martes, julio 29, 2008

Tú sí que vales


Las conversaciones más jugosas pueden ocurrir en el lugar menos pensado. No es necesario tener frente a ti una buena botella de vino, estar sentado en un prado verde o respirar el aroma de un buen café en Roma. Que sería lo suyo, sí, pero a veces, cuando menos te lo esperas, las situaciones, los astros, o lo que sea se vuelve propicio para una de esas charlas que ni la mejor mesa redonda podría conseguir. Estaba yo tirado, cual muñeco de trapo, en un banco del gimnasio, esperando a que pasara, cadenciosamente, el minuto de rigor que el calvito monitor del gimnasio me ha recetado entre serie y serie de ejercicios. Pensaba entonces en mis cosas: discos de Travis a devolver, si caería algo de sol sobre la piscina a esa hora, lo flaca que era la chica de los ojos verdes que hacía abdominales frente a mi.

Llegó un argentino y se sentó en el banco de al lado. ¿Qué hacés, cómo andás?, Bien, le dije, y él, descarrilado sin razón aparente, me soltó, he roto con mi piba, dice que porque soy un soso en la cama. Sentí mi cara arder, y abrí los ojos como un personaje manga. Busqué una salida pero los espejos del gimnasio me confundieron más que a Bruce Lee en “Enter the Dragon”, ¿un soso? Dije por cumplir, eso depende de los gustos. El ché solo quería hablar, hubiera dado lo mismo si el que estaba en frente hubiera sido un jubilado, un taxista, o un muñeco a tamaño natural de Bart Simpson. Dice que no le digo guarradas, que ella quiere más cosas, que me la folle bien, que no improviso. Mi minuto de descanso había pasado y con un gesto le pedí que siguiera hablando mientras me refugiaba en mis diez repeticiones de Press de Banca. Hice doce. No sé que quiere esta mina, si a veces ella parece una muñeca inflable, ¿me entendés? Es como cogerte a una muñeca, está buena la hija de puta, pero ha habido veces que el que ha fingido los orgasmos soy yo. Recoloqué la barra y, sudando, ya no sé si por el esfuerzo o por la incomodidad de servir de confesor a un tipo con el que jamás había hablado más de dos palabras, me arranqué con la segunda, maestro. Yo que sé, brother, a veces, hay que pedir las cosas, si te resignas acabas odiando, aunque sea un poquito, a la otra persona. No sé si él iba a contestar, sus ojos decían que sí, que iba a decir algo, pero en eso, la flaca de los ojos verdes se nos acercó y dijo, así sin más, yo lo dejé con mi novio porque sólo me pedía mamadas. Supe que nunca la vería igual, pero sólo pude atinar a decir, ah, comprendo, y ella, y yo quería más, pero claro, el siempre con el mismo cantar, y yo, y tú no pedías cosas, no improvisabas, y ella, sí, pedía, pero él casi nunca tenía ganas, pensaba en motos todo el día, y yo, ¿en motos? ¿qué tiene que ver?, y ella, no sé, así estuve años, porque lo quería, y el argentino, ¿y no le pusiste los cuernos?, y ella, casi, pero por idiota no lo hice, y yo, ¿por qué por idiota?, y ella, porque él me los ponía a mí, con una dominicana que conoció en el curro, y yo, ah, eso lo hizo bailar merengue. Y nos reímos los tres.

Creí que con esa risotada colectiva el tema había quedado zanjado y busqué un par de mancuernas de 14 kilos, para hacer aperturas. Terminé la primera serie de 12, y cuando abrí los ojos, allí estaban otra vez mis dos contertulios. ¿Vos nunca tenés problemas? Me preguntó, inquisidor, el argentino del que ni siquiera sabía su nombre, sus ojos negros deberían tener algún embrujo que me impidió mentir, , confesé, sí, pero no puedes gustarle a todo el mundo, hubo una que dijo que nunca la dejé satisfecha. La flaca de los ojos verdes se sentó a mi lado, y, rodeándome con su brazo derecho, me dijo casi al oído, eso es muy relativo, lo importante es pasárselo bien aunque no sea con tu pareja, que la vida son dos días, además habrán otras a las que has hecho blanquear los ojos. Asentí, y varias imágenes volvieron a mi mente, rápidas, fugaces, pendejísimas y felices. Creo que al argentino le pasó lo mismo, porque su rostro se iluminó por un momento. Blanquear los ojos, que gran frase.

Las sesión iba terminando, y mientras yo hacía mi última serie de press francés, el argentino trabajaba la espalda en el remo, y la flaca de los ojos verdes jugaba un poco en el step, seguramente feliz de haber ayudado a dos niños desvalidos. Recogí mi toalla azul, y me despedí. A él le dí una palmadita en el hombro, y a ella le guiñé un ojo, gesto que devolvió con un besito volado. Cuando salí la escuché decir, recuerda, la vida son dos días, y volví a casa con una sonrisa en la cara que me duró hasta que me quedé dormido, solo, con un libro al lado y escuchando a mi vecino agasajar a su pareja. Las paredes de mi edificio son muy delgadas.

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