viernes, junio 20, 2008

Come Fly With Me


He leído en Esquire algo que me sacó de mi letargo (defino letargo: estoy sentado en mi cama, leyendo mientras mi vecino hace ruidos sexuales que provocan mi más vil envidia). Superman nació Superman, y se disfraza para confunfirse con los mortales y pasar desapercibido. No es como Batman, que es Bruce Wayne y se compra un disfraz con sus millones. Tampoco es Peter Parker, que sufre la mordedura de una araña radioactiva y se convierte en Spiderman, disfrazándose de azafata de colgate y volando por New York. No, Kal-El nació Kal-El, y él, que es un dios, se disfraza de humano. La imagen que tiene de nosotros es Clark Kent: cobarde, débil y mediocre.

Cuando leí esto, descubrí por qué Superman tiene tantos adeptos en el mundo. Por qué compré el pack en caja metálica con todas sus pelis, y todititos sus extras aunque sólo me gustan Superman y Superman II. Por qué mi sobrino, de cinco años, rechazó el disfraz de Chucky que con tanto esfuerzo preparé para mi fiesta de cumpleaños, y decidió vestirse de rojo y azul, aunque su traje ya le quedaba algo corto, no importa tío, me dijo, es que Chucky no sabe volar.

Recuerdo, entonces, la foto de mi tío el viajero, que venía en su primer lote de cartas, tras escapar del país. Se le ve joven, delgado y lleno de ilusión, con sonrisa de niño, al lado de la estatua de Superman, en el Museo de Cera de Madrid. Yo quiero tener la misma foto. Tengo una en que, arrodillado, estoy al lado del escudo de su familia, en el parque Warner, con gafas de sol y camiseta roja (con la inscripción “Fuckin’ Criminal” en el pecho), tengo el pantalón de lino empapado por culpa de una atracción acuática del West Village y se trasluce el calzoncillo negro que, idiota yo, llevaba debajo. Es lo más cerca que estaré jamás de vestir como Superman, con las vergüenzas al aire.

Cuando era niño, mi afición por los comics era tal que la vendedora de revistas del barrio me dejaba leerlos, si no los arrugas, chino, aunque no llevara dinero en el bolsillo. Leía de todo: Lulú, Archie, X-Men, Daredevil, Hulk, Batman, y siempre, siempre Superman. Tengo en casa una miniatura de Batman, y cuando mis amigos preguntan que ¿Por qué no Superman? Contesto que él lo tuvo muy fácil para ser héroe, Bruce Wayne la luchó un poco más. Obviamente, mis amigos me miran como a un bicho raro, y cambian el tema mientras alguna de sus novias, no muy discretamente, susurra: ¿éste es el mismo que te dijo que Paul McCartney estaba muerto?

Cuando cumplí doce años, un doctor inoportuno descubrió que mis dolores de cabeza se debían a una temprana miopía, que explicó también mi insano apego por las chicas feas. Unas gafas de pasta después veía todo claro, cristalino, cambié de amigas y las rechazadas, en un acto de venganza totalmente comprensible me rebautizaron como Clark Kent desnutrido. Que derivó en Clark, con los años. Era común, en el barrio, verme doblar alguna esquina, cuatrojos total, y recibir efusivos y espontáneos, Habla Clark, a tutiplén. Y entonces compré la miniatura de Batman.

La maldición del disfraz de Superman me persiguió muchos años más, dejando huellas imborrables en mi corta historia, como por ejemplo la vez en que bailando como un loco, rompí los cristales graduados contra una pared, y me pasé el resto de la fiesta al borde de la ceguera. Mis amigos, tan crueles como yo (nos veremos en el infierno, cabrones) me retaron a levantarme a una morena que se contorsionaba, cual posesa, sobre la pista de baile. No tengo que demostrar nada, dije, sin dejar de servirme de forma compulsiva la cerveza que habíamos comprado, uy que maricón, Clark, me dijo uno, y mis ojos rojos enfocaron a la bailarina que ataqué como si fuera un tiburón de Spielberg. Quince minutos después, y con su sabor en los labios todavía, me acerqué, según yo ganador, a la mesa de la discoteca y no mencioné más el tema, seguro de que el silencio de mis amigos venía provocado por el asombro colectivo. Tres días después, mis fotos besando a una gorda horrible inundaron la universidad, y yo, Clark Kent otra vez, quería que la tierra (o la gorda, qué importa) me tragase.

Superman se disfraza de hombre común, para pasar desapercibido. Mañana estaré en Metrópolis, bautizada así en los comics como homenaje a la película de Fritz Lang, ya no seré Clark Kent, porque el láser ha borrado las imperfecciones internas de mis ojos. Podré ver el Empire State, el MoMa y las tiendas del East Village y Manhattan. Pero estoy seguro de que si alguna mujer queda colgada de una cornisa, me entrarán ganas de romper los botones de mi camisa, y volar hasta rescatarla mientras los New Yorkers se preguntan, ¿es un pájaro?, ¿es un avión? No, es el huevón de Clark que ha combinado café irlandés con Red Bull.

No hay comentarios: