miércoles, diciembre 09, 2015

Chibolo Sur

Mis abuelos se separaron cuando mi padre era un niño. De esa separación nacieron dos familias, y de esas dos familias varios puñados de medios hermanos, que, en el mejor de lo casos, eran mis tíos de cariño. Entre esos tíos había de todo: un ratero desafortunado, una cocinera experta, un periodista frustrado, una cantante sorda, un crack en los estudios, un policía y hasta un hijito de mamá que se pasaba pegado a la falda de mi abuela y que, según decían mis tías, aprovechaba sus momentos de soledad para hacerse pajas furiosas viendo con amor una foto mal cortada de Olivia Newton-John, que tenía pegada en el cabecero de su cama.
Y ese tío, el pajero, fue el que me llevó por primera vez a ver un partido de Alianza Lima.
Él en realidad quería llevar a mi primo Javicho, hincha confeso de Alianza Lima y cuyo máximo sueño era jugar en Alianza, o, en el peor de los casos, pertenecer al Comando Sur. Pero Javicho jugaba al fútbol con la eficacia de un canguro. Entonces,  Javicho se conformaba con saber todo sobre los jugadores de Alianza. Sabía si  eran hijos de algún ex futbolista, si habían metido goles en la segunda división argentina, o si Elejader Godos los había elogiado una tarde de radio. Javicho, terminado el partido improvisado frente a la puerta de casa, en vez de sentarse con nosotros a hablar, corría a ver mi tio, el pajero, a contarle cómo había intentado imitar a tal o cual jugador. Todos adorábamos a Javicho, pero mi tío más, era su hijo imposible con Olivia Newton-John.
Por eso, cuando Javicho me dijo que mi tío lo iba a llevar al próximo partido de Alianza en Matute, no me sorprendí. Me jodió, sí, porque llevaba pidiéndole a mi padre que me llevara más o menos desde que nací. Así que, adolorido, esa noche mientras cenábamos solté la bomba.

-        -  Javicho se va a Matute el domingo. Lo lleva mi tío Dino.
-        -  ¿Ah sí? – respondió mamá, mientras me servía más estofado.
-      -Sí ¿por qué él va siempre a todos lados, y yo no, má? – pregunté, para luego soltar mi envidia a tope: – Si encima es una bestia en el colegio y su abuela tiene que ir cada dos por tres a hablar con los profesores.
-          -Hijo, no hables así de tu primo – me regañó – no hay que ser envidioso.

Me tragué el orgullo con las papas huayro del estofado. Terminé de cenar, leí un poco y me quedé dormido mientras mi hermano menor me hablaba de no sé qué estupideces suyas.
Al día siguiente, cuando llegué a casa con otro 18 en inglés en la mochila que ya ni enseñé, mamá me dijo que mi tío Dino me estaba buscando. Fui cagado de miedo, pensando “ya verás, como sepa que fui yo el que le pintó bigotes a las calatas de sus revistas”. Lo encontré preparándose un cebiche de jurel, con su inseparable amigo Cabeza è Comba y, casi sin mirarme, me dijo “Dice tu papá que tú también puedes venir al estadio, así que el domingo vamos Javicho, tú y yo”. No supe reaccionar, me quedé helado. Ni siquiera tengo camiseta de Alianza ni nada – pensé-, y eso seguro que es obligatorio para entrar, como la insignia del colegio cuando toca desfilar o algo así. Miré a mi tío, al jurel, a mi tío one more time, a los limones, a la cebolla morada, al rocoto, a Cabeza è Comba y solté, desde el fondo de mi corazón de niño aliancista feliz e ilusionado:

-         -  Oe Combita ¿Tú no vas a Matute?

Y se cagaron de risa. Combita era de la “U”.

El domingo, a las 6 de la mañana, yo ya estaba listo y en la puerta. Javicho vino a buscarme como a eso de las 2. Tenía la camiseta de Alianza, el short de Alianza, las medias de Alianza y unas adidas negras con rayas blancas. Yo parecía Nobita, el niño que acompaña a Doraemon y mamá me había planchado hasta el calzoncillo. Mi tío nos subió al vuelo en un micro destartalado que tardó más o menos unos cuatro días en llegar desde nuestro barrio del Callao hasta la Victoria, y nos dejó como a 20 kilómetros del estadio. Cuando llegamos a la puerta de la tribuna sur, que era la nuestra, yo ya no me parecía en nada al niño peinadito que había salido de casa y Javicho tenía la camiseta tan empapada de sudor, que parecía que había jugado tres campeonatos relámpago.  Mi tío, piadoso, nos compró una botella de agua de 10 cl. Para los dos.  Entramos.
A mí, Matute, me pareció inmenso. La gente cantando, el olor a árnica, el césped verde en casi toda la cancha, el señor que iba pintando con cal las áreas, el túnel desde donde se vería cómo salían los jugadores, en fin, todo era fútbol. Me sentía el niño más feliz del universo.

-       -Gracias tío Dino, por traerme – le dije, con sinceridad y toda la educación que me habían dado mis padres.
-         - De nada – respondió, sin mirarme – tu viejo ha pagao la entrada, yo no.

Y entonces vi como una bolsa llena de orines le explotó en la cabeza al señor que estaba sentado a nuestro lado.  Se rió su mujer, sus hijos, mi tío, Javicho y todo el Comando Sur. Yo estaba cagado de miedo. Cuál sería mi cara de espanto que mi tío Dino me dijo que no me preocupara, que ya había pagado pato ese gordo, que la próxima bolsa de pichi iría ya para otra zona, que ya nos habían bautizado.
Del partido no recuerdo nada, imagino que por el miedo constante a ser golpeado por algún otro excremento o a que las bengalas que explotaban a medio metro de nosotros me volasen algún dedo de la mano, como a los niños que salen en las noticias en Navidad. Al salir del estadio bajamos andando por una de las calles principales, siguiendo a la marea de gente aliancista que iba cantando feliz, creo que tras haber ganado el partido. Javicho y yo íbamos abrazados, moviendo la boca sin saber la letra de las canciones, como hacíamos en el colegio con la segunda estrofa del Himno Nacional, cuando de pronto una explosión enorme hizo que todos corrieran en dirección contraria. Mi tío alzó en peso a Javicho y lo tiró por encima de unos matorrales, yo, más ágil, hice lo mismo casi al mismo tiempo que él y, agachados, esperamos a que pasaran los policías con sus bombas lacrimógenas y patrullas barriendo contra todo y contra todos. En cuanto la cosa se tranquilizó, nos subimos a nuestro micro y volvimos a casa. Papá me esperaba en el paradero, mi tío le dijo que unos huevones le habían tirado un botellazo a un patrullero y habían hecho la cagada, Papá asintió, me dijo anda a la casa yo de acá te veo y yo dije “Gracias tío” y obediente, me fui. Mamá estaba bajándole la basta a mi uniforme, cuando me vio llegar.

-         - ¿Qué tal hijo? – me preguntó – hueles a meado.

-        -   Mamá – le dije, abrazándola – ha sido el mejor día de mi vida. Seré aliancista forever.