blando y que ahora los examenes de acceso serían más duros, que había gente que sufría ataques de ansiedad, y mogollón de chorradas como esas. Una de las mujeres de mi abuelo, al verme en ese estado tenso, me recomendó que la noche anterior bebiera dos tazas de tila, bien cargadas, y que así dormiría super relaz. (lo dijo así, "relaz", y en ese momento debí sospechar). Como en casa no teníamos de eso, asumí que cualquier infusión serviría y herví un litro de agua con dos puñados gordos de hojas de hierbaluisa. Cogí "Cien Años de Soledad" y, con mi jarrita de infusión al lado, me preparé a dormir. Cosa que conseguí en pocos minutos. Al día siguiente, en pleno examen, sentía una necesidad extrema de liberar flatulencias acumuladas y todo yo era un retortijón. Recordé al tío del pueblo que siempre pedorreaba cuando se quedaba dormido en nuestro salón y reprimí al máximo mis ansias de liberación. Creo que fue el examen más rápido de mi vida, ni siquiera me detuve a pensar las respuestas y tuve mucha suerte en conseguir una de las notas más altas. Lo primero que hice al salir (escopetado) del aula, fue dejar que mi aparato digestivo lograse lo que buscaba desde que desperté esa mañana y minutos después corrí a la biblioteca de la facultad sólo para comprobar las propiedades mágicas y digestivas de la hierbaluisa, que, además de relajante, también había sido usada desde tiempos de la Colonia como un poderoso laxante.

Hoy, he visto como un grupo de personas protestaban frente al Instituto Homeopático de Madrid. La protesta ha sido original y divertida, sin ruidos. Se han juntado allí a "suicidarse" zampándose 20 comprimidos homeopáticos cada uno, como los que usaba Sol cuando ella y yo nos conocimos, y que (sí, Sol, lo confieso ahora) un día, aburrido y cabreado con ella, cambié sus homéopathie granules por caramelitos Pez. América y sus amigos, tras ingerir dosis alarmantes de somníferos homeopáticos, sólo han conseguido el mismo efecto que tengo yo tras ver mi nómina: descojonarse. Al ver el vídeo que está en Ustream imagino qué habría pasado si yo no hubiera tenido unos vecinos o familiares tan frikis con eso de los remedios caseros. Quizás, equivocado, habría seguido creyendo en ellos y ahora trabajaría con subvenciones del gobierno en el Instituto Homeopático. Habría visto desde la ventana a los protestantes ingerir las pastillitas entre risas y, escondido detrás de la cortina, desde mi ignorancia, los habría maldecido.
¡Mierda!, pero ahora que lo pienso, al menos habría tenido oportunidad de hablar con América. De sólo pensarlo, me han entrado ganas de beber un litro de hierbaluisa para relajarme.