jueves, noviembre 27, 2008

Anita, la ranita


Tiene pocos meses de nacida y creo que es la mujer más joven que me ha rechazado.

Raphael y Delphine llegaron a Madrid a mediados de la semana pasada. Me encontraron desempleado, confundido, en calzoncillos y leyendo el libro de Roberto Saviano. Mi vida había dado varios vuelcos sustanciales en los últimos días: me habían echado del trabajo, había recuperado mi visión periférica (trabajaba mirando a la pared), comprendí lo sufrido que era estar en paro, perdí la noción de en que día de la semana estaba, y Verónica me había mandado un mensaje llamándome cabronazo por decir que tenía una foto suya. Le pedí disculpas, y le confesé, una vez más, mis ardores sabrosones pero ella, como ya es costumbre, ignoró mis proposiciones y me condenó a vivir pendiente de sus silencios.

Mis amigos franceses traían en brazos a su pequeña, a la que, en un arranque de creatividad rebauticé como Anita la Ranita después de ver sus fotos en Facebook, y quedar asombrado por lo enorme de sus vivaces ojos azules. Con los que me deslumbró en nuestro primer encuentro. No gracias, dije, cuando me la ofrecieron. Me da terror tener un niño en brazos, y por eso días antes había declinado también a sostener a Piero, el hijo de mi querido amigo Dario. No es grave, me dijo Delphine en su encantador español, le gusta estar parada todo el tiempo. Y Sol, aún viendo el terror en mis ojos me acercó a Anita y no me quedó más remedio que estirar los brazos y lo que nos pase pasará, lo que venga ya vendrá. La sujetaba de las pequeñas axilas y ella me clavaba sus ojazos azules, y, sonriente, parecía decirme ¿ya ves huevón? yo me paro sobre tus rodillas y tú quedas como campeón. Un segundo después vomitó algo blanco sobre mi pijama.

Después de una ducha de purificación caminamos en dirección al parque de El Retiro, que resulta que estaba bastante más cerca de mi casa de lo que yo creía. Subiendo por Menéndez Pelayo me imaginé a Bayly volando cual mariposa con flequillo hasta aterrizar sobre el asfalto, y no pude reprimir una malévola sonrisa. Anita, que me veía desde dentro de su carrito, fue cómplice de mi disfrute y momentáneamente se unió a mi celebración particular con una de esas sonrisas de bebé que hacen que todos los adultos saquen sus cámaras digitales para inmortalizar el momento. Sol y mis amigos, que caminaban a dos metros de nosotros, hablaban en francés de la reforma del sistema educativo en La France. Qué conversación más aburrida ¿no, Anita? le susurré, acercándome, y ella me respondió con un gugugú y un escupitajo que se escurrió por su mejilla derecha. Asumí que esos gestos significaban, estoy contigo mi hermano, estoy contigo.

Dentro del parque, Raphael retomó las riendas del carrito y yo volví al lado de Sol que parecía necesitar mi presencia. Le pregunté si le hacía ilusión tener un hijo, me respondió No sé ¿y a ti? No quise engañarla y le respondí que quizá sí, pero no con alguien que responde a preguntas tan importantes con un "No sé". No nos hablamos a lo largo de todo la avenida del Ángel Caído, ella se dedicó a interactuar con sus amigos y yo jugaba con las hojas secas del otoño. Un juego que inventé siendo un niño y que consiste en levantar con el pie una hoja, hacerla volar, y antes de que caiga al suelo, recibirla con el otro pie. Era más fácil hacerlo con diez años, con treinta y dos es más jodido y la gente que pasa se ríe un poco del gilipollas que juega con las hojas. Anita me veía desde su carrito y parecía querer aplaudir con sus manos gorditas y rosadas. Le guiñé un ojo, agradeciendo su aceptación.

Cuando la tarde acababa volvimos a casa y, ya amigos, Anita y yo nos sentamos en el sofá del salón. Le hablé de mis amigos lejanos, de chicas, del Ford Mustang, de George Harrison y del concierto de Oasis para el que tengo entradas. Ella jugaba con una cosa que parecía una representación plástica de un átomo y que dentro tenía bolas de colores que hacían las veces de cascabel cada vez que ella las movía. Imaginé que días antes mi trabajo era para mi como ese cascabel que yo movía cada vez que estaba aburrido, igual de inútil, igual de consolador cada fin de mes.

Mamá llamó y me contó que mi hermano estaba celebrando en casa su aniversario de boda, al que obviamente, no estaba invitado. Es que tienes visita pues hijito, me dijo mamá, disculpándolo, y yo le dije que no creía que fuera por eso, y que ahora que lo pensaba, él era el único que no me había llamado para darme el pésame por lo del despido y para interesarse por mi estado de ánimo. Ella disimuló como pudo y me habló de la cena de navidad, que ya está encima y preguntó si estaría en Madrid para cenar juntos. La toreé como pude y, minutos después de colgar, me llamó mi hermano para ver cómo estaba y cómo llevaba lo del despido, bien bien gracias, hablamos luego, que tengo visita.

Anita la Ranita se fue el martes a primera hora. Habíamos planeado comer juntos, pero Raphael confundió la hora de su vuelo a París y cuando se dio cuenta del error tuvieron que salir corriendo con el jersey puesto al revés y arrastrando la maleta a toda velocidad por la avenida Ciudad de Barcelona. Sol y yo despedimos a nuestros amigos, y vimos que Anita se había quedado dormida en el carrito y, para no despertarla, no le dimos el besito de la despedida. Creo que cuando la volvamos a ver será 2009, ya tendrá dientes y dirá algunas palabras en francés, pocas, como yo. Volverá a verme con sus ojazos azules y otra vez le susurraré Qué conversación más aburrida ¿no, Anita?, cuando sus padres y Sol hablen, me imagino, de la crisis del petróleo.

jueves, noviembre 20, 2008

P.Y.T.



La conocí cuando, como dice mamá, todavía no sabía ni limpiarme la nariz, y, se podría decir sin ningún miramiento, que simple y llanamente, me folló.

Yo solía jugar con mis amigos en cualquier parque, acera, calle, basural o pampa que hubiera disponible en el barrio. Ellos llegaban con la pelota, y nos poníamos a dar patadas hasta que a alguna remendada zapatilla se le saltaban los puntos de sutura o la noche temprana limeña (a eso de las 6 de la tarde al sol ya le entraba el sueño) nos mandaba a todos a casa. Calculo, mal como siempre, que yo tendría 14 años y ella 23. Era amiga de mis tíos malotes y, como todas sus amigas, estaba buenísima, y su reputación, como diría Arjona, eran las seis primeras letras de esa palabra. En esos días, en que Optimus Prime dominaba el mundo, y Vicky la Robot era la mujer de mis sueños, mis fuerzas se iban en perseguir sin éxito a Magaly, mi amiga rubia que años después engordó como una foca. Mis amigos me dijeron ya no riegues esa flor y por eso, cuando me convencieron a punta de escupitajos y chicles pegados en el pelo, decidí dejar a la gringuita para mejor ocasión y me fui, con ellos, a una de esas fiestas que mamá me había prohibido con ahínco, puros palomillas, decía, ¿qué vas a sacar yendo a esos antros?.

No necesitaba más argumentos, además, yo sabía que a esas fiestas de luces no iba, precisamente, la crema y nata del barrio. Aún así, y sin que sirviera de precedente, seguí a mis amigos a la fiesta haciéndoles prometer que nunca más me arrojarían al río Rímac y que además me devolverían la pelota que con tanto trabajo había robado a Gino. Sí, si huevón, me dijeron, pero espéranos a las nueve en la puerta del Santa Ángela. El Santa Ángela Merici era un colegio parroquial que inculcaba a sus alumnos el valor de la cristiana, lo bonito que era el mundo visto desde los cristales tornasolados de la iglesia, y que, los fines de semana y fiestas de guardar, alquilaba sus canchas de basket para hacer fiestas y vender alcohol a menores de edad. A las nueve, a las nueve, dije y corrí a casa a planchar mi ropa fiestera.

Hice de todo hasta que el reloj de la iglesia marcó la hora indicada: di mil vueltas al parque, y me encontré cinco soles; fui hasta la casa de Magaly y vi desde abajo su ventana, imaginando que de la nada saldrían unos mariachis y cantaría eso de mujer abre tu ventana para que escuches mi voz; volé hasta la cebichería del barrio y pregunté por Pepe, el bajó, hablamos, y tuve una coartada; caminé lentamente hasta el Santa Ángela y comprobé que mis amigos no habían acudido a la cita. Así me encontró ella, vestido y alborotado.

Dijo mi nombre, estás muy guapo, y yo sonreí, temblando de frío y seguro de que mi colonia se había esfumado ya. Me cogió de la mano y yo, hipnotizado por mi primera sirena, me dejé llevar. Subimos por Morales Duárez, por los jardines que años más tarde un alcalde gay tiraría para ampliar la carretera, y en uno de esos jardines, nos escondimos. O mejor dicho, ella me escondió, como las arañas esconden a las moscas que van a desangrar. Desde mi ubicación podía ver claramente la casa de enfrente, y mientras Ella-Laraña iba destejiendo mis ropas vi a un hombre fumar plácidamente en el segundo piso, quizá pensando en el duro día que había tenido en su trabajo. En la ventana de al lado, una abuela sacudía unas mantas, alumbrada por una débil luz, y en la de más arriba una grácil jovencita, a la que encontré bastante atractiva, se peinaba como diciendo espejito, espejito.

Ella-Laraña saltó sobre mí y encajé a la perfección. Asombrado estaba de que las cosas fueran tan fáciles. No sé por qué, me vino a la mente el cuento de la liebre y la tortuga, y, minutos después, cuando ella seguía moviéndose y blanqueando los ojos, me vino también el de la cigarra y la hormiga. Pero no recordé las moralejas. Gritó como una loba herida, y apoyó sus dos manos (que hasta entonces movía como un ahogado que quiere llamar la atención de los que están en la playa) sobre mis inexistentes hombros. Pesas, le dije, y ella me besó en la boca justo antes de separarse de mí. Este secreto que tienes conmigo nadie lo sabrá, chibolo, me dijo, y sacó de su bolso un cigarro que sirvió para explicar el sabor a ruda de sus labios. Me acomodé la ropa y dejé a Ella-Laraña patas arriba, en su madriguera, casi dormida. Volví al Santa Ángela y encontré a mis amigos en la puerta. Le hemos visto una teta a la hermana de éste, dijo uno, con tanta emoción que se le cortaba la respiración, y tú, ¿por qué has llegado tarde?
Los vi entonces como los niños que eran, y respondí con la verdad: es que estaba cachando. Me miraron con los ojos como platos y, segundos después, estallaron en contagiosas risas. Y así entramos a la fiesta de luces, riendo y seguros de poder tocarle el culo a alguna, que para eso son las fiestas ¿no?

A Juliette.

martes, noviembre 18, 2008

Hoy corren malos tiempos, ya lo sabes buen amigo


Fue un viernes cualquiera, tal y como lo esperaba. Al menos tuve tiempo a recoger mis cosas y despedirme de los que quedaban en la empresa, no como Jonathan que llegó un lunes en taxi porque se le había jodido el coche y se encontró con la carta de despido encima de la mesa. Lo mío fue bastante mejor, casi un alivio, podría decirse.

- La empresa ha decidido eliminar tu puesto de trabajo. Lo sentimos, es la crisis, las ventas han bajado, blablablabla.
- Ya lo sabía. Sólo me preguntaba cuando pasaría.
-¿Y cómo lo sabías? - jodida, le hubiera encantado ver mi cara de desolación- nadie lo sabía.
- A ver, cualquiera con dos dedos de frente nota que esto se va a pique, que las ventas bajen un 40% no es normal. Además vi al japo que vino a dar collejas a Ángel la semana pasada.

Es raro comprobar cuanta gente te aprecia, y más aún en estas circunstancias. Rafa no sabe qué decir, me mira con los ojos anegados, estás bromeando, ¿verdad?, pero le enseño los dos cheques del finiquito y se llena de rabia, desolación, confusión. Mi otro compañero también, hemos tenido altibajos pero pasábamos más tiempo juntos que con nuestras familias, aunque no lo quieras la costumbre es muy fuerte y no ver mi cara sudamericana cada mañana seguramente que dejará un vacío en su maño point of view. Rocío se acerca también, dame tu móvil, pide, y yo, atento a mi público femenino, la complazco.

- Hombre, nosotros parecemos más afectados que tú.
-Lo sé, Mercedes, pero en estos momentos no siento pena, ni nada que se le parezca. Es una putada, pero al menos me voy con varios miles de euros.
- Ah si, eso. Si quieres puedes hacer revisar el finiquito por un abogado...
- No, thanks. Por dinero nunca he discutido, terminemos esto rápido porfa, he quedado para comer a las tres.

Roldán me dice que a Adán también lo han echado, pero que con él no se han reunido como lo han hecho conmigo. Le han dejado el cheque en la mesa y si te he visto no me acuerdo. Mi jefe me paga un café y se lo acepto aunque odio el café de la máquina porque sabe horrible. Si Dario, mi amigo italiano, bebiera esto, seguro que sufriría una parada cardiorespiratoria. Llega Julio también (y pienso que le importo más que Adán, y me da un poquito de alegría), te llamo para ir al Bernabeu, me dice, te tomo la palabra maricón, respondo, y todos se horrorizan porque acabo de llamar maricón a la segunda persona más importante en la empresa.

- En este momento donde más valor tienes es en la competencia - dice mi jefe.
- No le des ideas, joder.
- No cerraré ninguna puerta, eso es obvio.
- Voy a por los cheques - dice la jefa de recurso humanos, que ha tenido una hija, y a la que le ha quedado un culazo de negra después del parto.
- Ya que bajas - digo, cogiéndola del brazo - súbete también unos boquerones y una caña.
- Para mí un cortado - dice mi jefe - que acabo de comer.
- Hombre, un vermú me vendría genial - la remata Mercedes.

Vacío mis cajones y con cada cosa que meto en mi bolsa siento, aunque no lo crean, como si me quitara un gran peso de encima. Es verdad que quedarse sin trabajo es una putada, pero yo estaba desesperado por salir de esta empresa en la que cada día comprobaba que no tenía futuro alguno, y que hacía que cada mañana me costara más levantarme para ir a trabajar. La única ilusión que tenía era poder escribir en los miles de ratos libres que tenía, y eso hacía que no sintiera que, ese día, había perdido tiempo valioso de vida.

Bajo al parking (me he colado) después de despedirme de los que quedaban y cuando voy a entrar a mi coche veo a mi compañero que baja sudoroso las escaleras. Te has dejado esto, me dice, y me da los regalos que Luismi y él me daban de vez en cuando: dos llaveros del Real Madrid, un perro RFID y un muñeco vudú con el traje típico de Aragón. Gracias, brother, buena suerte. Arranco y me voy escuchando Free Falling. Me siento Jerry Maguire.

Ya en casa, y después de contarle a Sol la noticia decido hacer una última broma a mis compañeros. Abro mi correo y escribo: por favor, no le enseñes este mail a nadie, sé que puedo confiar en . He olvidado algo importantísimo en el tercer cajón de mi escritorio, es una foto de Verónica. Está desnuda. Por favor, escóndela y no se la enseñes a nadie, ya te llamaré y quedaremos para que me la des. Mil gracias.

Cierro el correo y me río a carcajadas. Los gilipollas deben estar buscando la foto hasta el día de hoy. J' suis le diable et m'habille en Prada.Cursiva

martes, noviembre 11, 2008

A Huacho me fui


Tengo zapatos negros y calcetines blancos, me peino como Chayanne en el vídeo de “Completamente enamorados” porque una flaca me dijo que me parecía, y yo, huevón al cubo, le creí. Escucho doble nueve porque toda la gente de Miraflores escucha doble nueve. Yo no vivo en Miraflores pero paro por ahí, camino por sus calles. A veces, cuando me siento derrochador, me tomo una cocacolita en alguna cafetería de Shell, ¿quiere alfajores con su gaseosa joven?; no señora la cocacola nomás. Me he comprado unas Nike viejas en la cachina, de esas con un bolita en la lengua que sirve para llenar de aire las suelas y poder saltar mejor cuando juegas al basket. Pero no juego al basket. Tengo medias Nike también, compradas en el mercado central, o sea, más falsas que cachetada de payaso. Un tío me trajo un levi’s de segundamano que compró en Miami, y no me lo quito ni para dormir, y encima, una camiseta negra de Queen, porque, si no le he dicho antes, soy fan a muerte de Queen, el namber güan.
Un patita del barrio dice que sabe más de Queen que yo. Habla inglés y por eso le gusta humillarme preguntando ¿cuál es tu canción favorita? ¿Bohemian Rapsody?¿y esa en qué disco está? Yo casi nunca le respondo, es un huevón, se cree lo máximo porque habla inglés y va a la universidad. Todos los idiotas que conozco van o han ido a la universidad. Sus viejos viven en Roma y le mandan Cd’s que él escucha a todo volumen en su aiwa nuevecito, haciendo retumbar las lunas de todo el barrio. Ojalá revientes, huevón.

Me he comprado una gorrita de los Bulls, pero no sé si juegan al baseball o qué. Se la vi a uno por la tele y dije yo también tengo que tener una, y se la compré a un ambulante del Callao. Aproveché para comprarme otro polito de Queen, y un casette pirata con los best of, que me han dicho que significa lo mejor, así que deben estar todas las canciones que me gustan, que son esa de los campeones y A Huacho me fui, que no se llama así, pero es así como yo la pronuncio. Mis amigos se matan de risa cuando canto esa canción, y algunos me llaman Mercury de Huacho, que es mejor que Chayanne de Bocanegra. Ese apodo me lo puso el huevón ese que sabe inglés y por eso se cree la mamá de los pollitos. Sal de acá, oye.

Me gusta su hermana, se viste bien, la mejor forma de acercarme a ella es a través de él. Le regalaré un CD de Queen. No, mejor se lo pido a un amigo y se lo enseño nomás, no me alcanza la plata para más.
He acertado, lo ve y pregunta, tú has escuchado esto, y yo que creía que eras loco Greatest Hits. Sonrío para caerle bien, pero a los cinco minutos se aburre y se va. Su hermana se demora un poco más y se aburre de mi a la semana. Mi amigo me pidió el CD que me prestó, algo de la ópera o no sé qué. Yo sigo sentado en la puerta de mi casa, dejándome crecer un bigotito a lo Freddie. Escucho doble nueve a todo volumen para que la gente crea que sólo escucho doble nueve y cuando veo pasar al idiota junto a su hermana los saludo, y pienso que algún día también yo sabré inglés y nadie podrá burlarse de que sólo sé dos canciones de Queen. Porque si no lo he dicho antes, soy fan de Queen, el namber güan.

lunes, noviembre 10, 2008

El Hijo de Chaparrón Bonaparte


Sus tías eran las más peligrosas del barrio, y hasta los malotes les tenían miedo porque a su paso dejaban corazones rotos como si fueran hojas secas. Ellas solían llevarlo al colegio, y nosotros, niños de su edad, lo veíamos llegar siempre escoltado de ese par de gemelas rubias a las que hasta el viento parecía respetar dejando sus diminutas faldas quietas y libres de cualquier movimiento traicionero. Chaparrín se despedía entonces de sus tías, se acomodaba las gafas y entraba en el colegio feliz, seguro de haber escrito las poesías, y hecho los dibujos y cálculos que sus profesores le habían asignado el día anterior. Aún así, mientras se paraba en la formación (derechito, faltaba más), revisaba por si hubiera olvidado algo en casa en su mesita de estudio, al lado de su bote de crayolas y las plastilinas con las que no tan secretamente jugaba en uno que otro recreo.

Lo odiábamos. Su cabello castaño oscuro estaba siempre bien peinado y olía a frutas, a años luz de nuestras cabezas de choza despeinadas, apestosas e invadidas por algunos piojos traicioneros, que, en calidad de okupas, llegaron al colegio en la pelambre de Maribel y como buenos troyanos se esparcieron por donde se les dejó. Pero Chaparrín no tenía ni uno solo. Le pregunté (rascándome) alguna vez su secreto y me dijo que su mami le lavaba el pelo todos los días, primero con pulitón, después con jabón marsella y al final con shampoo Ammen y acondicionador Bonabell. Lo del acondicionador lo tomé como una exageración suya ante mi estúpida pregunta, hasta el día en que cuando volvíamos a casa vi a su madre haciéndole hola desde una esquina y levantando la botella de Bonabell como si hubiera ganado un Oscar a la mejor lavapelos.

Chaparrín tenía un nombre bastante común: Pablo; lo distinto en él eran sus apellidos italianos: Moratti Grosso, demasiado finos para mi chusco barrio. Por eso, cuando mis tíos supieron que mi amigo, la mierdita de niño esa con gafas, el enclenque mocoso que iba a todos lados con un libro, el que se agachaba cuando pasaba un avión, ése, era sobrino de las gemelas Grosso, nos invitaron a los dos (en un principio fue a él solo, pero no me traicionó y pidió que fuera yo también) a un clásico Alianza Lima - Universitario.
La señora Grosso (sólo la llamaba “mamá de Chaparrín” cuando no me oía) vino a casa a conocerme, antes de dejar que su primogénito y yo fuéramos a ese antro de malandrines que era Matute, y acompañado encima de dos muchachos que, no nos engañemos, vecina, no son de lo mejorcito del barrio. Mamá no defendió a mis tíos, dijo a la señora Grosso que eran unas balas perdidas, sí, pero que se dejarían despellejar antes de que me pasara algo malo, y por la misma razón, vecina, su hijo estará seguro. Chaparrín y yo hacíamos como que jugábamos con un He-Man que le había robado a Pepe y sonreíamos felices, sabedores ya de que con ese tecito compartido en la mesa de mi casa, nuestras viejas habían aceptado que fuéramos al partido.

El día del clásico, busqué infructuosamente una camiseta de Alianza para ponerme. Mis tíos tenían las suyas, pero no las usaban desde que Marquinho las firmó una tarde que se lo encontraron en una cebichería de La Punta. Cuando salimos de casa Chaparrín estaba ya esperándonos, vestido de arriba abajo con el uniforme de Universitario, y a su lado, Chaparrón Bonaparte, su viejo, nos miraba con más pena que gloria. Mucho cuidado hijo, suspiró como toda despedida, y se esfumó caminando como intentando recordar algo importantísimo, hasta doblar la esquina. Subimos al micro que nos llevaría hasta Matute y de camino Chaparrín aprovechó para practicar un poco de suma de fracciones en un par de hojas sueltas que, una vez llenas hasta el último rincón, dobló cuidadosamente y las metió a su bolsillo para al bajar tirarlas en la que seguramente sería la única papelera de todo el distrito de La Victoria.

Disfrutamos como locos, Alianza ganó y Chaparrín pasó desapercibido en la tribuna Sur gracias a que mis tíos lo envolvieron con una enorme bufanda. Verlo era como ver una momia aliancista con gafas, asustada por haber resucitado en medio de un partido tan importante. Mis tíos hicieron todo el camino de vuelta cantando, Chaparrín y yo hablábamos, creo, de la última película de Superman, y por ambos lados nos flanqueaban más barristas de Alianza que dejaban sentir a los demás transeúntes su alegría pateando sus coches y tocándole el culo a sus mujeres. Hasta que, de un rincón magico, salió un patrullero y nos dispersó con dos disparos al aire. Chaparrín y yo corrimos hacia el sur, quizá porque nuestro hipotálamo estaba ya sugestionado tras noventa minutos saltando en ese punto cardinal, y los cabrones de mis tíos salieron disparados en dirección contraria. Vimos callejones, borrachos, callejeros, basura, cantinas, más basura, perros, semáforos malogrados, un par de putas, el Estadio Nacional y descubrimos que no estaba tan lejos del de Matute, ambulantes, un taller de bicicletas y otro de lunas, tiendas de ropa, chifas al paso, pollerías, cebicherías, anticucherías y una comisaría. Allí se metió Chaparrín, con toda la calma del mundo y me dijo sígueme.

Dos horas después estábamos en casa y cómo deja a sus hijos al cuidado de esos vagos, señora, suerte que aquí el chibolo se sabía la dirección completa señora, con código postal y todo oiga usté, y dice que esta bufanda es de uno de los no hallados, señora, y en cuanto vuelvan esos pendejos me los manda a la comisaría más cercana para aunque sea asustarlos, buenas noches señora, y esteee, esas señoritas que me abrieron la puerta son sus hijas, señora, con todo respeto, claro está.
Mis tíos aparecieron al día siguiente. Tuvieron que caminar hasta el paradero de combis y esperar al chofer que los conocía. Cuando supieron que estaba seguro en casa les volvió el alma al cuerpo, pero las gemelas Grosso no les perdonaron el incidente Chaparrín y los castigaron para siempre con el látigo de su desprecio. Como a todos los demás.

jueves, noviembre 06, 2008

Encuentros lejanos del tercer tipo


- Un día estuve a punto de morderte el culo.
- Será verdad.
- Of course flaca, es verdad. Fue el día que te ayudé a mover unas cosas, yo estaba agachado y tú acomodando bultos.
- Y te puse el culo en la boca ¿o qué?
- Más bien “o qué”. Fue pura casualidad. Una botella rodó hasta tus botas y cuando la recogía te tuve a tiro. Fueron segundos de ansiedad, ¿muerdo o no muerdo?
- Me parto, chaval.
- Ya, y yo ¿le hinco el diente o no le hinco el diente? Pero al final me cagué y miré a otro lado.

La habitación es gris perla, hay dos ventanas cubiertas con cortinas de tul, como las que se ponen en las cunas. Nadie puede ver desde fuera pero desde dentro la vista es perfecta: hay árboles, coches que pasan a velocidad luz y, lejos, cuatro edificios altísimos que cortan el horizonte. En las mesas de noche hay chocolates y vino, lamparitas que sudan luz ámbar y un teléfono por si el señor necesita algo. Sobre la cama, un cuadro de Degas, con cuatro bailarinas de vestido blanco trazando una coreografía más perfecta que la que minutos antes se desarrollaba debajo de ellas.

- Creí que esto nunca se iba a dar.
- ¿Por?
- No sé, siempre guardaste tu distancia.
- Pero si eras tú el que decía que estaba enamorado hasta los huesos.
- Y lo estoy, pero eso no tiene nada que ver. Creía que yo no te gustaba, te lo pregunté mil veces y nunca dijiste que sí.
- Es que no quería problemas – pasa un dedo por su cara, y se le estremece el meñique izquierdo del pie derecho – soy una cagona.
- Eras, preciosa -le besa el cuello -, eras.

Han llegado en el coche de ella. Lo dejaron en el discreto parking del hotel a salvo de algún inoportuno vecino que pudiera reconocerlo. No había tampoco nadie en recepción, una máquina les dio un ticket y una llave al entrar y pagarán con tarjeta al salir. Nadie los vio, no hay testigos. Sólo ellos dos que ahora, felices, retozan bajo ese techo alquilado, sintiéndose vivos, deseados, guapos, sexys, y con la adrenalina fluyendo y algún otro cosquilleo en el pecho que no saben explicar. Quisieran arrepentirse pero saben que el único reproche que se hacen es no haber estado juntos antes, cuando el cuerpo y el cerebro lo pedían, pero las dudas y la caduca moral inculcada jodían la situaçao.

- ¿Por qué me miras así?
- Pienso en tu novia.
- Yo no pienso en tu marido, pienso en ti – responde incómodo y se separa un poco instintivamente.
- ¿No sientes nada de culpabilidad?
- No.
- ¿Cómo lo haces?
- Es un sueño, no hay nada de que arrepentirse.
- No es un sueño, tócame anda, tócame aquí, no soy un sueño.
- Sí lo eres. Aunque te toque y toque algo, seguramente estaré tocando una almohada ahora, y hace un rato habré tenido sexo con mi colchón.
- Que no, joder. No puedes estar tan seguro.

Sí lo está. Aprendió a reconocer los sueños cuando era niño, y mojaba la cama. Mamá le dijo que en los sueños la gente parece real pero no lo es. Que él en sueños era inmortal y así como podía volar y atravesar paredes, podía también decidir cuando dejaba de soñar y levantarse a mear al baño. No podré mami, dijo, pero ella le acarició la cabeza y le dijo duerme a mi lado y estaré en tu sueño, si ves que no puedes escapar yo te ayudo. No fue necesario, esa noche él sintió que el sueño se volvía raro y despertó a voluntad. Las primeras gotas de orina habían asomado, pero no lo suficiente para declarar la catástrofe de cada mañana. Orgulloso, se quedó en vela las horas restantes, hasta el amanecer.

- No importa, flaca, disfrutemos. Te voy a demostrar que esto es un sueño.
- ¿Cómo?
- Siéntate aquí – le dice, y la acomoda sobre él, acoplando cóncavo y convexo – ahora, tendrás un orgasmo entre nubes.

Y la habitación desaparece y vuelan como Alladin sobre una nube blanca hasta llegar a ver la ciudad como una inmensa y horrible maqueta reseca con cientos de coches diminutos que cruzan serpenteantes carreteras marcadas por cartelitos azules. Ven un aeropuerto y polígonos industriales. Ahí está nuestro hotel, dice ella, casi en éxtasis, sin dejar de cabalgar y él, sonriendo, le quita los cabellos negros de la cara y le dice ¿ves como era un sueño?, disfruta, flaca, disfruta. Bajan encadenados a su cama y las bailarinas dejan su coreografía para recibirlos entre aplausos.

- Descansa – le dice, y la acuesta como se acuesta a una amazona herida.
- Estoy muerta, pero feliz – le responde, con una sonrisa hermosa y los ojos cerrados.
- Me voy, flaca, es hora de despertar.
- ¿Ya?¿Tan pronto? A veces sueño que no amanece, que nos perdemos.
- Eso es de Alejandro Sanz – le susurra, y mientras le lame el vientre remata:- hasta tus palabras son mías.
- Vale, vale, es un sueño. Pero antes que te vayas, hazme un favor, que no se cuando volverás a soñar conmigo.
- Dime
- Muérdeme el culo

Él sonríe de lado y tras cumplir con la petición de su onírica compañera se despide prometiendo decirle, en cuanto despierte, que ha soñado con ella, a su álter ego real.

- ¿Me darás detalles? O sea, no a mí, a mi yo real.
- No creo, tu yo real no es tan permisiva.
- ¿Entonces?
- Le diré que he soñado contigo, o sea con ella, y cuando pregunte qué soñé, le diré que es un sueño no apto para un niño de cinco años.
- ¿Y ella entenderá el mensaje?
- Claro, es muy lista, estoy seguro que lo entenderá.

lunes, noviembre 03, 2008

Patrón patrón, sirva usted más caña


Sol, mi hermana y yo compartíamos el espejo y el maquillaje como tres amigas íntimas que iban a su primera fiesta de halloween. Me quité todos los complejos homófobos que papá me había inculcado desde niño y disfruté al máximo ese momento de complicidad bañado en maquillaje blanco y negro. Mi hermana se delineó los ojos como una egipcia y Sol se dibujó una telaraña en la mejilla izquierda a modo de tatuaje-cicatriz. Yo estaba súper preocupado en definir de la mejor manera posible los contornos de mis ojos y lo que parecían ser sombras alrededor de los párpados. Cuando al fin, con ayuda de mi hermana, lo conseguí, me embadurné el resto de mi cara con maquillaje blanco. El doble de Gene Simmons estaba casi listo, aunque la peluca negra y sus cabellos demasiado alisados, me hacían ver como el miembro samurai descartado de Kiss, el número cinco. El resto de mi disfraz estaba hecho con trozos de lo que en vida fue el parasol de mi coche, cortado con suma habilidad y transformado en pecheras, calzoncillos, guantes y botas plateadas de plataforma. Era como el drag queen que papá siempre soñó (en pesadillas) que sería y que vio alejarse aliviado cuando supo que me había levantado a mis primas que no eran horribles (tres) y a alguna de sus medio hermanas. Éstas, por decir algo en mi defensa, jugaban con el rabo más que la Pantera Rosa, no nos engañemos.

Apagué las luces, y llené la casa de velas. Cubrí las caras de los Beatles en mi reproducción del disco Abbey Road con calaveras que dibujé en dos minutos y mi centro de mesa lo formaba una calabaza con dos velas naranjas en su interior. Los invitados empezaron a llegar. El primero fue el Nero, disfrazado de Jason y desbordante de alegría por haber ido, por primera vez, al Teatro Español. Me recomendó febrilmente que viera el musical Sweeney Todd al que había asistido con una amiga que, no hizo falta aclararlo, no era la China pues todos sabemos que ésta prefiere quedarse en casa a jugar a las cartas, los viernes por la noche. O cualquier noche.

Luego llegaron Chucky, su novia, y su retoño en brazos. Minutos después el diablo gordo (mamá) y un poco después la niña del exorcista, el padre Merrin y una bruja en minifalda, a la que bautizamos como La bruja de Casa de Campo; 30 mamada, 50 completo.

La música inundaba el salón y Gene Simmons samurai bailaba con quien quisiera pegársele. Sol preparó un cóctel explosivo que en primera instancia, y para no mezclar con mi whisky, rechacé. El Nero se bebía todo lo que había en la mesa y no llegué a tiempo para detenerlo cuando se zampó de un solo trago el ambientador que compramos en el Pottery Barn de la avenida Broadway. Muy fuerte, dijo, y su aliento olía a lavanda.

Ya iba por mi tercer cubata, según Chucky, cuando la Muerte, el Monje loco y su mujer hicieron su aparición. El Monje me vio desde lejos y gritó de alegría pues para nadie era un secreto que tiene el Lp Dynasty de Kiss y lo usábamos cuando yo era niño para asustar a los conejos de la abuela. Nos hicimos una foto juntos, pero la mujer del Monje huyó despavorida cuando la miré fijamente a los ojos y saqué la lengua a modo de saludo. No quiso mirarme durante el resto de la fiesta, pero le robé una foto con la complicidad de la Muerte, que sonreía divertida mientras nos bombardeaba de flashes.
Seguimos bailando y la música criolla se mezclaba con Bisbal, The Who y la banda sonora de La Profecía. La media luz ayudaba al anonimato y cuando llegaron los amigos de Sol me acerqué a saludar sin reconocer a Angie a quien creo que me habrán presentado unas trescientas veces, más o menos, y siempre olvido. Lo que queráis, les dije y señalé la mesa en la que el Nero seguía sirviéndose copas, escondido bajo la impunidad de su máscara. Suerte que este Jason no tiene una motosierra, pensé. Diablo gordo, como siempre, se adueñó de la casa y entraba y salía de la cocina con hielos, paté y lo que encontraba a su disposición. Sol me pidió que buscase su cámara, pues según ella, yo era quien la había perdido. Bebí un trago de su cóctel y entré en la habitación, buscando entre el montón de abrigos. Al sentarme, el mundo me dio vueltas y decidí recostarme hasta que pasase el mareo. Desperté a las diez y media del día siguiente.

En el sillón estaba el Nero, que como buen peruano no europeizado se quedó hasta las últimas consecuencias. Mamá y mi hermana también dormían, una en el sofá y otra en una colchoneta que tenemos para casos de emergencia. Todos los demás se habían ido ya, dejando tras de sí un rastro de botellas vacías, latas de cerveza, una fuente rota, discos de salsa usados como posavasos y una olla de sopa que, sin que nadie me dijera, supe que habría hecho mamá, a eso de las seis de la mañana. Sol me pidió que no la despertara, y me miré al espejo para ver cómo había quedado mi cara después de tanto jaleo. Tenía todavía restos del maquillaje y Gene Simmons me sonrió desde el reflejo, y me pidió que la próxima vez no combine los tragos porque nos perdemos lo mejor de la fiesta, asshole y I wanna rock and roll all night, babe. Han pasado dos días, y la cámara todavía no aparece, sospecho que en mi embriaguez la dejé junto a una botella de Bacardi y el Nero, cual aceituna en Martini, se la bebió y ahora dispara flashes cada vez que eructa.