viernes, agosto 31, 2007

La chata y el Peggo


Estaba templado hasta los huesos. Yo la conocí bastante después de escuchar hablar por primera vez de ella, cuando Tomy no sabía ya que adjetivo usar para describírmela. Es chatita y linda, huevón, me decía, por ejemplo, y yo me imaginaba siempre a Mónica Santamaría. Todos los días, en el trabajo, en la universidad, en la calle, cheleando o jugando fútbol, siempre terminábamos hablando de su chata. Que si hoy Maritza hizo esto, que si hoy Charo dijo que Maritza habló de mí, que si no me llama hace nueves horas, cuarenta minutos y 26 segundos, espera ya 28 segundos.

Al principio me daba curiosidad pero al final terminó por hastiarme, como el chocolate Sublime, del que no puedo comer más de dos trocitos. Sus amigos de barrio la apodaron “Raritza”, e inmediatamente me uní a ellos en la burla, con la secreta esperanza de que así Tomy dejaría de mencionarla en mi presencia. Pero no, sólo logre que se cagara de risa, porque decía que yo pronunciaba “Raritza” como nadie, y que gracias a mí le quitaba un poco de importancia a su amor desmedido y brutal. Tan violento era el sentimiento que una vez, mientras regateábamos a un vendedor de ropa usada en la avenida Grau, Tomy se quedó en blanco y pagó veinte soles por un Levi’s con una pierna rota casi por completo. ¿Qué te pasa, hueveras?, le pregunté, y él con lágrimas en los ojos me dijo es que estaba sonando una canción de Chayanne, que la chata y yo escuchábamos juntos. Pa’ matarlo.

Mi comprensión era comprensible porque en esos días (y casi todos los de la universidad) yo moría por una rubia delgadita de ojos asesinos, de la que no que no diré su nombre porque todos, creo, ya lo saben.

Donde estarás, qúe estarás haciendo / En qué brazos me olvidas / Vendrás o no vendrás/Pensarás en mí o no/ Siempre me pregunto así/Con el llanto en los ojos

A lo que iba, que como los dos no éramos correspondidos, nos entregábamos al dolor cada uno a su manera, él escuchando a Chayanne y yo levantándome todo lo que podía. Cuando ya no podía más, y buscando quitarme de encima ese maleficio le dije a Tomy que me dijera qué hacer, algo, lo que sea, con tal de ayudarlo a que Maritza aunque sea una vez, dejara que se la chapase. Sabía que con eso todo se acabaría, las fantasías y las noches escuchando Radio A de mi amigo se esfumarían hasta que conociera a otra flaca en el Mr. Chopp y se volviera a enamorar. Se puso feliz, y me pidió un par de días para pensar qué hacer. Fueron dos días de paz completa, hasta que una tarde me llamó a casa y me contó su plan.

- Llamas a la chata, le dices que eres un amigo anónimo y que sólo quieres que me diga si me quiere o no, le cuentas lo que sufro y lo que pienso en ella y al final le pones la canción de Chayanne.
- Si quieres – le dije, sin perder la vista de la tele. Era el capítulo del “Gran Chaparral” en que Blue le dice a John Canon que se va del rancho, interesantísimo.

Busqué en internet la canción y llamé a Maritza. Nunca habíamos hablado, y me pareció que tenía una voz bastante dulce. Me imaginé otra vez a Mónica Santamaria. Le solté todo el floro que Tomy me había encargado, pero no resultó, se puso como una fiera, y si no mandó a la mierda fue porque seguramente había estudiado en algún colegio superreligioso de San Miguel o La Perla.

- Espera – le rogué- que te pongo una canción de Chayanne.
- No pongas nada, voy a llamar a Tomy – me dijo, y colgó sin despedirse. Pensé: la cagada.

Sobra decir que el plan no funcionó, Tomy estuvo triste varios días y yo trataba como sea de alegrarlo. Me identificaba con él, sobretodo después de que, a mí también, la niña de mis amores me dejara peinado y alborotado. Él y yo buscamos alternativas: una chata culona y la reina de la facultad de contabilidad, respectivamente. Él se compró unas Bass y yo un Citizen. Para siempre me quedará la duda de si alguna vez Tomy y Raritza tuvieron algo más que amor platónico, si estuvieron juntos aunque sea un mes (tiempo suficiente para…) o si al menos chaparon con lengua una noche de copas una noche loca. Si lees esto, Peggo, escríbeme y quítame esta duda, y ya de paso si averigüas el mail de Shemi, me lo mandas también.

martes, agosto 28, 2007

El clásico del Mongo


El mongo era de la “U”, como su padre, abuelo, bisabuelo, tatarabuelo y así hasta su décima generación. Esa tarde había intentado quedar con sus amigos para ver el clásico, pero en su barrio, como en medio Callao, la gente veía el fútbol cada uno en su casa, y ya después salían a comentarlo. Sus primos tampoco venían esa tarde, y sólo lo acompañaba su madre que apenas empezó el partido se quedó dormida juntando dos sillas para improvisar un sofá, que no había


Cuando Marquinho metió el primer gol de Alianza Lima, de impecable folha seca, el mongo se decía así mismo: normal nomás, eso ya me lo esperaba. Se preparó una limonada bien fría y se la bebió de un tirón mientras disfrutaba del segundo gol del club de sus amores, que pocos minutos después, ya iba ganado 2-1 a los rivales de siempre. El mongo era felizy todo lo veía color crema, hasta que Hinostroza se metió por la izquierda y apenas sintió el roce de una camiseta crema se tiró al suelo como si lo hubiera atropellado un trailer. Penal. Waldir patea como sea y gol, era su mejor época, antes de que se levantara a todas las vedettes sin distinguir raza, credo o marca de ropa. El mongo no lo podía creer, y los gritos de su vecino aliancista le hacían más penoso el camino hacia lo que parecía una derrota, sobretodo después de que un par de sus jugadores favoritos fueran expulsados. Había más espacio en la cancha y los cerebros de cada equipo tenían que aprovecharlo. El mongo creía ciegamente en Martinez, el niño bonito de su equipo, pero fue otro quien aprovecho la ocasión y con un pase largo habilitó a Jayo que con un sombrerito puso a Alianza en ventaja. El vecino se moría de alegría y el mongo reprimía sus maldiciones para no despertar a mamá, que ya roncaba plácidamente entre dos sillas.


No le quedaban ganas al pobre de buscar a nadie para celebrar lo que en un principio olía a gran victoria, Matute parecía ser tan grande como el Morumbí por los pocos jugadores que había en el campo y fijo que el que el tuviera más físico ganaría el partido. El mongo se comía las uñas, mientras su vecino gritaba Arriba Alianza, carajo, con todas sus fuerzas. Sobretodo después de que Hinostroza se volviera a colar por la izquierda y ahora no se dejara caer, sino que llegó casi hasta el área chica para meterle la pelota por el primer palo al pobre arquero crema que ya no sabía qué hacer ante tamaña humillación. El comando sur hervía, Hinostroza era abrazado por todos, y Muchotrigo gritaba al cielo, fuera de sí. Ya de poco sirvió el último gol de Waldir, el sexto de los aliancistas. Al vecino se le oía borracho, y el mongo no salió esa tarde ni a comprar pan para el lonche.


Al día siguiente se encontró con la Tetas en el paradero de la combi, y ella le preguntó que dónde había estado el sábado. Él, riendo de lado le dijo, “viendo tele nomás, tranquilazo en mi house” y se volvió a poner los audífonos para escapar de ese mundo que no le gustaba. Y menos después de perder un clásico.

jueves, agosto 23, 2007

Mi última clase de karate


Esperaba con mucha ilusión mi primera clase de karate. No sé cómo, mamá había conseguido un par de becas para que mi hermano y yo pudiéramos, en el mejor de los casos, dar patadas voladoras como Bruce Lee, y en el peor de los casos, para que aunque sea pudiéramos pegarle al chibolo abusivazo del barrio. Las dos opciones eran válidas, y nos bastaron para enfundarnos los kimonos y subir, así tal cual, al microbus que nos llevaría hasta el centro de Lima, donde estaba la academia.
La 125 (como llamábamos cariñosamente al bus), tenía la particularidad de ser bastante lenta en llegar a su destino. Mi hermano y yo solíamos aprovechar sus lentos trayectos para jugar o hablar, a veces hasta nos dormíamos. Pero ese día, emocionados, queríamos llegar rápido y subimos a la 129, que era casi del mismo color: rojo verde y blanco, sólo que su rojo era más ocre, como el ladrillo, casi. No llegamos nunca. Terminamos en el Agustino, barriada de pocos años y muchos malandros que nos asustó apenas despertamos, cansados de esperar ver la avenida Tacna en algún momento. No bajamos del micro, y esperamos a que el chofer, después de tomar unas cuantas cervezas y comerse un plato de frejoles frio, emprendiera el camino de regreso.


Mamá preguntó ¿qué tal? Y nosotros, pa’ no sentirnos más tontos dijimos que bien y fingimos una pelea para hacerla más feliz. Ella sonreía mientras mi hermano me hacía una triple nelson que había aprendido de la WWF. A la semana siguiente no hicimos más experimentos, y llegamos en el bus de siempre a la academia de karate. El profesor, un serranito de metro cincuenta, nos paró formando círculos y nos enseñaba a mover las manos en plan Sr. Miyagi. Yo lo miraba raro, lo admito, pero es que ese enano me daba mala espina. Me recordaba a Cebollita, mi profesor de educación física en secundaria. No lo creía capaz de darle media patada a los malos de mi barrio, y creo que él leyo en mi cara ese desprecio porque apenas hubo oportunidad de sacar alguien al frente, sin preguntar, fui yo el elegido.
Me puse en medio, olvidando todo lo aprendido, tapándome la cara y los huevos como si formara parte de una barrera en un tiro libre. Al grito de jipp-sunnn (que me sonaba a grántico-palmani.zum) que lanzó el mini-hombre, toda la clase me lanzó su mejor patada, uno a uno, sobre mi despostillado cuerpo pre-adolescente. Durante el castigo recordaba a Pepito, que se pasaba la tarde diciendo lo bonitas que eran sus clases de karate en la YMCA, con esos profesores tan cariñosos. Cuando todo acabó, mi hermano recogió lo que quedaba de mí, nuestras mochilas y volvimos a casa en la 125 de nuestros amores, decididos a no volver jamás a la clase del petiso karateca.


Mi futuro (todo) contacto con las artes marciales fueron Bruce Lee, Steven Seagal y Jean-Claude Van Damme. Y todavía recuerdo que cuando Pepito volvió a mencionar lo bien que se lo pasaba en sus clases de karate, le volé su marciano de la boca de un pelotazo. Y no hubo patada voladora ni nada parecido que respondiera a mi agresión.

lunes, agosto 20, 2007

Carta abierta a un ser inexistente


Dios, eres el cabrón más grande que conozco. Mira que matar a los que creen en ti. ¿Qué te costaba, tú que todo lo puedes (todopoderoso, decía Lavoe), aguantar un poquito el techo de la iglesia para que la gente de Pisco se salvara? Al menos ellos, que creían en ti, se lo merecían. ¿No le dijiste a Abraham, “Si encuentro en Sodoma a cincuenta justos en la ciudad perdonaré a todo el lugar por amor de aquéllos”? (Gn 18, 22b-33) pues te aseguro que en esa iglesia había más de cien.

Hay gente durmiendo en la calle, porque sus casas están destruídas y temen que lo poco que les queda se lo robe algún desalmado que ha llegado hasta allí sólo para robar. Hay ratas, hambre, gente muerta en las calles, no hay agua, ni luz, llueve y hace frio; y todavía hay gente que te reza, creyendo que harás algo. Algunos, no sé como, han conseguido llevar hasta las ciudades deshechas comida y productos de primer uso, fósforos (6 euros), papel higiénico (13 euros) y los venden, como ves, a precios prohibitivos. Pero la gente les compra, porque como ellos dicen, la mafia es lo único que funciona ahora, y es la única forma de conseguir un poco de leche para los niños.

Todo el mundo se ha movilizado, dios, para ayudarnos, desde aviones con comida que llega desde Bolivia, hasta bomberos españoles que aterrizan, perro en mano, para buscar cadáveres entre las casas y las almas rotas. Gente de a pie, gobiernos e instituciones, dan la mano en momentos tan jodidos como este. ¿Y tú? Ande andarás. Ayer vi a Ratzinger, que en su mejor español, aprovechaba un poco de discurso dominguero para enviar su pesar al pueblo de Perú, por tamaña tragedia, y me pareció ver un poquito de vergüenza en sus arrugados ojos, por tener que dar la cara por su inexistente jefe.

ay, ¿dónde estás dios?, que no te puedo ver” ya no hay esperanza de encontrar sobrevivientes, y se comienzan las labores de desescombro. Un bombero decía ayer, “no podemos entrar a ese edificio en ruinas a buscar gente, ¿si se cae? Lo importante es nuestra vida ¿no?”. Así somos, a tu imagen y semejanza, egoístas, mezquinos, unos putos cabrones como tú. ¿Sabes qué es lo peor dios? Que en unos meses Pisco, Chinca, Cañete, Ica y la conchinchina estarán reconstruídos, será octubre y otra vez la avenida Tacna se llenará de gente que recuerda otro terremoto anterior, pero que no se reúne para llorar a sus víctimas, sino para venerar una imagen mal pintada de cristo, que fue lo único que quedó de una iglesia que también se derrumbó sobre sus fieles. Tú, sin duda, seguirás existiendo para ellos, y los papas seguirán siendo ricos. Ay, si algún habitante de Pisco viera la casa de Ratzinger en el Vaticano, pocas ganas de rezar les quedarían. Yo, particularmente, creo que la única "mano de dios" es la de Maradona ante los ingleses, en México '86.

jueves, agosto 16, 2007

Mamá y los Doltons


Mamá explotó en los 70. Se rebeló, más, hacia sus padres y vivió la vida loca junto a sus amigas de colegio (Mirta y Yoni, mayormente). Se escapaban juntas e iban a discotecas a bailar los últimos éxitos de la nueva ola, pero por culpa de un perro traidor, que siempre la esperaba echado en la puerta de la discoteca de turno, mi abuela las encontraba fácilmente y se llevaba a mi vieja de las orejas, mientras de fondo a modo premonitorio sonaba “ahí viene la plaga, me gusta bailar”.
Ella tenía muchos grupos favoritos, pero uno que siempre escuchaba era Los Doltons. Ellos eran un grupo de Breña, y pocos saben que su primer cantante fue Gerardo Manuel que años más tarde tuvo el primer programa musical de la historia del Perú (y uno de los mejores) “Disco Club”. Ya cuando Gerardo Manuel se fue, lo reemplazó César Ichikawa, un chinito flacuchento que cantaba como a 33 revoluciones, pero que encandiló a todas las quinceañeras, entre ellas, obviamente, mamá y sus amigas.

Los Doltons tuvieron mucha suerte, ya que su música estaba basada en covers, como "´Last Kiss" (Wayne Cochran), "Solitary Man" (Hombre Solitario), y "Una Estrella en la Noche", versión de la canción japonesa "Yozora No Hoshi", que seguro que escogió Ichikawa, chino de risa. Sus discos sonaban en casa cada vez que mamá hacía algo, o sea siempre, y terminé por aprendérmelas, de hecho, creo que son las primeras canciones que me sabía de paporreta, sin pensarlas ni entenderlas, como el himno nacional que cantaba siempre medio dormido en el colegio, pensando: de grande quiero ser más guapo que Christopher Reeve.
Pero mamá no le hacía asco a las canciones en inglés y si en la radio ponían alguna, ella se inventaba la letra y la cantaba sin más preocupaciones, además tenía que hacerlo porque toda la música nuevaolera que escuchaba por esos días tenía influencia directa de los Beatles. Una vez, ya cuando habían pasado unos años, mamá estaba en un tren en Madrid, y esuchó sonar los primero acordes de “Let it Be”, entonces, se creyó Paul McCartney y se puso a cantar en su máximo inglés posible su versión particular de la canción: “verysí, verysí, verysí, veeerysí….nananana, verysí,iiiii” provocando risas mudas y admiración entre sus compañeros de vagón, por tamaña herejía fonética que bien podría ser usada como campaña de marketing de alguna escuela de inglés.


Los Doltons se separaron a principios de los 70, mi viejo decía que porque Ichikawa se había vuelto testigo de Jehová, y sazonaba la historia agregando que un amigo suyo lo había visto repartiendo Atalayas por la calle Capón, centro del barrio chino limeño. Pero sus canciones, como las de todos los nuevaoleros, siguieron sonando en las casa, combis y hasta en internet, porque así somos los peruanos, nostálgicos, que seguimos escuchando a Camilo Sesto y extrañando los goles de Cubillas y los pases al vacío de Cueto. Mamá, tiene CD’s de los Doltons, y yo de vez en cuando se los pido prestados para escucharlos limpiando mi casa, y bailar cantando “amor (amor, amor ...) / abre el tema Roberto / Pienso que el amor / es la mas bella cosa que (la ra la ra la)”. Pero sin mariconadas.

lunes, agosto 13, 2007

Salamalecum Marruecos



Oh! A kiss is still a kiss in Casablanca
But a kiss is not a kiss without your sigh
Please come back to me in Casablanca
I love you more and more each day as time goes by


La canción hablaba de Casablanca, pero fácilmente podría ser de cualquier ciudad de Marruecos. No sé cómo me dejé convencer para pasar mis vacaciones allí, con tantas historias que vomitaban los noticieros sobre el odio que se tiene hacia cualquier indicio occidental que apareciera por tierras musulmanas, pero al final, ahí me veías en el aeropuerto de Madrid esperando mi vuelo que, contra todo pronóstico, salió a la hora exacta.
Nada más bajar del avión, el viento caliente de África nos pegó en la cara, y fuimos caminando desde el avión hasta las garitas de control de pasaporte. Nada de túneles insonorizados ni mariconadas, a pelo, como los machotes. Formamos colas para el control de migración, había ocho ventanillas pero sólo dos funcionarios, y uno después de ver que esperábamos ya 10 minutos se levantó y se fue; un español envalentonado le preguntó que qué hacía y el hombre de uniforme le soltó “sólo estaba viendo mi e-mail”. Miré a Sol y le pregunté “¿segura que no estamos en Lima?”, y ella, que todo lo sabe, me contestó: “No creo que allí los policías hablen tan bien francés”. Razonamiento que sepultó mis dudas para siempre.

Ya me había preparado para lo exótico, pero la realidad superó a la ficción y cuando íbamos con nuestras maletas en un bus, sin aire acondicionado, por una calle de dos carriles que los vehículos ocupaban como si fueran cuatro, viendo por la ventanilla burros que llevaban restos de aceituna y naranjas y mujeres vestidas con túnicas acompañadas de amigas que iban en minifalda, casi me da algo. Suerte que tuve la noche para dormir en un hotel bonito, y recuperar fuerzas e ilusión pal’ dia siguiente. Vi la Koutubia, el Souk, cobras y me colgaron (a traición) una serpiente en el cuello; bebí jugo de naranja a 30 céntimos de euro, con hielo de agua sucia probablemente pero qué importa. Compré recuerdos para algunos amigos, comí tagine de pollo, ternera y cordero, couscous, y ensalada marroquí (esta última, no recomendable); nunca conseguí beber nada helado (cosa extraña en el desierto), y como su religión prohíbe el alcohol, te cobraban la cerveza como si fuera whisky. Todo bien, bonito y perfecto. Hasta que llegamos a Essaouira.

El hotel estaba en medio de la parte nueva, o sea, a 25 minutos caminando de todo lo turístico. La primera noche no supimos dónde cenar (todo cerrado a las 10) y nos metimos a un italiano que nos clavó 25 euros por un par de tapas y una botella de agua. Me reí por no llorar cuando trajeron los platos, y la camarera me preguntó si había algún problema. Obviamente dije que no, pero no volvimos. Al día siguiente, caminata hasta el centro, con su muelle, sus pescadores y sus puestos de comida improvisados al lado del mar. No resistí la tentación y comí pescado a la plancha, consiguiendo una muy memorable infección estomacal que hizo que ya no me metiera a la piscina del hotel, por temor a llenarla de residuos fecales incontrolados. A veces, cortaban la luz, y en los restaurantes ponían velas que hacía todo más romántico, pero como llegara una ventisca te quedabas a oscuras y comías del plato del otro. Cogí cariño a la ciudad y por breves segundos pensé que sería bonito volver. Al final de la travesía recordé como regatear y si no conseguí una rebaja en mi billete de avión de vuelta fue porque ya lo había pagado por internet. Mientras íbamos en el taxi, ya en Madrid, de vuelta a casa, pensé en que si algún día Sol y yo íbamos a Lima, al menos ya estaríamos bastante preparados después de esta probadita de tercer mundo.

Oh! A kiss is still a kiss in Essaouira
But a kiss is not a kiss without your sigh