lunes, julio 21, 2008

Per Qualche Figurine in Più


La tienda de mi abuela era fría, húmeda, y era allí donde me sentía más seguro. Por esos días, mi débil cuerpo era perseguido por el matón del barrio que tenía como hobby principal patear mis pulmones y golpear mi hígado. Entonces, entre los cromos de Navarrete, mi tranquilidad aumentaba y, con ayuda de furtivas y míseras propinas pude llegar a casi completar todos los álbums que coleccioné, entonces.

El primero de ellos fue el de Superman, que compré simplemente porque una de mis tías había conseguido una edición especial, coloreada, que habían regalado con no se qué periódico local. Me moría de envidia al ver a Christopher Reeve azul y rojo en su álbum, mientras que en el mío, el gris hacía muy difícil distinguir a los buenos de los malos. Nunca conseguí la figura 89, se supone que en ella estaba Otis escapando de la furia de Lex Luthor.

Papá decía que mi primer álbum completo fue el del mundial de España ’82. Pero eso no es verdad, del todo, es cierto que nosotros pegábamos los cromos (o figuritas, como les decíamos de cariño), pero él los compraba y cada tarde llegaba con un fajo de veinte o treinta sobrecitos que hicieron más fácil el coleccionismo, quitándole a la vez la emoción de conseguir figuritas sin pagar, jugando a las canicas, o al trompo en la calle. Visto ahora, esa debe ser la primera manifestación del recurseo en el peruano promedio. Nunca conseguimos la figurita del polaco Lato, sospecho que la editorial Navarrete la vetó después de los 5 goles que Polonia le metió a Perú, al eliminarla.
Gracias a la ayuda inestimable de mi abuela que me daba (sin saberlo) figuritas gratis, pude casi completar varios álbums: Ciencias Naturales, El Porqué de las Cosas, Sport Billy, y un largo etcétera. Y entre todos ellos, el que siempre quedará en mi memoria será el de Artes Marciales que sí llegué a completar valiéndome de un truco que, casi al final de mi carrera coleccionista, aprendí. Todos sabíamos el engaño de Navarrete de definir, en cada álbum, una figura imposible de conseguir. Pero lo que casi nadie sabía, y mi abuela me contó, es que esa figurita imposible era distinta según el lugar de Perú donde se distribuyera el álbum. En esa época, sin ebay, ni Internet, ni e-mail, era todo un trabajo de chinos conseguir alguien que conociera a alguien que pudiera traer, desde Moquegua por ejemplo, la figura 14 del álbum de Artes Marciales, esa en la que Bruce Lee rompía una jaula de canarios de un zapatazo. Surgió entonces la mágica figura de mi abuela, que, moviendo sus contactos Navarreteros hizo que yo, su nieto golpeado por la vida (y por el matón del barrio, no nos olvidemos), pudiera al fin llenar el álbum y ser el primer humano sobre la faz de nuestra tierra en conseguirlo. Me sentí especial, único, la última cocacola del desierto, y ya para completar la faena, mi alegría se multiplicó por N cuando supe que al llenar el álbum tenía derecho a pedir un regalo, relativo al tema de la colección, en la misma editorial. Esa fue mi primera gran disyuntiva, la duda máxima, mar tierra, tierra mar, espada del augurio quiero ver más allá de lo evidente, ¿pierdo mi álbum o renuncio al premio?
Nunca había ganado nada, así que mi abuela y yo fuimos a recoger el premio a las destartaladas y mugrientas oficinas de editorial Navarrete, en pleno centro de Lima. Con el dolor de mi alma, corazón y vida entregué mi álbum llenecito y un gordo sudoroso me preguntó qué quieres Nun Cha Ku o Kimono, y como yo no sabía qué era un Nun Cha Ku, pedí un Kimono. Llegué al barrio triunfal, pero no montado en un burro ni abanicado por nadie, en lugar de eso mis amigos me rodearon y yo les dejé tocar mi Kimono nuevo, blanco e impoluto con nula ventilación y que empezaba a hacerme sentir los rigores del verano limeño.

¿Puedes dar una patada voladora? Preguntó uno, y yo, in character, salté hasta el árbol más cercano y de una patada le rompí la más débil de sus ramas. Cuando comprobé que el matón del barrio había visto mi exhibición, una pequeña luz de esperanza se encendió en mí y por un momento creí que mis días de apaleamiento moral y físico habían terminado. Grande fue mi sorpresa cuando él, matón donde los haya, me envolvió en una triple Nelson y me derribó sin encontrar mayor resistencia. Me quitó el kimono, las sandalias, un chocolate y cincuenta céntimos que llevaba en el bolsillo. Cuando se fue, mis amigos se acercaron a recoger lo que quedaba de mí y me llevaron hasta la tienda de mi abuela. Sentado ahí dentro le confesé a la madre de mi madre que mis días como coleccionista habían acabado, ella, comprensiva total y enterada ya de mi última paliza, me acarició la cabeza y me regaló un muñeco del Chavo del Ocho, en ese momento sólo pude pensar en meterle el muñeco por el culo al hijo de puta que me quitó el Kimono.

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