lunes, diciembre 10, 2007

Granada, de sangre y de sol



Antes de salir, pregunté a Sebas si debía saber algún detalle específico, algo como bares a los que no ir, calles por donde no meterme, o cosas así. Me explicó que era mejor ir en bus, si no podía pagar el avión, porque el coche me estorbaría en una ciudad tan pequeña y sobretodo si mi hotel estaba en plena Gran Vía. Todo se hace caminando, me dijo, Granada te la tienes que patear. Sol había estado allí diez años antes, cuando su hermana mayor, en plan hippie, había dejado Bretagne para adentrarse en el mundo andalusí y aprender español. Pero no recordaba mucho porque, como ella dijo, era muy joven en ese tiempo y además la mitad de la visita estuvo borracha o con resaca.

Una de las cosas que más se me grabó de las indicaciones que me hizo Sebas, fue que al entrar un bar pides una caña y siempre tienes tapa, como en Madrid (tapa miserable la mayoría de las veces, pero siempre existente). Tu te sientas y te esperas, me dijo, que la tapa viene sola, no la pidas, te esperas. Sobra decir que nunca llegó, en el primer bar estuvimos un buen rato y no nos pusieron ni siquiera esas cortezas asquerosas de origen desconocido, en el segundo, tras una tensa espera pedimos directamente el menú del día, y en el tercero, ya en pleno mirador, tuvimos que pedir la tapa para que el camarero nos donara un puñado de migas con ajo.
La misión principal del viaje era ver la Alhambra, que fue candidata a maravilla del mundo pero que al final fue derrotada por Machu Picchu (o como sea que se escriba), y como yo no había visto ninguna de las dos maravillas, me decidí a comenzar por la que tenía más cerca. Tampoco pudo ser. Después de subir cuestas interminables de 45 grados de inclinación, llegamos a la taquilla y nos informaron de que sólo había pases para ver los jardines del Generalife (que a mí me sonaba a Herbalife), pero que de los palacios, patio de los leones y demás, nos olvidáramos. Me puse furioso y quería mandar a Granada a la misma mierda y volver al hotel a ver tele o lo que sea, Sol me calmó desde lejos e hicimos la cola para comprar las entradas. Al intentar pasar, con los tickets en la mano, el segurata nos dijo que sólo podíamos entrar después de las tres de la tarde, y eran las doce, regresé a comerme a la taquillera por no avisarnos de ese detalle pero no me quiso devolver el dinero; volví a la cola y grité que ya no había pases para nadie, como mínimo hasta las 5 y sólo para jardines. La mitad de la gente se fue y le vendí mis entradas a un guiri justo antes de tomar la Cuesta de los Chinos para bajar al Albayzin.

Aquí la cosa fue mejorando, pues el ambiente inhóspito que me describió Sebas, en el que había gitanos ladrones de bolsos detras de cada esquina, no existió. Llegamos hasta el mirador de San Nicolás, y al fin, disfrutamos de unas cervezas recibiendo el sol directamente, en camiseta, mientras en Madrid la gente sufría con la niebla y el frio. Por la noche, había planeado ir a un concierto de los Escarabajos, en una sala cercana al hotel. Conseguimos las entradas dos euros más baratas al comprarlas en una tienda de discos en medio del barrio de los yonquis (casi toda la calle Elvira estaba llena de ellos) y disfruté como loco escuchando música de los Beatles bien interpretada, sobretodo “I’m down” en la que el bajista en plena euforia rompió una cuerda del instrumento. Al volver al hotel me hizo gracia ver una calle llamada “niños peleando”, y pensé que así podía haberse llamado mi calle de la infancia. Al día siguiente cogimos el bus de las diez de la mañana y a medida que salíamos de Andalucía, la niebla nos rodeaba sin piedad. Llegamos a Madrid a las 4, sin comer y no muy contentos con Granada, la próxima (si la hay) compraremos entradas para la Alhambra por internet.

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