martes, agosto 12, 2008

Con un lomo y dos chelas


El sitio tiene cuatro mesas, ocho sillas y un par de bancas para familias numerosas. Allí preparan el mejor lomo saltado de mi mugriento barrio. Mi hermano estará hoy todo el día en la universidad, no me queda otra que comer fuera, no voy a cocinar y comer solo, es un poco deprimente y hoy no estoy de humor. Me siento en una mesa que se supone es para dos personas, al segundo se me acerca la mamá de Rosa. Ella cocina, atiende, limpia, y cobra en ese restaurante improvisado que cuenta conmigo como fiel cliente. Hay noches en que mi hermano y yo llegamos con nuestros platos y pedimos comida para llevar. Llevamos nuestra propia vajilla no por asco, que también, sino porque el restaurante es tan misio que ni siquiera ofrece esos tuppers asquerosos de papel aluminio para poder llevar tu comida a casa.
¿Qué va a comer, joven? Pregunta amable, y yo, como siempre, contesto un lomo señora, un lomito bien despachao. Se va sonriendo y me quedo pensando en mis cosas, en la hija del doctor (que no es doctor) que hace tiempo viene a mi casa, según ella, como amiga de mis hermanos, pienso en la universidad, en que queda poco para terminar la carrera y no sé ni mierda de programación, pienso en las moscas que ahora se están sobando las patas delanteras sobre mi mesa, como esperando un descuido mío para poder posarse sobre mi comida que está a punto de llegar.

Antes que el lomo saltado, veo aparecer a Richard por la puerta del local. Él estuvo en el ejército porque no tenía otra cosa más que hacer, expulsado del colegio más de una vez, borracho y sin oficio obtuvo en la vida militar una opción para hacer carrera. De eso hace dos años. La gente del barrio decía que, ahora, estaba un poco loco. Me ve y le hago hola con las cejas, se acerca, putamare’ que mala suerte.
Habla Clark, me dice, no molesto ¿no? Le digo que no, que nada que ver, y viendo sus hombros ahora anchos por tantas flexiones me pregunto si sería hoy tan fácil partirle la nariz como hice hace ya más de dos años, cuando jugando al fútbol me dio una patada trapera. ¿Un par de chelas? Propongo, esperando desde el fondo de mi alma, que diga que no. Acepta. La mamá de Rosa llega con mi humeante plato, es un espectáculo, color, y aroma perfectos, he intentado reproducirlo en casa y aunque no soy mal cocinero, debo confesar que hasta el dia de hoy no he podido obtener el mismo resultado, y aquí le dejo un poco de rocoto, joven que sé que le gusta, agradezco, y le digo usted me cuida como si fuera su yerno, señora, y ella explota en una carcajada abundante y me salpica un poco de felicidad, y de saliva. Richard se llama en realidad Richard Roy, sus viejos, de origen humilde y provinciano, quisieron asegurar a su hijo con un nombre gringo, creyendo que así le abrían las puertas de Xanadú, cuando tuvieron otro retoño, al parecer la inspiración se les acabó porque a éste último no se les ocurrió llamarlo de otra forma que Roy Richard. Por eso, los del barrio, a uno le llamábamos Roy, y al otro Richard, porque el primer nombre siempre es el más importante, ¿no?.

Richard pide un agüadito, que no es más que una sopa de arroz, con pollo y algo de verduras. No tarda nada en llegar, ya estaba listo, no es como el lomo saltado que tiene que ser preparado al instante. Con la sopa llegan también las dos cervezas. Pido un vaso más, no me gusta la costumbre peruana de compartir vaso, me da bastante asco. Mis amigos ya lo saben, y Richard, aunque no sea mi amigo, ha compartido conmigo ya varias borracheras y sabe que nunca puedo beber de un vaso que no sea el mío. La mamá de Rosa también lo sabe, no sé porque no se había anticipado a mi petición, me siento un poco decepcionado. Y, compadre, ¿qué es de tu vida? pregunto, y él me cuenta que desde que ha salido del ejército no encuentra trabajo, cachuelos nomás, hay, dice, y yo tengo que asegurarme el rancho, mi viejo jode todos los días. Mirándolo pienso que he tenido suerte en la vida, mi hermano y yo somos los únicos del barrio que hemos pisado la universidad, y que parece que terminaremos la carrera antes de cumplir treinta años. Tenemos siempre comida en la mesa, y las pocas penurias que pasamos las ignoramos con un peruanísimo “ya mañana se verá” que nos da algo de esperanza, Esperanza que nuestros vecinos sólo relacionan como el nombre de la mujer que vende cerveza y querosene, en una esquina asquerosa y meada hasta el infinito por los perros y borrachos del lugar. Le recuerdo que estuvo trabajando en la construcción, y que ganaba buena plata, me dice que sí, que estuvo chambeando en eso, pero que en esa chamba la gente tomaba mucho y él, cuando se emborracha, se cruza. Inocente, pregunto cómo es eso de cruzarse, y Richard me cuenta que en el ejército le hacían comer pólvora, y según él, eso te jode el cerebro, por eso, cuando tiene alcohol en la sangre, se transforma, como Hulk, me cruzo Clark, feo me cruzo, y el otro día hasta le pegué a mi viejo, que es un conchesumare, pero es mi viejo. Le digo que todo el mundo le ha pegado a su viejo alguna vez, y él me dice tú no, y yo le confieso, no por falta de ganas, sino porque si mi viejita se entera se pondría muy triste, y ahí sí que sería verdad eso de a mi me duele más que a ti. Nos reímos y levantamos los vasos llenos de cerveza, como si fuésemos un par de vikingos venidos a menos. Las dos cervezas se han terminado, mi lomo y su agüadito también. La mosca revoltosa se ha ahogado dentro del vaso de Richard, éste retira el cadáver con los dedos y, usando el dedo medio y el pulgar, lo lanza lejos, como si fuera un incómodo moco. ¿Dos más? Pago yo, dice. Acepto, encantado.

Mientras nos destapan las botellas, vemos entrar a una chica típica de mi barrio: mal arreglada, bajita, pelo negro muerto y masticando un chicle de dos horas. Es el tipo de chica que verías en un concierto de música chicha. Richard cambia el gesto cuando la ve, y recuerdo que mi hermano me había contado algo ya de las andanzas de nuestro vecino. ¿Esa es la Chilindrina? Pregunto, y él me hace shhh con los dedos, pero ya es tarde, ella lo ha visto y se acerca. La mamá de Rosa la mata con la mirada, guardiana de sus clientes, parece que sabe más que yo sobre el lío de estos dos, y le pregunta ¿qué va a comer? La Chilindrina dice nada seño, vengo a buscar a mi enamorado nomás. Una vez más me hace gracia la forma que tenemos los peruanos de llamar a nuestras parejas: mi enamorado/a. En mi caso la palabreja era casi blasfema porque había salido con muchas chicas y no sentía, en absoluto, nada por ellas siquiera cercano al amor. Pero Richard sí, y disculpándose conmigo se levantó de la mesa, cogió por el brazo a la Chilindrina, y se fue, sin pagar las cervezas. No se preocupe joven, oigo que dice alguien a mi espalda, no le cobro las cervezas. Agradezco el gesto, pago el lomo y salgo, la mamá de Rosa me dice vuelva cuando quiera, y vuelve presurosa a la cocina. En la esquina me encuentro con Roy, que pregunta si he visto a su hermano, le digo que sí, que se ha ido con La Chilindrina. Putamare exclama, no le digas a nadie, Clark, pero la Chili está en bola, susurra, y se larga no sin antes recordarme que tenemos partido al día siguiente, y de decirme que provecho con la hija del doctor (que no es doctor) que ha preguntado por mí. Vuelvo a casa feliz, por la suerte que tengo, tengo casa, comida, nunca he estado en el ejército, y la hija del doctor (que no es doctor) está buena.

No hay comentarios: