miércoles, septiembre 26, 2007

La chupetera


Creo que se llamaba Rosa, pero no estoy seguro, lo que sí sé es que todas las tardes de verano estaba en la puerta del mercado. Se sentaba al lado del puesto de periódicos y desde allí controlaba a todo el que entraba y salía. No gritaba, ni ofrecía su producto: chupetes, helados y adoquines; simplemente esperaba a que nos acercáramos mientras conversaba con la frutera, su vecina de enfrente.

Ibamos al mismo colegio, y teníamos la misma edad, pero ella estaba dos años atrasada. Algunos decían que por bruta, pero todos sabíamos que era porque tenía que trabajar y al volver a casa le quedaban pocas ganas de estudiar. Su uniforme no era el más nuevo, pero siempre estaba limpio, y una vez hasta salió a cantar en la actuación del día de la madre que organizaban los mismos tres profesores de siempre, que estaban casados. Yo también cantaba, lo que me mandaran, Pimpinela, Luis Miguel o alguna canción criolla. En esos días de actuación, se escogía un salón y se encerraba allí a los niños artistas. Jugábamos, ensayábamos los últimos pasitos y alguno que otro se meaba o se cagaba (literalmente) de miedo. Ellla siempre estaba sola, en un rincón, mirando fijamente al mapa del Perú y pensando seguramente en los chupetes que estaba dejando de vender esa mañana tan calurosa.

Nuestros padres, incomprensiblemente, la usaban para asustarnos. Para ellos una niña trabajadora era un mal ejemplo, un símbolo de fracaso escolar, una marca en la sociedad que señalaba la mala gestión paterna. Siempre nos decían que si nos portábamos mal, si no estudiábamos, si veíamos tele hasta tarde, terminaríamos como ella, o peor, que si perdíamos los libros nos mandarían al mercado a vender chupetes al lado suyo. Nosotros, niños idiotas al fin y al cabo, nos asustábamos fácilmente y nos acostumbramos a mirarla de lado, sin sonreírle directamente e ignorándola poco a poco. A ella no parecía importarle, su mente estaba en llegar rápido a casa después de clases, coger su caja de tecnopor y vender todo lo que pudiera. Así su viejo, un gordo que trabajaba de lo que sea, como muchos don nadies en mi barrio, no le pegaría y su hermana (como me contó un día) tendría un bonito vestido el día de su primera comunión.

Como habrán descubierto ya, yo era su único amigo (a pesar de que mamá me dijo que ella me había contagiado piojos), y a veces le hacía los dibujos de historia aprovechando el recreo. Cuando me veía llegar al mercado solo, me ofrecía un chupete gratis, pero yo no lo aceptaba. Hablaba con mi amiga chupetera y con su vecina la frutera, hasta que se me olvidaba lo que tenía que comprar y tenía que recordar que había cocinado mamá el día anterior, y el anterior, hasta que poco a poco volvía la lista de la compra a mi mente. Pero, si alguna vez llegaba al mercado con mis amigos, ella no me saludaba.

Eso me molestaba mucho, y se lo dije en uno de nuestros tantos recreos juntos, pero ella defendió su posición diciendo que los otros niños la miraban mal, casi con asco y no quería que yo perdiera amigos por su culpa.

Los años fueron pasando y yo terminé el colegio mientras ella seguía estancada en 3º. Nos vimos cada vez menos, y finalmente cuando me mudé la perdí de vista para siempre. Alguna vez me imaginé que mi familia entera vendía chupetes en la playa, y me entraron escalofríos. No por el hecho de hacerlo, sino por creer que, seguramente, sufriríamos el mismo rechazo que mi amiga chupetera sufrió durante toda su vida. Rechazo, casi unánime, porque si algo aprendí de niño es que en esta vida, todo da vueltas.

viernes, septiembre 21, 2007

Pesadilla en Mongo's Street


El Mongo soñó que peleaba con papá. Otra vez.
Como en cada sueño suyo, bueno o malo, abundaban los laberintos, las escaleras, las calles interminables y los colores claros. Aparecía gente de su vida diaria, gente del trabajo que, confundidos, lo miraban como diciéndole ¿qué hago yo en un sitio como éste? No les respondía porque ya ha aprendido en sueños anteriores que es inútil comunicarse con cualquiera que no sea un personaje principal en su sueño. Una vez casi lo logra, pero el interlocutor, que ahora mismo no recuerda si era animal vegetal o mineral, sólo logró escupir un par de letras y murmullos antes de volar en mil pedazos; después de ver eso, sin razón alguna, el Mongo se puso a aplaudir como un loco. Lo soñó despues de ver Scanners, de Cronenberg.


Su sueño era muy realista, si olvidamos la decoración tipo Yellow Submarine, ya que se pasó el 80% del tiempo ignorando todo lo que su padre decía, y rechazando siempre todo lo que le ofrecía. Él se revolvía de rabia en su sitio, pensando seguramente que si él fuera el dueño del sueño el Mongo ni siquiera existiría. Sus hermanos, que a veces aparecían por ahí, los miraban como lo hacían en la vida real, cuando eran niños, estupefactos y asustados, seguros de que en algún momento esa bomba de relojería que había incidido en traerlos al mundo, explotaría y que el primer damnificado de la onda expansiva, como siempre, sería el pobre Mongo. Pero él, como hacía desde que tiene uso de razón, seguía en sus trece, sin ceder ni ápice, aunque estuviese cagado de miedo, y sabiendo a ciencia cierta que minutos después recibiría la acostumbrada paliza. Su viejo se sentaba, se volvía a levantar, se iba, y su sueño en ese momento tenía un instante de paz, de sosiego, las luces rojas y los tonos grises, se convertían en soles brillantes que acompañarían a los Teletubbies y de algún lugar venía el sonido de las olas que le recordaba, incluso, el olor del mar del Callao.


Pero de pronto, y sin explicación alguna, papá volvía, y el mar y los colores bonitos se iban. Esta vez, como, cada sueño, se envalentonaba y le decía que ya estaba harto, que quién era él para desafiarlo, que se callara, que no lo mirara a los ojos, y que le iba a pegar tan fuerte que lo iba a dejar irreconocible, como uno de esos monstruos de las películas de Godzilla, que tanto le gustaban ver en vez de hacer la tarea de matemáticas. El Mongo, todavía cagado de miedo, se miraba las manos y las piernas, y comprobaba en este sueño que ya no era más el niño que se escondía debajo de la cama, huyendo de él y de su frustración transformada en golpes. Ahora era un adulto, y como Popeye después de comer espinacas, se sintió fuerte e invencible y le dijo que cuando quiera y donde quiera, que ya se había aburrido de esconderse, que uno de los dos debía morir antes de que se ocultara el sol. Después de soltar esta última frase, y mientras se preguntaba a mí mismo si no la había copiado de una película de Sergio Corbucci, su padre desapareció lentamente, como si fuera un holograma.


Sus hermanos aparecían con más fuerza, no como esos ángeles horribles que adornan los regalos del día de la madre, pero si con una luz detrás en plan Expediente X. Sin verlo oían la voz de papá decir que volvería, que ya se acordarían de él, pero les sonó como Gargamel, cuando dice eso de “los atraparé, aunque sea lo último que haga, lo último que haga”. La sensación de victoria fue tal, que su cuerpo sufrió un subidón de adrenalina, y se despertó de golpe. El reloj despertador marcaba 05:40, con esos odiosos numeritos rojos que brillan en la oscuridad. Volvió a acostarse deseando soñar algo mejor, más bonito, con Mónica Belluci, por ejemplo, o Pilar López de Ayala, o con la tía buena de su trabajo, que además es buena futbolista.


Dos minutos después estaba roncando otra vez, pero esta vez soñó que era Jason Bourne. Despertó con una sonrisa de oreja a oreja, tres horas más tarde.

jueves, septiembre 20, 2007

Aló, ¿Ouija?


He leído un titular bastante infame en la prensa online peruana:

Jugar la ouija puede llevar a los adolescentes al suicidio.

En Peru21.com para ser más exactos. Además de estar escrito de regular tirando a mal (en mi humilde opinión, claro está), juega tanto con la exageración y el tremendismo que no he podido evitar la tentación de reproducir parte de su contenido (en cursiva, como me enseñó mi tío que se cree periodista), para mi gozo y disfrute.

Especialista advierte que los menores de edad son más vulnerables a estos juegos y pueden caer en un trance de exaltación, lo cual los puede inducir a la autoeliminación.

No sabía que existiesen especialistas en Ouija, o en trances de exaltación, ya que el trance hasta donde sé es el resultado de la exaltación, pero si de verdad existe gente que cree que jugar con los “espíritus” puede dañar el alma, es mejor que se autoelimine (y se lleve a los especialistas en Ouija) y deje el mundo para la gente más normal. Como yo, por ejemplo. Así habría menos colas en los aeropuertos.

Un especialista comentó que el reciente caso presentado en Yarinacocha, Ucayali, donde dos adolescentes del colegio Faustino Maldonado, convulsionaron y presentaron conductas extrañas tras jugar a la ouija, lo que provocó incluso la presencia de pastores y sacerdotes.

Seguimos con las redundancias, o si no es así ¿Qué tenían que ver los pastores con esto? Pobres ovejas, se quedarían solas en la pampa preguntándose:

-¿Quee paaaasaaa, beee?
- No seee, deeebeee seeer que reeegalan aalgo, beee.

Y los sacerdotes, que también son pastores de almitas (cuando les conviene) llegarían al lugar en un dos por tres, con su túnica, rosario y un frasco de agua bendita, a ver si les dejaban jugar a Padre Merrin por un día.

Explicó que durante el desarrollo del trance, los adolescentes dicen haber sido poseídos por el demonio, lo que le da a esa práctica una aterradora connotación demoníaca que los puede volver agresivos y hasta pueden desarrollar movimientos corporales involuntarios.

Yo he jugado a la Ouija un par de veces, y no sentí que me poseyera ningún demonio (más bien demonia, pero eso fue un año más tarde y no tuvo mucho que ver con el jueguito aquél), mi agresividad fue la de siempre (más bien tirando a poca), y los movimientos corporales involuntarios llegaron después del juego, eso sí lo admito, pero fue sobretodo porque le pregunté al espíritu chocarrero qué color de calzón tenía Ruth en ese momento. Y eso me emocionó hasta la convulsión.

"El hecho de estar repitiendo este juego hace que se vuelvan cada vez más vulnerables. Les genera histeria, se exaltan, gritan y vociferan. Ahí es cuando pasa de ser un juego a algo más serio", dijo en declaraciones a la agencia Andina.

Entonces, todos los cobradores de combis han jugado alguna vez. Y las señoras que venden en el mercado central de Lima, también. Y ni te cuento de los españoles, que gritan al hablar por teléfono, y también en la vida diaria puedes escuchar sus conversaciones a treinta metros de distancia.

El psiquiatra advirtió que bajo el pretexto de la ouija personas inescrupulosas pueden sacar provecho del temor que puedan sentir los menores e inducirlos a tener relaciones sexuales con el argumento de una presunta protección frente a los espíritus demoníacos.

Uy, si lo hubiera sabido antes. podía haber usado esa táctica, aunque la verdad, nunca me hizo falta. Pero esto me recuerda a una que, en el caso de que un espíritu se le apareciera y le dijese "¿has visto lo que hace la cerda de tu hija?", fijo que se reía en la cara del poseedor y le contestaba: "¿cerda?, esa a mi lado como mucho es una corderita de dios".

"Este juego tiene una serie de elementos que tienen que ver con la imaginación y hasta con las supersticiones y las películas de terror. El menor ingresa para satisfacer la curiosidad o con fines sociales para no sentirse marginado e insertarse al grupo de amigos", subrayó.

Eso, subráyalo, así, sin vergüenza. Todo el rollo que has soltado para que al final todo sea motivado por lo mismo: las películas, el subconsciente o el deseo de aceptación. En mi época para ser aceptado sólo había que hacer dos cosas: emborracharse con los amigotes, o darle una paliza al tonto del barrio. Eran otros tiempos.

lunes, septiembre 17, 2007

Otoño y primavera


Ahora que con el otoño Madrid vuelve a la rutina (atascos, retrasos en el metro, etc.) y el sol sale cada vez con menos fuerza, al otro lado del océano, la gente de Lima se prepara a recibir la primavera. No sé si mamá conserva todavía mi primer dibujo primaveral, de mi época colorística en que no sabía si quería ser un Patinir o simple y llanamente un ilustrador de libros infantiles. En mis primeros dibujos aparecía, siempre, el sol saliendo entre dos montañas; mi profesora decía que era una forma de timidez, algo que el niño no quiere mostrar, señora, pero la verdad es que me era imposible dibujar un círculo perfecto a pulso, y por eso ocultaba la circunferencia del astro entre montañas, árboles, o un conejito que saltara muy alto. También metía una que otra mariposa, la imagen que más asocio con la primavera, algunas volaban alto y otras más bajito, al nivel de las flores, para que el niño que también dibujaría luego (y que obviamente, era yo) tuviera alguna oportunidad de atraparla sin hacerle daño, y liberarla después. Cosa que en la vida real, siempre hacía con mi hermano. Nos parábamos al lado de las flores, sin movernos, hasta que todos los insectos de alrededor pensaran que éramos parte de esa flora urbana, y ya cuando veíamos alguna mariposa que nos gustara (el escogía las que tenían colores de tigre, yo las que parecían tener ojos en las alas), les caíamos encima. Matábamos alguna, por el susto, me imagino, porque teníamos bastante cuidado al atraparlas, y esa muerte nos jodía el resto de la tarde.

Pero eso se acabó un día, todavía de primavera, cuando mi viejo nos dijo que eso de atrapar mariposas era de maricones, y que si nos volvía a ver haciéndolo nos iba a meter al ejército. A mí, al menos, me asustó. Nunca más perseguí mariposas, las siguientes primaveras me las pasé buscando gusanos entre el fango o matando pajaritos, como los machos, y papá me dejó en paz una temporada.

El último dibujo que hice, por encargo, tenía más de nostalgia que de realidad. Pinté un río con un venado al lado (cuando en mi vida había visto un bicho de esos), mucha hierba, conejitos que parecía que hablaban entre sí, dos mariposas, una atigrada y otra con ojos, gusanitos huyendo de un pollito despistado, dos niños que jugaban a pelear mientras un perro enorme los vigilaba. Como fondo, el dibujo tenía cuatro montañas, dos verdes y dos marrones, todas con nieve en la cima (no sé porqué) el cielo era azul y pinté un par de nubes que eran cruzadas por un ave de raza indeterminada y como colofón dibujé un sol perfecto usando una moneda como compás. Fue un desastre de crítica. A mi hermana, para quien lo hice con mucho esmero, le dijeron en el colegio que su dibujo era demasiado extraño para una niña de su edad, y mandaron a llamar a mi viejo, que por suerte, esta vez tampoco acudió a la citación y mandó una nota excusándose porque tenía mucho trabajo.
Ahora, ya treintañero, disfruto mucho del otoño que en Lima casi no existía. Camino por los parques pisando las hojas secas, y respirando el olor a hierba húmeda que deja la lluvia. No hay mariposas, conejitos, ni siquiera gusanos alrededor, pero si alguien me presta un lápiz y un papel seguro que me sale un buen dibujito, digno de un libro para niños.

jueves, septiembre 13, 2007

Revelaciones 13:09


Gino se ha cambiado de sexo. A los que lo conocemos de siempre, no nos asombra, y hasta podría decir que por mi parte, me lo imaginé siempre como si fuera mujer. Bastante fea, todo hay que decirlo, pero en mi país siempre hay una rota para un descosido. ¿Y ahora, quién nos prestará dinero? Si él no solía fallarnos, y, abusando de las generosas propinas de su papá engreidor, nos invitaba siempre gaseositas, marcianos, pan con pollo, y una vez, ya en el colmo de la conchudez, le hice comprar una insignia del colegio para salvar mi culo y mi nota de conducta. Era buena gente, pero aún así, lo abollaban casi todos los días. Gino llegaba cada día al colegio peinadito, oliendo a Heno de Pravia y shampoo Ammen, con la insignia y el cordón (era policía escolar) en su sitio, ni un centímetro más ni uno menos, la raya del pantalón marcada a fuego y los zapatos más relucientes que la sudorosa calva de nuestro excelentísimo señor director, el Dr. Chancalapiedra. Se paseaba por el patio central como si fuera una muñeca Alicia, de esas antiguas, pero cuando nadie lo estaba vigilando, dicen que se marcaba uno que otro pasito de ballet, o incluso a veces de Grease, y hacía de Olivia Newton John.


El instructor Tejeda tenía buen ojo para esas cosas, y contaba la leyenda que había enderezado un par de cabros, a petición de unos desesperados padres que no sabían como aliviar la anomalía de sus hijos. Tenía a Gino en su mira, lo hacía correr una vuelta al colegio más que a los demás, y siempre que el pobre cantaba el himno lo increpaba delante de todo el mundo: cante como hombre carajo, Céspedes, o quiere que lo mandemos al Dora Mayer. Yo me reía por cumplir, me daba pena Gino, no por ser cabro sino porque todos se burlaban de él, además en el Dora Mayer no lo iban a dejar entrar porque era un colegio femenino. Gino aguantaba siempre orgulloso, sin bajar la mirada, hasta cuando lo castigaban y le daban correazos en las piernas por haberse reído tapándose la boca, o cuando lo hacían ranear durante dos horas, por haber dicho en plena clase de historia del Perú que San Martín era más guapo que Alfonso Ugarte.


¿Cómo será Gina? ¿Rubia, morena o pelirroja? No creo que se note mucho que antes era un hombre, era completamente lampiño y su voz era más fina que la de Cristian Castro. He conocido mujeres con la voz más grave que él, así que creo que pasará piola, al menos de noche. Tendrá un marido, fijo, de grandes patillas. Recordará, seguramente, la época del colegio, y se preguntará que qué haremos ahora que ya pasamos los 30 años. Algunos han muerto Gino, otros como tú, siguen buscando su espacio en el mundo, y si ven que algo les sobra, simple y llanamente, se lo cortan.

martes, septiembre 11, 2007

La tía buena


La tía buena llegaba como siempre, derramando lisura y a su paso dejaba aroma de mixturas, y nosotros la baba. A veces, como hoy, viste un pantalón negro con finas líneas blancas, que nos hacía soñar a todos los demás en la oficina con la cárcel perfecta, y nos pasábamos el día con la sonrisa idiota marcada en la cara, cantando como Braulio:
En la cárcel de tu piel prisionero de este amor
Carcelera de mi fe de mi gloria o mi dolor
Déjame morir así y si tienes compasión
Amortájame en tu piel dame tierra en tu calor
Una mañana cualquiera decide llegar sin maquillaje, y se pone sólo una falda jean y una camiseta crema, de tirantes; se pasea por la oficina como quien no quiere la cosa y nos saluda a todos, sin dárselas de “mira que buena estoy”, como hacían las pocas chicas guapas que conocía en Lima. Esa misma tarde viene a comer con nosotros. Nos metemos siete en un coche para cinco, pero a ella, caballerosamente, le cedemos el asiento del copiloto. Durante el almuerzo hablamos de fútbol y ella dice que entrena con un equipo femenino, le pregunto si juega o simplemente corre al lado de la pelota, su respuesta es fulminante: “cuando quieras jugamos y te doy una paliza”, no puedo evitar sonreir imaginándomela defendiendo un corner o intercambiando camisetas al final del partido.

Muchos (varios, en realidad), han intentado salir con ella desde el primer día en que llegó a trabajar. Que si quieres tomamos algo al salir, o vamos al bowling, no, mejor, vamos a comer. Pero ella siempre responde igual, que no puede porque además tiene otro trabajo, de monitora de aerobics en dos gimnasios, y cuando le queda tiempo libre acompaña a su padre, que según ella, está viejo y enfermo. Yo creo que no viene porque sabe que eso sería darnos alas, como el Red Bull, y luego tendría que bajarnos de la nube, y la odiaríamos, por estar tan buena y no hacernos caso, y ya no seríamos sus amigos, ni almorzaría con nosotros, ni nos reiríamos tanto con su genial interpretación de la infidelidad femenina.

Jose Luis dice que su novio mide dos metros y que es super musculoso, pero no lo creo, porque cuando yo salía con una tía buena, sus amigas, sin conocerme, me imaginaban como si yo fuera Johnny Depp, y en la realidad como mucho me parecía a un joven Cantinflas (que también tenía su encanto, sí señor). Yo creo que su novio debe ser normalito, como todos nosotros, pero me divierte comprobar como la impotencia de alcanzar algo te hace inventar obstáculos donde no los hay, como puede ser un novio musculoso, unos hermanos celosos, un árbitro mala gente, etc. Yo sigo hablando con la tía buena de la misma forma que el primer día, no espero nada a cambio. Si un día llega con su belleza normal, todo sigue su cauce. Pero si un día como hoy, llega más guapa, sin necesidad de arreglarse tanto como la fea de Miryam (fea forever), simplemente se lo digo, ella me lo agradece (todo muy politely) y escribo algo sobre las tias buenas, en mi blog. Porque a veces, ver su imagen vale más que mil palabras.

miércoles, septiembre 05, 2007

El espíritu de Benito


Cuando alguien te dice: “sabes que te aprecio mucho, ¿no?” es porque a continuación te va a soltar algo malo, lo que sea, una opinión sobre tu peinado, tu desodorante (yo debí hacerlo con alguna), o cualquier cosa criticable. Con cariño, eso sí. Por eso cuando Juan me dijo eso, yo contesté “lo pienso, no lo sé”, dejándolo en offside por unos segundos.
Pero contratacó, diciéndome que, a veces, la prudencia no era una de mis virtudes. Seguí con mis ravioli, sin hacerle mucho caso, y ya cuando vi que lo había hecho para dejarme en envidencia frente a Vero (que como cualquier miembro de la especie femenina, lo tenía cautivado casi hasta provocar la violación), le solté el por él esperadísimo “¿por?”.

Juan es lo que las chicas (que están buenas) llaman “moscón”, pero que en Lima simple y llanamente denominamos “termo”. La máxima expresión del termo, era Benito. Medía 1,40 metros, siempre acompañaba a las chicas a comprar pan, o a esperar su combi, y nunca (jamás) se chapaba a ninguna. Pero, claro, tenías que caerle bien, porque, además de ser un idiota calentador, podía desbaratar tu candidatura sexual en pocos movimientos de peón. Sólo bastaba una palabra suya para que la chica de tus sueños húmedos quedara fuera de tu alcance, y así ella lo seguiría necesitando para acompañarla, merodearla, comprarle frunas o arrocillo (no daba para más), o acompañarla a renovar su DNI, en la comisaría del Callao rodeada de Juanitos Alimaña.

- Porque a veces, deberías evitar hacer comentarios, quizá a Vero no le interesa que todos sepan que va a concursos de la tele.

En la universidad también había un Benito: el Chavo. Cada dos meses se enamoraba y seguía a su presa sin cesar, le invitaba una inka cola en el puesto de Freddy y después la veía (siempre) volar hacia los brazos del primer conchudo que pasara. El Cachaco y yo nos burlábamos de él, y una vez propuse llevar una lista de todas las hembritas que lo habían shoteado, pero era demasiado trabajo. Una tarde, sin más, desapareció de la facultad, derrotado por no poder calentar a nadie más y sabiendo que ni sus maleteos a los rivales surtían efecto.

- Sorry, pero no te estaba escuchando, Juan. ¿Quién canta ahora? Creo que es Alejandro Fernández.

Mi hermano me contó que Benito se había casado (por Junta Vecinal, ni siquiera fue a la Municipalidad del distrito) con la hermana de Walter. Dicen que ella estaba embarazada y como Benito la acompañaba siempre, sus viejos le exigieron que cumpliera como varón. Él, encantado de que al fin tanta persecución diera resultado, aceptó gustoso la imposición y ahora, hasta donde sé, vive con la fea del barrio y no le importa que ella se vaya cada tres días a dormir con unas amigas, total, no la va a dejar encerrada en la casa ¿no?

- Pues eso, que deberías controlarte un poquito, tío.
- …
- Vero, cuando desconecto pienso en Mónica Belluci.
- ¿Ah si? ¿Te gusta mucho?
- Desde siempre.

Juan se quedó mirando al infinito y comenzó a divagar, sin dejar de babear por Vero. Saboreando mi copa de vino pensé que Benito, y los de su especie, deberán existir siempre, si no, las chicas interesantes nunca llegarían a nuestras manos, mientras las aburridas se quedan con los Juanes de toda la vida.