martes, agosto 05, 2008

Saca la mano, saca los pies


Frente a un Ice Tea, sentado en el Starbucks de Las Cortes, escucho entusiasmado el relato de mi nueva amiga, acerca del concierto de Rubén Blades. Me cuenta que la gente se sabía todas las canciones, cosa que para ella, que fue en plan experimentación como fui yo una vez a un concierto de música africana, era algo imposible. Yo bailaba, decía, y los demás cantaban las canciones de principio a fin, y se supone que era salsa. Le expliqué que para los latinos, Blades era más que un salsero. Él, junto a Lavoe, Willie Colón y Celia Cruz, forman los pilares de la salsa. Ella escucha atenta mi historia, y luego hablamos de más cosas: The Beatles, jazz, teatro, cine, ensaladilla rusa, y un perro que pega su nariz en el cristal mientras su guapa dueña nos sonríe cuando nota que he derramado mi té. Nos despedimos y mi amiga ofrece acercarme a casa, le agradezco el gesto pero llego antes metro.
Apenas bajo las escaleras el calor sofocante me golpea la cara como si fuera el aliento de un dragón. Ha subido el precio del abono mensual de transportes, podrían al menos gastar algo en aire acondicionado ¿no? Llega el tren y no hay asientos, no importa, sólo son cuatro estaciones las que me separan de mi sofá, mi tele y una copa de vino. Estoy de pie, colgado del pasamanos, preguntándome si el perro olisqueador era un Bulldog o no, frente a mí hay una pareja mayor que habla de sus cosas, al lado suyo va sentada una china que lee un periódico en inglés y lleva zapatillas alemanas. Próxima estación Tirso de Molina. Del lado opuesto del vagón llega un tipo con pinta de indonesio, desnutrido y con los ojos saltones, me recuerda a los yonkies del Callao, además se viste igual que ellos. Hace sonar los dedos, como Fonzie, para que me aparte de su camino. El gesto me pilla desprevenido, con la guardia baja, y no hago más que apartarme sin quitarle la mirada de encima, a su paso empuja con las piernas las rodillas de la china y de la pareja, el marido lo mira con recelo y algo de asco.

Se abren las puertas y baja un poco de gente, el aire corre y aprovecho para llenar mis pulmones un poco más. Se cierran las puertas y el tipo sigue en el tren, ahora veo que lleva una bolsa de papel en la mano, y que su cara parece más sudamericana que la de Manco Cápac. Se pega sospechosamente a una rumana que, seguramente cansada de trabajar, no lo nota. Todos los demás vemos, entre sorprendidos e indignados, cómo la mano del ladrón se desliza bajo la bolsa de papel para empezar a abrir el bolso de la rumana, que sigue pensando en sus cosas.
Mamá sufrió, a finales de los noventa, un robo similar. al llegar a su destino comprobó que le faltaba la cartera de su bolso, y con ella había desaparecido el sueldo del mes. Cuando buscó a la policía del metro para denunciar el robo, el agente la miró de arriba abajo y le espetó "son tus paisanos los que vienen a robar, así que no te quejes", humillada e indignada, salió del metro cagándose en todos los muertos del policía, y ya fuera, sólo pudo limitarse a llorar sentada en un parque de Moratalaz.
Lo miro a los ojos, como diciéndole sé lo que estás haciendo, pero él me sostiene la mirada y me rindo ante tamaña conchudez. Qué sirvengüenza, qué lisura, carajo diría mi abuela. Próxima estación: Atocha Renfe. El tren se mueve bruscamente al entrar en la curva de la estación y la mano del ladrón mueve el bolso de la rumana, que ahora sí, nota la incursión, el allanamiento, y mira desde su metro ochenta el metro sesenta del ratero. Éste le da la espalda y baja presuroso perdiéndose entre la multitud que corre a buscar su tren.

Qué impotencia, joder, qué impotencia, dice el marido, que golpea con un puño el lateral de su asiento, perdonar pero estas cosas me ponen negro, perdonar. Yo le digo que se tranquilice, que todos lo estábamos viendo y nadie hizo nada. Una chica que está parada a mi lado me da la razón y dice, claro, encima si te metes te puedes llevar un puñalada o algo, no merece la pena. La mujer mayor cuenta que a ella la amenazaron unos ladrones y aunque sabía que no le harían nada, la paranoia la persiguió durante meses, y no se sentía segura ni en la panadería de su barrio. La rumana nos mira sin entender nada de lo que hablamos, la chica prudente baja en Menéndez Pelayo y yo me pregunto si esta gente no tendrá otra opción para ganarse la vida. ¿Por qué cruzar el océano, sólo para robar? Esta es la gente que nos da mala imagen, diría mi viejo, que como yo, ha visto ya varios robos en el metro y tampoco ha hecho nada. ¿Para qué? Próxima estación: Puente de Vallecas. Me despido amablemente de mis ocasionales compañeros de viaje, bajo del tren y en el andén veo a una mujer que cargada de bolsas es recibida por los que parecen ser sus hijos. Ella luce cansada, y ellos la llenan de caricias y besos que la reconfortan. Debe ser su día libre, pienso, seguro que trabaja como interna en una casa de ricachones. Salgo junto a ellos y la noche nos refresca a todos, uno de los hijos saca una botella de su mochila y se la ofrece a su madre, que acepta gustosa. Ellos van hacia Vallecas y yo en dirección contraria. Me quedo con su imagen y mientras bebo un copa de vino, ya en mi casa, pienso que esta gente, trabajadores incansables, es la que nos da buena imagen, y sé que mi viejo estaría de acuerdo conmigo.

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