jueves, agosto 23, 2007

Mi última clase de karate


Esperaba con mucha ilusión mi primera clase de karate. No sé cómo, mamá había conseguido un par de becas para que mi hermano y yo pudiéramos, en el mejor de los casos, dar patadas voladoras como Bruce Lee, y en el peor de los casos, para que aunque sea pudiéramos pegarle al chibolo abusivazo del barrio. Las dos opciones eran válidas, y nos bastaron para enfundarnos los kimonos y subir, así tal cual, al microbus que nos llevaría hasta el centro de Lima, donde estaba la academia.
La 125 (como llamábamos cariñosamente al bus), tenía la particularidad de ser bastante lenta en llegar a su destino. Mi hermano y yo solíamos aprovechar sus lentos trayectos para jugar o hablar, a veces hasta nos dormíamos. Pero ese día, emocionados, queríamos llegar rápido y subimos a la 129, que era casi del mismo color: rojo verde y blanco, sólo que su rojo era más ocre, como el ladrillo, casi. No llegamos nunca. Terminamos en el Agustino, barriada de pocos años y muchos malandros que nos asustó apenas despertamos, cansados de esperar ver la avenida Tacna en algún momento. No bajamos del micro, y esperamos a que el chofer, después de tomar unas cuantas cervezas y comerse un plato de frejoles frio, emprendiera el camino de regreso.


Mamá preguntó ¿qué tal? Y nosotros, pa’ no sentirnos más tontos dijimos que bien y fingimos una pelea para hacerla más feliz. Ella sonreía mientras mi hermano me hacía una triple nelson que había aprendido de la WWF. A la semana siguiente no hicimos más experimentos, y llegamos en el bus de siempre a la academia de karate. El profesor, un serranito de metro cincuenta, nos paró formando círculos y nos enseñaba a mover las manos en plan Sr. Miyagi. Yo lo miraba raro, lo admito, pero es que ese enano me daba mala espina. Me recordaba a Cebollita, mi profesor de educación física en secundaria. No lo creía capaz de darle media patada a los malos de mi barrio, y creo que él leyo en mi cara ese desprecio porque apenas hubo oportunidad de sacar alguien al frente, sin preguntar, fui yo el elegido.
Me puse en medio, olvidando todo lo aprendido, tapándome la cara y los huevos como si formara parte de una barrera en un tiro libre. Al grito de jipp-sunnn (que me sonaba a grántico-palmani.zum) que lanzó el mini-hombre, toda la clase me lanzó su mejor patada, uno a uno, sobre mi despostillado cuerpo pre-adolescente. Durante el castigo recordaba a Pepito, que se pasaba la tarde diciendo lo bonitas que eran sus clases de karate en la YMCA, con esos profesores tan cariñosos. Cuando todo acabó, mi hermano recogió lo que quedaba de mí, nuestras mochilas y volvimos a casa en la 125 de nuestros amores, decididos a no volver jamás a la clase del petiso karateca.


Mi futuro (todo) contacto con las artes marciales fueron Bruce Lee, Steven Seagal y Jean-Claude Van Damme. Y todavía recuerdo que cuando Pepito volvió a mencionar lo bien que se lo pasaba en sus clases de karate, le volé su marciano de la boca de un pelotazo. Y no hubo patada voladora ni nada parecido que respondiera a mi agresión.

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