lunes, agosto 18, 2008

Más sabe el diablo


No puede ser, el payaso no falla, nunca me había fallado. Todo es culpa de la idiota esa, que siempre está diciendo que si su viejo se entera, me va a matar. El Mongo baja por la calle polvorienta, pateando piedras y mirando con asco a todo el que se le cruzaba, dejando salir toda su bronca con los pobres transeúntes. ¿Quién te compra la ropa, compadre? ¿Qué me miras, huevón? ¿Te debo? Tuvo suerte de llegar a casa intacto, aunque el primo de la Charapa estuvo a punto de arrojarle una piedra, por la espalda, como era su costumbre.
Puso un disco de Dolores Delirio, y se tiró en la cama a pensar. Qué mal has quedado, huevas, se decía, una chibola te ha dejado hecho mierda, has sido más rápido que Flash. Recordó a su abuelo, y la conversación que tuvieron cuando el Mongo encontró sus botellitas de la felicidad, mientras buscaba una revista deportiva. Es Ginseng, Jalea Real, Maca y ancas de rana, le dijo, un levantamuertos que me hace mi casera del Callao, para cumplir con las chibolas, buenazo. El Mongo, que entonces tenía 12 años, no entendía nada y el abuelo deslenguado no se guardó nada al momento de la explicación, era su nieto preferido y cada vez que le hacía una pregunta se la contestaba sin miramientos: ¿la vecina está loca? ¿qué es una querida? ¿para qué son estas botellitas marrones?.

Lo sentó en sus piernas y le contó que, a veces, algunas chicas del club de vóley que él tenía (y que había ganado casi todos los campeonatos del barrio), le hacían ojitos y él no las podía decepcionar. Entonces, cuando veía que la cosa no funcionaba, se tomaba un sorbito de su preparado y, listo el pollo, cumplía como los machos. El abuelo siempre estaba sonriente, y las jugadoras (de vóley) llegaban a su casa después de cada partido ganado. El Mongo se guardó el secretito de la virilidad, pensando en utilizarlo como chantaje cuando quisiera algún regalo especial. Pero no fue hasta esa tarde/noche cuando intentaba recordar la receta y la dirección de la casera del Callao para comprar el menjunje, volver a la casa de la chibola y hacerle girar los ojos como si fuera una máquina tragamonedas de la avenida Wilson.

No podía recordar la maldita dirección, y le daba vergüenza preguntar al abuelo. En la universidad buscó algo más de información y una amiga suya le dijo que era psicológico, que tenía complejo de culpa por tirarse a una chibola tan chibola y eso complicaba la situaçao, chochera. El Mongo se quedó un poco más tranquilo, pero le faltaba algo, buscó a una ex y le dijo dime la verdad y quítame esta duda. Ella, dolida aún por la ruptura de meses anteriores, se negó a confirmar o desmentir la temprana impotencia del Mongo, que, acorralado, y sin armas con que defenderse, recurrió a lo más bajo, rastrero y ruin que un ser humano puede hacer. Le dio un par de besos engatuzadores y se la llevó a un hotel cercano a la universidad. De camino recibió un mensaje del Gitano (al que ya le había contado su humillante secreto) en su Ericsson recién comprado: Monguito, dice Mariana que eso te pasa por cacherito. Sorry, vendí tu secreto por un cuarto de pollo.
La cagada.

En el hotel, la ex no opuso mucha resistencia y un par de batallas después, el Mongo recuperó la sonrisa, la autoestima y nos vemos con Los Panchos, la besó en la mejilla, oye que esto ha sido un error, que mejor que no nos acostemos más, tu tienes tu enamorado, blablaba, y la subió en su combi. Mandó un mensaje al Gitano: ya te cagaste huevón, le voy a decir a todos que matas mendigos por las noches.
Volvió a su barrio de mierda y preparó la escena del crimen. Ella llegaría pasadas las seis y el Mongo copió una canción cualquiera en mil post-it. El último papelito estaba pegado en la puerta de su habitación con una sonrisa dibujada. La chibola entró, el Mongo le dijo acércate más, y más, y más, pero mucho más, y ella cerró las ventanas del cuarto, buscando la oscuridad.

Dos minutos después (como mucho), ambos miraban al techo infinitamente insatisfechos.
- Pero con la otra ¿campeonaste? – pregunta Mariana, divertida y ahogando la risa.
- Sí – dice el Mongo – pero con la chibola, nancy.

Salen de Larcomar y bajan caminando por el malecón. Un fumón se acerca y les pide un sol. Le dan una moneda y se aleja diciendo gracias varón, tabuenaza tu gringa. Mariana vuelve a respirar (siempre aguanta la respiración cuando ve un vagabundo) y mientras acaricia la cabeza del Mongo, le dice mándala a la mierda Monguito, ya te lo hemos dicho un huevo de veces. Él, mirando al mar, sólo quiere recordar, como sea, carajo, cuál era la dirección de la bruja del Callao. ¿Era por Sáenz Peña, o por Mariscal Cáceres? Aparece otro SMS. Mariana le quita el Ericsson y lo lee en voz alta, me gustó mucho nuestro remember, flaquito, y se ríe a carcajadas. Esta cojuda no entiende, dice. A lo lejos, esforzándose un poco, pudieron ver un Toyota blanco con las lunas empañadas que saltaba a un ritmo bastante conocido.

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