martes, octubre 07, 2008

Chula, Chula ¿dónde te has metido?


Era el más alto de todos mis amigos, tanto que los demás le llamábamos “tío” cariñosamente. Su metro ochenta y cinco (a los 14 años) lo hacía resaltar sobre los demás en cada desfile, formación, fiesta, clase o meada comunitaria, y de esas hacíamos muchas en las paredes de los colegios rivales. Además, su temprano mostacho, pelusilla diría mejor, dibujaba una pequeña nube sobre sus labios que nunca te dejaba claro si no se afeitaba o había comido mazamorra morada. Y si a su altura le uníamos su ausencia total de hombros se comprendía perfectamente el porqué de su apodo: Chula.

Chula era lo más parecido a Goofy que te podías encontrar en el Politécnico del Callao. Afable, cariñoso, de risa fácil y bien intencionada, estaba siempre allí cuando alguno de nosotros lo necesitaba. No te traicionaba ni aunque estuviera entre la espada y la pared, y una vez resistió por mí una tortura de más dos horas. Esa mañana yo había roto de un pelotazo una luna del taller de carpintería, en cuya pared Chula, mis amigos, y yo, solíamos jugar a los penales. Mi tiro salió desviado para que Chula (el mejor arquero del salón) no pudiera alcanzarlo, pero sin el efecto necesario para bajar a tiempo y la luna estalló con un estruendo aterrador. Huimos como ratas, pero él tropezó consigo mismo y cayó de bruces contra el pecho del profesor carpintero. Resistió media hora de interrogatorio y no soltó ningún nombre, yo esperé todo ese tiempo con el culo apretado en el salón de biología hasta la hora de recreo. Cuando salimos y vimos a Chula arrodillado sobre chapas de coca-cola en el patio central, con las manos tras la nuca y vigilado por un policía escolar, comprendimos que no nos había traicionado y dos horas después lo homenajeamos con un cariñoso apanado y dos panes con atún comprados en el kiosco de Elmer Faucett.

Nunca vimos a sus viejos, pero los imaginamos de tres metros, vestidos de negro y, ambos, con pelusilla sobre los labios. Debían ser buenas personas como lo eran los míos, pues a diferencia de la mezquindad característica de los niños chalacos, Chula y yo nunca fuimos egoístas. Éramos pocos los que compartíamos nuestras cosas sin necesidad de amenazas, y siempre estábamos dispuestos a dejar que algún necesitado arrancara la carátula de nuestro cuaderno para poner su nombre y presentarlo, o a prestar nuestra insignia, por todo lo que dure el desfile, a un escolta angustiado. Todos lo sabían y cuando algún pendejo se metía con nosotros aceptábamos el reto como tenía que ser. Si ganábamos, todos contentos, pero si íbamos perdiendo, alguna mano o pie misterioso caía sobre la cabeza del rival, dejándolo semi noqueado y listo para ser rematado por nuestras solidarias manos. La última bronca de Chula fue con Gereda, el malote oficial del salón que lo acusaba de soplón por denunciar que llevaba revistas porno y las leía durante la clase de religión. Todos sabían que el soplón fui yo, más por venganza al ver que la porno no llegaba a mi carpeta, que por afán reivindicativo. Todos sabían que dolido en mi orgullo no resistí la tortura individual a la que fuimos sometidos y dije fue Gereda auxiliar, fue Gereda, cuando vi que abrían el cajón de torturas y me preguntaban ¿qué quieres, dos horas de chapitas o ranear por todo el colegio? El respeto que había ganado durante tres años se fue a la mierda, pero nadie le dijo al mongolo de Gereda que fui yo el denunciante, y él al ver que Chula se libraba del interrogatorio (entrábamos por orden alfabético, y él iba después de mí) asumió que se había ido de la lengua, y sin más, le metió un manazo se movió a mi amigo como el viento mueve a los árboles. Chula, como se hace en estos casos, ni preguntó el porqué del golpe, cogió a Gereda por la jeta y lo arrastró hasta estrellarlo contra el periódico mural, que entonces anunciaba la proximidad de las fiestas patrias. Los rodeamos para que nadie se metiera y dos minutos después Gereda se rendía, ensangrentado y con un pedazo de escarapela pegado al ojo.

Chula estuvo triste una semana, sin hablarle a nadie. A los dos meses desapareció.

Una noche de juerga, yo bajaba por Escardó a toda velocidad en unos de los carros decomisados por el viejo de Pepe. Creo que era un Datsun rojo con una raya blanca pintada, nos sentíamos Starsky y Hutch. Paramos en una carretilla, de esas que pululan por Lima y sirven para alimentar a los trasnochados. Compramos un sánguche para tres y cuando peleaba con Tomy por un trozo de pollo de dudosa procedencia, vi a Chula estirar su eterno brazo, llamando un taxi. ¡Chula!, grité, y mi amigo me reconoció al instante, has crecido, me dijo, pero nunca te voy a alcanzar, huevón, aseguré. Volvimos a la carretilla y compramos dos latas de Pilsen, que bebimos sentamos en el borde de la vereda. Me contó que tenía un taller mecánico, en Dulanto, y que le iba más o menos. Le dije que estaba en la universidad, y le confesé que pensaba escapar de Lima en cuanto pudiera, pero la cita para sacar pasaporte es de tres meses, y da flojera levantarse a las cinco para hacer cola. Hacer bien en irte, me dijo, esta ciudad es una mierda. Le pregunté entonces por qué dejó el colegio, y me dijo que no lo dejó, sino que pidió a sus viejos que lo cambiasen a otro, porque allí ya nadie lo respetaba, que creyeran que yo era un soplón, entonces eso me dolía mucho, ahora me llega al pincho, pero entonces me dolía mucho. Ya no supe qué decir, estuvimos unos minutos mudos, simplemente sonriendo y recordando en silencio nuestros días escolares. Mis amigos hicieron sonar el claxon del Datsun y ofrecí a Chula acercarlo a Dulanto, pero no quiso, iba a otro lado y te vas a desviar mucho, flaco. Cambiamos teléfonos, pero nunca nos llamamos.

Hoy en el metro de Madrid vi a un tipo enorme, larguísimo, tanto que tuvo que doblarse para entrar en el vagón. Se paró a mi lado y su abrigo negro le daba un aspecto fúnebre, gótico, y pensé que si el chofer de Drácula existía tenía que ser como este tipo. Sobre la boca tenía una pequeña pelusilla a modo de bigote, y la misma mirada de Goofy que Chula tuvo siempre. Quise preguntarle si lo conocía, si era familia, si había estado alguna vez en el Callao, pero cuando me acercaba me di cuenta de que no sabía el nombre de mi amigo, y no hubiera quedado muy bien preguntarle a un extraño: oiga, ¿es usted familiar, o amigo de mi inolvidable Chula? Seguramente me habría ganado un puñetazo, y no estaba hoy de humor.

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