viernes, octubre 24, 2008

Mambrú se fue a la guerra


Atocha es fría, llena de caras hostiles y por el techo se cuela la fría lluvia de noviembre, como en la canción de Guns N’ Roses. Hay pocos bancos y están todos ocupados por gente que parece esperar un tren imaginario, porque han pasado ya mil y no se han subido a ninguno. En las pantallas de información aparecen los datos del próximo en salir: tren destino Parla. Ese es. Sube y la gente va a lo suyo, no hay opción a que, como en Lima, alguien se siente a tu lado e, inoportuno, te distraiga de tus pensamientos y te cuente cómo su hijo ha entrado a la universidad, como tú, flaco, o la historia del abuelo que peleó en la guerra con Chile. Un asiento libre, al lado de la ventanilla. Bien.

La música del tren es monótona, pero relajante. Frente a él hay un negro que parece sacado de las imágenes del vídeoWe are the World”, y huele raro, como a quemado, un olor que nunca antes había sentido. Se baja en El Pozo y desde abajo lo mira como si él fuera un pez en un acuario de barrio. El tren sigue su camino y pasa por Villaverde. El barrio tiene mala pinta, los edificios son todos iguales, con ropa tendida por fuera de las ventanas y cables colgados por todos lados. Algunos balcones tienen una antena parabólica como único adorno, y otros una bicicleta despintada o una tabla de planchar. En el techo de un edificio hay un cartel anunciando un ron venezolano, y más allá, al fondo, en las profundidades del barrio, se ve otro de Telefónica, destartalado. Próxima estación: Las Margaritas.

El tren lo vomita en algo que parece un parking. Getafe es una ciudad dormitorio y su equipo de fútbol no está, aún, en primera división. Una abuela practica con su Fiat aprovechando la soledad del parking, no frena a tiempo y se lleva por delante unas cajas vacías que alguien ha abandonado en una esquina, me cago en la leche, abuela, grita desde una esquina el que parece ser su nieto, así no te renuevan el carnet ni de coña. Un chino se acerca por la espalda y le ofrece los últimos estrenos en calidad DVD y con carátulas en portugués, balato, farfulla, mil pesetas, mil, balato película. Le dice que no gracias, y sigue de largo hasta la calle principal. Le han dicho que al salir de la estación gire a la derecha, todo recto, hasta ver un lazo del SIDA enorme en una rotonda. Se le hace eterno el todo recto, y cree que se ha equivocado, pero piensa qué mierda, yo sigo nomás, y no vuelve sobre sus pasos. La acera es delgada, está en obras, y la tiene que compartir con gente que va y viene. Los paraguas chocan al encontrarse y una mujer casi le saca un ojo, le reclama y ésta le grita, no haber venido coño, haberte quedado en tu país, no está acostumbrado a ese tipo de respuestas y se calla, confundido, sin saber si debe patearle la nuca o callarse y bajar la cabeza como todo buen invasor haría, si quiere pasar desapercibido. Llega al lazo, por fin.

Cuando veas el lazo, has llegado a la plaza, el edificio más grande es la universidad. Ni el más huevón se perdería; entra por la facultad de Humanidades. El jardín está húmedo y no es como se lo habían descrito: lleno de chicas que toman el sol, con el ombligo al aire. Tenía que haber venido un mes antes, piensa, y cruza la puerta de cristal, enorme, hasta llegar a un salón frío y vacío, como de museo. Oficina 15-B, reza el papelito.
No hay nadie, son las once de la mañana, dice un estudiante que lo ve parado frente a la puerta, como esperando a que se abra sin decir abracadabra, éstos deben haberse ido a por un café, si es que son más perros que Niebla. Se ríe porque le gusta la analogía y decide bajar a la cafetería a tomar algo también, sólo ha desayunado un zumo de naranja de botella, y un par de magdalenas. Por el pasillo ve a las chicas que le prometieron, con libros, arregladas como para una fiesta, sentadas en el suelo y hablando a voz en cuello, todas llevan enormes argollas en las orejas. Endereza la espalda y pasa en medio de ellas como lo hacía en Lima, gallito en el corral, pero se convierte en bola de paja en el desierto y nadie ve, siquiera, sus gafas Hermès. Qué dolor, qué dolor, qué pena. No soporta la humillación de ser ignorado y se mete en un aula, cualquiera, y resulta ser la de informática. Todas las máquinas tienen Internet y decide, además de leer los periódicos peruanos, ver sus correos en Hotmail, contraseña: PEJ402, la matrícula de su Land Rover.

Abre el chat y aparece Mariana.

- ¿Dónde estás, Gitanito?- pregunta, e incluye un smiley que se rasca la cabeza.
- En el culo del mundo – contesta – y te extraño un huevo, flaca, a ti, y también al imbécil del Mongo. Esto es una mierda.

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