jueves, noviembre 20, 2008

P.Y.T.



La conocí cuando, como dice mamá, todavía no sabía ni limpiarme la nariz, y, se podría decir sin ningún miramiento, que simple y llanamente, me folló.

Yo solía jugar con mis amigos en cualquier parque, acera, calle, basural o pampa que hubiera disponible en el barrio. Ellos llegaban con la pelota, y nos poníamos a dar patadas hasta que a alguna remendada zapatilla se le saltaban los puntos de sutura o la noche temprana limeña (a eso de las 6 de la tarde al sol ya le entraba el sueño) nos mandaba a todos a casa. Calculo, mal como siempre, que yo tendría 14 años y ella 23. Era amiga de mis tíos malotes y, como todas sus amigas, estaba buenísima, y su reputación, como diría Arjona, eran las seis primeras letras de esa palabra. En esos días, en que Optimus Prime dominaba el mundo, y Vicky la Robot era la mujer de mis sueños, mis fuerzas se iban en perseguir sin éxito a Magaly, mi amiga rubia que años después engordó como una foca. Mis amigos me dijeron ya no riegues esa flor y por eso, cuando me convencieron a punta de escupitajos y chicles pegados en el pelo, decidí dejar a la gringuita para mejor ocasión y me fui, con ellos, a una de esas fiestas que mamá me había prohibido con ahínco, puros palomillas, decía, ¿qué vas a sacar yendo a esos antros?.

No necesitaba más argumentos, además, yo sabía que a esas fiestas de luces no iba, precisamente, la crema y nata del barrio. Aún así, y sin que sirviera de precedente, seguí a mis amigos a la fiesta haciéndoles prometer que nunca más me arrojarían al río Rímac y que además me devolverían la pelota que con tanto trabajo había robado a Gino. Sí, si huevón, me dijeron, pero espéranos a las nueve en la puerta del Santa Ángela. El Santa Ángela Merici era un colegio parroquial que inculcaba a sus alumnos el valor de la cristiana, lo bonito que era el mundo visto desde los cristales tornasolados de la iglesia, y que, los fines de semana y fiestas de guardar, alquilaba sus canchas de basket para hacer fiestas y vender alcohol a menores de edad. A las nueve, a las nueve, dije y corrí a casa a planchar mi ropa fiestera.

Hice de todo hasta que el reloj de la iglesia marcó la hora indicada: di mil vueltas al parque, y me encontré cinco soles; fui hasta la casa de Magaly y vi desde abajo su ventana, imaginando que de la nada saldrían unos mariachis y cantaría eso de mujer abre tu ventana para que escuches mi voz; volé hasta la cebichería del barrio y pregunté por Pepe, el bajó, hablamos, y tuve una coartada; caminé lentamente hasta el Santa Ángela y comprobé que mis amigos no habían acudido a la cita. Así me encontró ella, vestido y alborotado.

Dijo mi nombre, estás muy guapo, y yo sonreí, temblando de frío y seguro de que mi colonia se había esfumado ya. Me cogió de la mano y yo, hipnotizado por mi primera sirena, me dejé llevar. Subimos por Morales Duárez, por los jardines que años más tarde un alcalde gay tiraría para ampliar la carretera, y en uno de esos jardines, nos escondimos. O mejor dicho, ella me escondió, como las arañas esconden a las moscas que van a desangrar. Desde mi ubicación podía ver claramente la casa de enfrente, y mientras Ella-Laraña iba destejiendo mis ropas vi a un hombre fumar plácidamente en el segundo piso, quizá pensando en el duro día que había tenido en su trabajo. En la ventana de al lado, una abuela sacudía unas mantas, alumbrada por una débil luz, y en la de más arriba una grácil jovencita, a la que encontré bastante atractiva, se peinaba como diciendo espejito, espejito.

Ella-Laraña saltó sobre mí y encajé a la perfección. Asombrado estaba de que las cosas fueran tan fáciles. No sé por qué, me vino a la mente el cuento de la liebre y la tortuga, y, minutos después, cuando ella seguía moviéndose y blanqueando los ojos, me vino también el de la cigarra y la hormiga. Pero no recordé las moralejas. Gritó como una loba herida, y apoyó sus dos manos (que hasta entonces movía como un ahogado que quiere llamar la atención de los que están en la playa) sobre mis inexistentes hombros. Pesas, le dije, y ella me besó en la boca justo antes de separarse de mí. Este secreto que tienes conmigo nadie lo sabrá, chibolo, me dijo, y sacó de su bolso un cigarro que sirvió para explicar el sabor a ruda de sus labios. Me acomodé la ropa y dejé a Ella-Laraña patas arriba, en su madriguera, casi dormida. Volví al Santa Ángela y encontré a mis amigos en la puerta. Le hemos visto una teta a la hermana de éste, dijo uno, con tanta emoción que se le cortaba la respiración, y tú, ¿por qué has llegado tarde?
Los vi entonces como los niños que eran, y respondí con la verdad: es que estaba cachando. Me miraron con los ojos como platos y, segundos después, estallaron en contagiosas risas. Y así entramos a la fiesta de luces, riendo y seguros de poder tocarle el culo a alguna, que para eso son las fiestas ¿no?

A Juliette.

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