jueves, noviembre 22, 2007

Leyenda urbana entre Faucett y Colonial


Escuchando un programa de radio en el que se hablaba de leyendas urbanas, me vino a la mente uno de mis más duros recuerdos. La leyenda era sobre la archiconocida chica de la curva, y trata de una mujer que aparece en la carreteras oscuras, haciendo autostop. Si algún buen samaritano la recoge, ella les ofrece animada conversación durante un tiempo, pero, misteriosamente, al pasar junto a un cementerio cercano, la mujer desaparece del asiento trasero del coche, sin que éste detenga siquiera su marcha.

Esta leyenda ha tenido muchas variantes, cada una más disparatada que la otra, pero no por eso dejó de ser popular. La que más recuerdo era la del motorista que, una noche lluviosa de fiestas populares, encontró a una atractiva joven mojada hasta los pies, esperando un bus que nunca llegaba; él, caballero donde los haya, se ofreció a acercarla a casa, y al ver que ella temblaba de frío, le prestó su chaqueta de motero y cuando llegaron a su destino, la invitó a salir al día siguiente, so pretexto de recuperar su chaqueta. Ella accedió, pero cuando el chico volvió a la hora acordada, la madre, enojadísima, le dijo que ya estaba bien de hacer esas bromas, que estaba harta, que su hija estaba muerta hace dos años ya. El motorista, creyéndose víctima de un robo, pidió a gritos su chaqueta, y la madre lo guió hasta el cementerio para ver la tumba de su hija, ya que él no quería creer la historia de la muerte. Grande fue la sorpresa cuando al llegar al cementerio vio la tumba con el nombre y la foto de la chica que llevó en su moto la noche anterior, pero mayor fue la impresión de ambos al ver sobre la tumba la chaqueta del motorista.

Esta leyenda era mi favorita, y siempre la contaba cuando ya con algunas copas de más, mis amigos y yo intentábamos relajarnos tras una noche de juerga. Pero una tarde, cuando iba muy borracho y no sabía si el norte era el sur, subí a un taxi en la avenida Colonial, cerca de la universidad. Le pedí al conductor que me llevase al aeropuerto y ya desde allí lo orientaría hasta mi casa. No hay problema, joven, me contestó él, pero usted no va a desaparecer sin pagar ¿no? Su pregunta me indignó, pero no quise hacer caso, no suelo hablar con los taxistas, ni con la gente que se sienta a mi lado en el bus. No pareció importarle mi desaire y siguió escuchando la radio. Al llegar a la gasolinera que está frente a la base naval de Callao, detuvo el taxi, tengo que echar gasolina, flaco, me dijo y se fue sin más. Tardaba mucho en volver para mi gusto, que en mi alcoholizado tiempo y espacio sentía cada minuto lejos de mi cama como eterno. Inquieto, me puse a jugar con la radio del taxi, pero ninguna emisora daba señal, me entretuve leyendo los stickers de la guantera, y admirando su banderín de Alianza Lima que colgaba del espejo retrovisor. Quise esperar más, pero vejiga llena pudo más que mi civismo y bajé a mear justo detrás de un camión cisterna. Cuando quise volver al taxi, éste había desaparecido. Me acerqué a un hombre que echaba gasolina en el surtidor de al lado y le pregunté por el taxista furtivo, ¿te ha robado algo?, preguntó, pero le dije que no, que todo lo mio lo llevaba encima. Me miró asustado y me dijo que a esa gasolinera, una vez, llegó un taxista ensangrentado que había sido víctima de un atraco en el cruce de Faucett y Colonial, cuentan, me dijo, que el taxista murió antes de que llegaran las ambulancias (algo muy común en Lima, donde el tiempo de respuesta para estos casos es de casi una hora, siempre), pero que no se cansaba de repetir una sola frase, “querían bajarse sin pagar”. Desde entonces, finalizó mi entusiasta interlocutor, de vez en cuando un taxista misterioso, no digo yo que sea el mismo, recoge algún incauto y lo deja abandonado aquí, hasta que se aburra y baje por su propio pie del taxi para buscar al conductor, pero cuando no lo ve por los alrededores y vuelve a la gasolinera, el taxi ha desaparecido.
Me reí sin ganas, y le agradecí la historia. Sabía que era imposible que encontrara otro taxi a esas horas y frente a la base naval, así que caminé hasta casa. Eran solo 800 metros los que me separaban de mi cama, pero se me hicieron eternos y se me quedó grabada para siempre la voz alegre de aquél taxista que me abandonó. Desde entonces desconfío de ellos, aunque me ha dicho mi padre que, en este caso, use el mismo remedio que usé para quitarme la fobia a los perros: “piensa que siempre, ellos tienen más miedo que tú”

2 comentarios:

Luxxor dijo...

Impresionante!!!!

Cuantas de estas entradas te has currado desde el mismo sitio que me curro yo ahora las mias???? ;)

Por cierto, es genial que dejes la dirección de tu blog y debajo pongas NO LO LEAS...

Es alguna especie de trampa para idiotas??? Por que he picado de plano

el_ficho dijo...

TODAS, eso es lo que yo llamaría "productividad en horario laboral"

picaste (pero yo también lo habría hecho)