martes, octubre 21, 2008

Abre los ojos


La ex de mi hermano tenia pelo de muñeca vieja, sonrisa de liebre y ojos de koala. Me odió desde el primer día y se inventó un apodo (carejerma) que, según ella, me venía como anillo al dedo. Yo solía verla con cierta complacencia, pero siempre preferí a otra de sus ex (¿Sonia?), bastante más simpática y mejor despachada. Cuando encontraba a la sonrisa de liebre sentada en el sofá de mi casa, le preguntaba si no tenía nada más que hacer, y ella, conchuda hasta el infinito, decía que sí, pero que ya lo hacía su hermana, que era su esclava. Me hacía reír y por eso nunca le dije que su nariz parecía un borrador de papa, ni que mi hermano le ponía los cuernos sin compasión.

Una tarde, en que me encontraba demasiado amigable, me senté a su lado para hacerle compañía mientras mi hermano se daba una ducha. La sonrisa de liebre me miró fijamente a los ojos y, tras breves segundos, me dijo tienes las mismas carachas que mi pajarito. ¿Carachas? Le sugerí amablemente que se quitara las legañas de los ojos, y volviera a verme dentro de unos cinco años, en tanga. Subí a mi cuarto y, obviamente, me escudriñé frente al espejo. No sé cómo era el pajarito de mierda ese, es más, lo imaginé como uno de esos ratones con alas que llenan los parques del Callao y se dejan capturar por niños vivaces, pero mirando mi reflejo comprobé que algo de razón tenía la engendra al descubrir las bolitas de grasa que se habían formado bajo mis párpados. La odié para siempre, y pedí cita en la Clínica de la Madre Mónica, para me que hicieran un servicio de planchado y pintura.

Llegué puntual, y me senté junto a los demás enfermos. El saber que estaba allí sólo por cuestiones estéticas me hizo sentir un poco mierda, quitándole el turno a alguien que probablemente iba a morir por mi culpa. El malestar pasó cuando vi llegar a un viejo con gabardina, quien tras saludar a la enfermera de recepción, pasó sin esperar su turno. Todos supimos que el viejo tenía amigos en la clínica y aceptamos resignados que usara sus influencias. Yo le deseé impotencia absoluta para toda la eternidad.
Cuando al fin se abrió la puerta y la enfermera gritó mi apellido (mal, as usual) me puse tan nervioso como cuando era niño y mamá me llevaba al dentista. No había nadie a mi alrededor y crucé el umbral solito, haciéndome el valiente y deseando que mi hermano dejara a la sonrisa de liebre llorando, al lado de su pajarito carachoso.

- Muy buenas – me dijo el doctor, que limpiaba un cuchillo de mantequilla.
- Buenas – tragando saliva, huevos en la garganta, risita nerviosa.
- No te asustes, chino. Este cuchillo es para mi sánguche de pollo.

Me acosté en la camilla y vi al doctor acercar algo que parecía un generador de corriente. Era una caja blanca de metal con un indicador y dos botones como los de las lavadoras antiguas. No te muevas, me dijo, y me inyectó algo por debajo del ojo. Segundos después, aunque me lo tocara, lo sentía adormecido. Ahora viene lo bueno, anunció el jijuna, y sacó de un cajón una varilla de soldar con un cable a un extremo, que conectó a la máquina.

- No te muevas, y no abras los ojos – ordenó, y giró el botón de lavadora hasta que la flechita del indicador llegó al sector rojo.

Me dijo que no era necesario ponerme un parche y salí de la clínica seguro de que mis bolitas de grasa habían desaparecido para siempre. La gente me miraba en el bus, y cuando llegué a casa supe que era porque tenía los ojos rodeados de ceniza. Eso explicaba el olor a pelo quemado que me acompañaba a todos lados y que atribuía a la basura que queman los vagos en la orilla del río Rímac. Me encerré en mi cuarto y no salí hasta una semana después. Cuando volví a ver a la sonrisa de liebre, vino corriendo y me hizo un close-up, como si viera un muñeco de cera y buscara las imperfecciones. Ya no tienes nada carejerma, menos mal, porque mi pajarito murió y creo que fue por las carachas. La empujé suavemente y le dije permiso chibola, mientras salía de casa, pues había quedado con su hermana mayor para ir al cine. Si hubiera sabido que íbamos a ver una película tan asquerosa hubiera prolongado mi encierro un día más.

Meses después mi hermano dejó a la sonrisa de liebre y mis bolitas volvieron a aparecer. Lo tomé como una maldición de mujer despechada, y me resigné al castigo con tal de no verla nunca más.

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