lunes, noviembre 03, 2008

Patrón patrón, sirva usted más caña


Sol, mi hermana y yo compartíamos el espejo y el maquillaje como tres amigas íntimas que iban a su primera fiesta de halloween. Me quité todos los complejos homófobos que papá me había inculcado desde niño y disfruté al máximo ese momento de complicidad bañado en maquillaje blanco y negro. Mi hermana se delineó los ojos como una egipcia y Sol se dibujó una telaraña en la mejilla izquierda a modo de tatuaje-cicatriz. Yo estaba súper preocupado en definir de la mejor manera posible los contornos de mis ojos y lo que parecían ser sombras alrededor de los párpados. Cuando al fin, con ayuda de mi hermana, lo conseguí, me embadurné el resto de mi cara con maquillaje blanco. El doble de Gene Simmons estaba casi listo, aunque la peluca negra y sus cabellos demasiado alisados, me hacían ver como el miembro samurai descartado de Kiss, el número cinco. El resto de mi disfraz estaba hecho con trozos de lo que en vida fue el parasol de mi coche, cortado con suma habilidad y transformado en pecheras, calzoncillos, guantes y botas plateadas de plataforma. Era como el drag queen que papá siempre soñó (en pesadillas) que sería y que vio alejarse aliviado cuando supo que me había levantado a mis primas que no eran horribles (tres) y a alguna de sus medio hermanas. Éstas, por decir algo en mi defensa, jugaban con el rabo más que la Pantera Rosa, no nos engañemos.

Apagué las luces, y llené la casa de velas. Cubrí las caras de los Beatles en mi reproducción del disco Abbey Road con calaveras que dibujé en dos minutos y mi centro de mesa lo formaba una calabaza con dos velas naranjas en su interior. Los invitados empezaron a llegar. El primero fue el Nero, disfrazado de Jason y desbordante de alegría por haber ido, por primera vez, al Teatro Español. Me recomendó febrilmente que viera el musical Sweeney Todd al que había asistido con una amiga que, no hizo falta aclararlo, no era la China pues todos sabemos que ésta prefiere quedarse en casa a jugar a las cartas, los viernes por la noche. O cualquier noche.

Luego llegaron Chucky, su novia, y su retoño en brazos. Minutos después el diablo gordo (mamá) y un poco después la niña del exorcista, el padre Merrin y una bruja en minifalda, a la que bautizamos como La bruja de Casa de Campo; 30 mamada, 50 completo.

La música inundaba el salón y Gene Simmons samurai bailaba con quien quisiera pegársele. Sol preparó un cóctel explosivo que en primera instancia, y para no mezclar con mi whisky, rechacé. El Nero se bebía todo lo que había en la mesa y no llegué a tiempo para detenerlo cuando se zampó de un solo trago el ambientador que compramos en el Pottery Barn de la avenida Broadway. Muy fuerte, dijo, y su aliento olía a lavanda.

Ya iba por mi tercer cubata, según Chucky, cuando la Muerte, el Monje loco y su mujer hicieron su aparición. El Monje me vio desde lejos y gritó de alegría pues para nadie era un secreto que tiene el Lp Dynasty de Kiss y lo usábamos cuando yo era niño para asustar a los conejos de la abuela. Nos hicimos una foto juntos, pero la mujer del Monje huyó despavorida cuando la miré fijamente a los ojos y saqué la lengua a modo de saludo. No quiso mirarme durante el resto de la fiesta, pero le robé una foto con la complicidad de la Muerte, que sonreía divertida mientras nos bombardeaba de flashes.
Seguimos bailando y la música criolla se mezclaba con Bisbal, The Who y la banda sonora de La Profecía. La media luz ayudaba al anonimato y cuando llegaron los amigos de Sol me acerqué a saludar sin reconocer a Angie a quien creo que me habrán presentado unas trescientas veces, más o menos, y siempre olvido. Lo que queráis, les dije y señalé la mesa en la que el Nero seguía sirviéndose copas, escondido bajo la impunidad de su máscara. Suerte que este Jason no tiene una motosierra, pensé. Diablo gordo, como siempre, se adueñó de la casa y entraba y salía de la cocina con hielos, paté y lo que encontraba a su disposición. Sol me pidió que buscase su cámara, pues según ella, yo era quien la había perdido. Bebí un trago de su cóctel y entré en la habitación, buscando entre el montón de abrigos. Al sentarme, el mundo me dio vueltas y decidí recostarme hasta que pasase el mareo. Desperté a las diez y media del día siguiente.

En el sillón estaba el Nero, que como buen peruano no europeizado se quedó hasta las últimas consecuencias. Mamá y mi hermana también dormían, una en el sofá y otra en una colchoneta que tenemos para casos de emergencia. Todos los demás se habían ido ya, dejando tras de sí un rastro de botellas vacías, latas de cerveza, una fuente rota, discos de salsa usados como posavasos y una olla de sopa que, sin que nadie me dijera, supe que habría hecho mamá, a eso de las seis de la mañana. Sol me pidió que no la despertara, y me miré al espejo para ver cómo había quedado mi cara después de tanto jaleo. Tenía todavía restos del maquillaje y Gene Simmons me sonrió desde el reflejo, y me pidió que la próxima vez no combine los tragos porque nos perdemos lo mejor de la fiesta, asshole y I wanna rock and roll all night, babe. Han pasado dos días, y la cámara todavía no aparece, sospecho que en mi embriaguez la dejé junto a una botella de Bacardi y el Nero, cual aceituna en Martini, se la bebió y ahora dispara flashes cada vez que eructa.

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