miércoles, mayo 21, 2008

No sé tú, pero yo no dejo de pensar


Papá nunca quiso que nos dedicásemos al fútbol. Él lo intentó, pero todo lo que lo rodea (fiestas, mujeres, alcohol) terminó distrayéndolo, junto a casi todo su equipo del objetivo final: hacerse notar y llegar a la selección nacional. Decían que el mejor era mi tío Javier, un 8 de los de antes capaz de dar un pase de treinta metros y ponértela en el pecho, o dando botecitos en el punto de penal, pa’ que la metas nomás, decían los mayores. Papá, llegaba como lo que sería hoy un tercer delantero, muy técnico y capaz de romperte la boca o ponerte el codo en la mandíbula, como hizo Messi con Heinze en el último Madrid- Barça, si te veía que ibas con mala intención. Su equipo ganó todo en el barrio, pero cuando le propusieron entrenar con Alianza Lima, simple y llanamente, le dió pereza y se quedó con sus amigotes de toda la vida. El más malo del equipo, ése al que obligaban a ponerse en el arco, sí aprovecho eso de ya que no vienen tus amigos, ven si quieres, y jugó en Municipal, llegó a la selección y se enfrentó a Maradona. Antes de eso ya se había convertido en padrino de mi hermano, y él, orgulloso, siempre decía mi padrino tapa en la selección.

A medida que fuimos creciendo, nos dimos cuenta que algunos del barrio que eran bastante mejores que nosotros jugando al fútbol, no tenían suerte, ni siquiera por tener lo que papá llamaba buena talla. Iban a entrenar en la YMCA, se compraban sus camisetas y demás, pero ni por esas llegaban siquiera a entrar en el tercer equipo del Sporting Cristal. Mi hermano y yo decidimos estudiar y dejamos los partidos de fútbol para mejor ocasión. Ya en la universidad, el fue campeón y yo me rompí una costilla; él celebró un título y yo perseguí (con poco éxito) durante toda mi convalescencia a las chicas que se me ponían por delante.

Desde hace meses el único contacto que tuve con una pelota fue cuando acudí al llamado de un colega de trabajo, en un colegio de Alcalá de Henares. Creía que el hecho de correr cuatro kilómetros cada dos días, haría que mi agilidad y fuerza de disparo veinteañeras estuvieran allí, listas para ser usadas. Pero cuando recibí el primer pase, me convertí en un giñapo de futbolista, en un pelotero de barrio, en el peor malabarista de la historia y mi disparo llegó dos minutos después a las manos del arquero, que no se rió quién sabe por qué. La cosa no mejoró ni siquiera con el paso de los minutos, y ya resignado me dediqué a correr alrededor de la cancha, a cazar algún pase, a merodear el área hasta que terminó el tiempo de alquiler del campo.
Volví a casa preguntándome cómo me habría quedado la blanquirroja, si hubiera llegado a la selección, y si hubiera hecho tantos goles como Batistuta, o al menos más de 30 para batir ese récord miserable de Teófilo Cubillas que sigue vigente desde 1982. Encontré a mi hermano sentado en el sofá, con su pierna derecha sobre un reposapiés de IKEA. No me preguntó por el partido, me imagino que porque él se rompió los ligamentos cruzados dos meses atrás, en una pichanga. Abrí una cerveza y me senté a su lado, a ver Pasapalabra. Había decidido no volver a jugar con estos tipos, que encima me habían restregado su gran estado de forma en la cara a pesar de ser bastante más viejos que yo. Sonó el teléfono y era papá que llamaba desde Galicia. ¿Cuánto cuesta una ración de pulpo? Le pregunté, pero en realidad quería decirle que mi futbolista había muerto y que ahora me iba a dedicar a coleccionar vinilos o a ver la eurocopa sentado cómodamente en mi sofá.

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