lunes, junio 16, 2008

Con el culo en pompa


Me llamó a eso de las siete, mientras disfrutaba un descanso, entre Estadística y Análisis Financiero, cuando lo normal era que mis neuronas estuviesen reventadas por tanto intentar comprender la distribución de Poisson. Dijo que estaba en Madrid desde hace unos días, y que le gustaría verme.

Habíamos dejado de hablar por unos meses, casi doce, después que desde un locutorio miserable le dijera que lo nuestro no podía ser, que eso del amor de lejos era de pendejos y que mejor se buscara otro que la llevara a pasear, o al cine, o le haga cosquillitas a escondidas de su viejo. Comprendió todo, o así me pareció. Preguntó, entonces, si yo tenía otra, sólo quiero saberlo. Le dije que no, pero en realidad yo moría por una dominicana de ojos verdes que nunca me hizo caso, aunque su sola presencia fue suficiente para hacerme saber que en el mundo había mucho territorio por explorar y que no compensaba quedarme pensando en mi pampa limeña. Ella sabía que yo mentía. Me dijo que a pesar de todo me iba a querer para siempre. Yo sabía que ella mentía.

Por eso me sorprendió su llamada, pero accedí, nos vemos en Sol, le dije, frente al Oso y el Madroño, donde queda todo el mundo. Esa mañana me la pasé preguntándome, ¿qué quería? si ya me había dicho que salía con un tipo de Barcelona, uno que había conocido mientras cuidaba a una vieja, y como si fuera la protagonista de una telenovela se había enamorado del señorito de la casa para vivir felices y comer perdices. ¿Para qué vernos, ahora?
Llegué puntual, y al no verla, me alejé un poco hasta detrás del puesto de periódicos que está frente al oso, desde donde la vi llegar diez minutos después. La decepción en su rostro era indescriptible, y por una mezcla de piedad y curiosidad me acerqué por detrás y le susurré hola en la oreja, como lo hacía cuando nos queríamos. Nos abrazamos y parecía que había pasado media hora desde que la vi por última vez, en el aeropuerto de Lima. Mis amigos decían que era muy fuerte que una chica cruzara el mar sólo por verme, pero yo no creía que fuera así, ella viene a estudiar, me defendía, y Andrea, la gaditana decía que yo era un gilipollas, como todos los tíos, queréis que las tías nos pongamos en bandeja de plata y con el culo en pompa.

Yo seguía sin creerlo, ella estaba aquí como muchos otros, buscando nuevos aires, no por mí. Vamos a la Mallorquina, propuse, y ella sólo puso como condición que allí sirvieran helado. Subimos y yo pedí una manzanilla, mientras ella, golosa, no dejaba de saborear lo que fuera que había en su copa. Los minutos pasaban tensos. Me preguntó que qué tal me había ido y yo le dije que bien, que tenía trabajo, que era una mierda, pero mucho mejor que estar en Lima, que aquí al menos tengo la oportunidad de viajar y Europa está al lado. Esto es Europa, me corrijió, no, esto es el norte de África, contradije, sólo por joder. Me dijo que sus tías no la habían ayudado a venir, como prometieron en un principio, tuve que buscármela, confesaba, y me contó la historia de una amiga, que tenía un padre, que trabajaba con el Rey, y que eran quienes finalmente la habían ayudado a escapar del Perú. Yo no podía dejar de mirarla, su cabello estaba más oscuro y aunque se había maquillado un huevo no dejaba de tener la mirada inocente y desorientada que estoy seguro que la acompañará por el resto de su vida. Seguía hablando y yo, en mi mundo, seguía analizándola al máximo: esos pendientes no pueden ser tuyos, no es tu estilo, esa camisa te queda perfecta, como siempre, te están sudando las manos y no sabes cómo secarlas sin que me dé cuenta, no importa, hazlo, ya nos conocemos de sobra. Le dije que había empezado a salir con una amiga de mi hermana, hace un par de semanas, nada serio, es francesa así que no creo que nos entendamos por mucho tiempo. Ella me dijo lo mismo del catalán, y me enseñó su teléfono móvil apagado, porque sino me estaría llamando cada cinco minutos. Touché.
Pasamos a las formalidades: me preguntó por mi familia y yo le dije bien gracias. Devolviendo el interés le pregunté por su familia y me dijo que su mamá estaba desbocada, como un perro que tras estar encerrado durante años sale al parque por primera vez, ha tenido cuatro novios ya, que yo sepa. Sonreí, y recordé ese rumor de barrio que hablaba de las escapadas de su vieja, y de la amistad con mi padre (y otros tantos) que según las vecinas no era del todo inocente. En ese instante aprendí para siempre que cuando alguien te pregunta "¿qué tal la familia?" responder un “bien, gracias” es más que suficiente.

Se hacía tarde y la acompañé hasta el metro. Bajando las escaleras me confesó que llegó tarde porque la duda se apoderó de ella en plena calle Preciados y se escondió en una zapatería. Hubiera sido una pena que te cagaras de miedo, no muerdo, a menos que me lo pidas, le dije y sonreí de lado, tras recordar que ese era uno de mis gestos que más le gustaban. Pasamos los controles y llegó el momento del adiós, yo voy por el otro lado, tú tienes que ir en dirección norte, tu amiga españolita colega del Rey te estará esperando. Me pidió un beso. La besé en la mejilla, pero me dijo con los ojos que no era suficiente y me ofreció sus labios que ni tonto ni perezozo, acepté sin rechistar. Fue un beso dulce, y suficientemente largo como para ser recordado varios años después. Su olor era igual al de nuestra última vez y cuando la vi perderse entre los túneles del metro supe que no la vería nunca más.

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