lunes, agosto 18, 2008

La Paloma de Mirella


Allí estaba yo, sentado en mi sofá, aburrido, comprobando que el cable HDMI de mi reproductor DVD se había jodido y preguntándome con quién podría ir a la fiesta de La Paloma, en Madrid. El Nero estaba descartado, tenía apenas un par de días en la ciudad y no lo quería agobiar pues ya habíamos comido juntos esa tarde, con visita al museo Reina Sofía incluida. La China: paso. María tenía no se qué de un cuñado con un quiste, Rubén suele salir con el último metro.

Marqué el número de Mirella, y contra todo pronóstico, hablamos. Me dijo que no tenía ni idea de qué fiesta le hablaba, pero que vendría, así nos vemos y te cuento que viene Betsy. La cosa se animaba, por un lado al fin tenía con quien ir a la fiesta y por el otro tendría noticias de una gran amiga de mi época universitaria: Betsy, mi compañera de chilingui.
Como era de esperar, Mirella llegó tarde y la esperé en el Café San Millán, uno de esos bares de viejos alrededor de la Latina. Martini en mano recordaba la última vez que nos vimos, en el Friday’s, hace casi un año. El Nero y yo nos habíamos acordado de ella esa misma tarde, qué casualidad, Mirella, ah si, me dijo, la que estaba buena, tenía su hija y nunca te hizo caso, briso. Esa mismita. Bajamos por las calles de La Latina hacia las Vistillas, donde estaba todo el cachondeo, de camino le pregunté que qué tal todo, hace un año que no nos vemos. Me contó que se había cambiado de empresa, que estaba harta de la otra y que ahora tenía un novio, francés. Dale mi más sentido pésame, le dije, estar con una peruana, mmm, no sabe en lo que se ha metido. Compramos dos minis, de sangría para mí, y cerveza sin alcohol para ella y nos metimos entre la gente. Cantaba Conchita. Linda ella, con su guitarra y su voz dulce, me hacía olvidar el olor a gallineja frita que invadía el lugar y neutralizaba mi Egoïste de Chanel.

Me contó que Betsy estaría de paso en Madrid, solo un fin de semana, porque la mayor parte del tiempo estaría en Barcelona haciendo una especialización de esas raras que nunca sé para qué sirven. Cuando venga seremos ¿no?, me dijo con su mini de cerveza en la mano, de cabeza, le dije emocionado y brindamos como si todavía estuviéramos en la universidad y no hubieran pasado tantas cosas en nuestras vidas. Noté que me miraba de forma extraña, como comprobando algo, hasta que al fin se animó y me dijo estás flaco, o sea, no flaco, pero has adelgazado un montón en comparación a lo que estabas. Ese a lo que estabas, lo recuerdo sin ningún cariño cuando ella misma me dijo mirándome a los ojos que estaba gordo, causando en mí un trauma mayúsculo, no porque me lo dijera, sino porque comprobó algo que el espejo y la balanza me venían diciendo por entonces. Le confesé el efecto de su comentario en mi auto estima y le expliqué cómo cien tallarines con huevo menos y millones de abdominales más, el resultado lo tenía ante sus ojos negros.

- Lo siento, no quería ofenderte - me dijo.
- Tranquila, incluso te lo agradezco.
- Ahora estás bien, - dijo, guiñando un ojo - en la universidad eras demasiado tela.
- Lo sé. No sé cómo pude ligar tanto, comprendo que no me hayas dado bola, entonces.

Conchita terminó de cantar y bajamos caminando hasta Huertas, donde hicimos una parada técnica para tomar un par de cervezas más, descansar los pies y hablar un poco de todo: los franceses, las relaciones a distancia, los hijos, los padres, los amigos, la universidad, el Perú, Madrid, alquileres, piscinas, playas, el sur de Francia, dietas (y me hizo comer churros, la muy cabrona), taxis, autobuses y el búho, que el L2 te lleva a tu casa y el N10 me lleva a la mía.
Nos despedimos en Cibeles, y al día siguiente le escribí interesándome por cómo había llegado y mandándole una foto de la cantante que amenizó nuestra noche. Me contestó prometiendo llamarme cuando Betsy esté en Madrid.
Ya me imagino esa super juerga que, si es la mitad de divertida que mis noches universitarias, será de puta madre.
Sol llamó y le conté mis andanzas palomeras, hablamos hasta que se acabó la batería del teléfono y entonces me tumbé en mi cama a leer El País. Phelps había conseguido 8 medallas de oro en las olimpiadas y Bolt había batido el récord de los 100 metros, prácticamente caminando.

Ya no llamé a nadie, me dormí, y no sé porqué esa noche soñé que era un camaleón, reptando por las paredes de la universidad del Callao y saltando sobre los cuellos de todas las chicas guapas.

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