miércoles, mayo 07, 2008

Calle Luna Calle Sol


La familia del Pelao era de las que asustan a cualquiera. El abuelo, era padrino de mi viejo, y ni por esas me respetó cuando un día le toqué el culo a su nieta y me persiguió a patada limpia por todo el barrio. Papá se acercó a él, conmigo de la mano, y le dijo padrino, yo a usted lo respeto mucho, pero la próxima vez que toque a mi hijo le meto un cabezazo. El viejo se quedó de piedra y miró a sus hijos de 90 kilos para ver cuál de ellos lo iba a hacer respetar, pero ellos, que conocían a mi viejo desde niños, miraron al cielo y dijeron claro papá, es que cómo vas a patear así al chiquillo.

La abuela estaba medio loca por culpa de sus hijos contestones y su marido de virilidad intranquila. Todo el barrio sabía que el abuelo se tiraba a una vieja loca apodada la Chilindrina y eso, a la pobre mujer, la trastornó. Dicen que en el mercado, mientras esperaba que le quitaran todas las plumas a la gallina que acababa de comprar, comentaba a otras señoras que oiga mire usted, mi marido me pondrá los cuernos, pero a mis hijos nunca les ha faltado un pan sobre la mesa ni una camisa que ponerse, y las viejas, cornudas como ella, asentían aprobatoriamente mientras preguntaban si iba querer la molleja, o me la puede regalar, vecina…para mi perro.

Los hijos, vecinos de mi viejo desde el principio de los tiempos, habían seguido distintos caminos. El mayor se hizo policía corrupto y, con gran olfato, entró en el escuadrón de control de contrabando. Cada dos días llegaba a casa con radio, tocadiscos, televisores, y todo lo que podía robar a los contrabandistas del mercado central, que al reconocerlo, le daban algo de mercadería para que no dijera nada de su venta ilegal. Su casa parecía una tienda y de vez en cuando algún vecino le hacía un pedido especial del tipo, ¿me puedes conseguir una Sony Trinitron de 21 pulgadas, Willy? Te pago al cash. El segundo, vividor y mujeriego, se hizo taxista al ver que el negocio de la venta ladrillos no le daba muchos beneficios ni le dejaba disfrutar de la noche chalaca. En cambio su VW guerrero lo llevaba por las calles más oscuras y le hacía vivir mil aventuras, mientras su mujer, a la que nunca vi peinada ni sin delantal, lo esperaba fiel cada domingo a las doce después de la misa. El tercero, una mezcla de los anteriores, se hizo regidor municipal, y la última vez que lo vi se había convertido en el tránsfuga más famoso del barrio al pasar de un partido político a otro cambiando su voto para no ratificar a un alcalde investigado por corrupción. Hijo de puta, dicen que gritó el alcalde saliente, mientras el tercero lo miraba protegido por sus nuevos compañeros de partido.

Pero las estrellas de la familia eran las nietas.

La mayor apareció un día de la nada, ya con cinco años y el pelo enredado. Mis amigos y yo creímos la historia que uno de mis tios contó: la habían rescatado de la selva donde hasta entonces había sido criada por dos monos y un jagüar. Tenía sangre selvática y cuando cumplió quince años, le salieron de la nada unas tetas más grandes que mi cabeza, y cambió de inmediato de ser la chiquilla fea esa a la señorita Luz, buenas tardes, ¿no quiere que le ayude con su bolsa del mercado? Ella, sabedora de su encanto, destruyó todos los corazones que pudo y a mí me prometió que me haría un regalo especial cuando cumpliera dieciocho. Me entró tanto miedo que me escondí hasta el día de hoy.
La segunda, también tenía sangre charapa, pero a ella sí la vimos nacer en el barrio y por eso ya no creíamos eso de que sabía gritar como Tarzán cuando llegaba al orgasmo. Tenía cara de manzana y siempre, siempre, había rubor en sus mejillas. Una tarde, mientras jugábamos al fútbol en la calle, su viejo salió como loco y nos preguntó si la habíamos visto. No sabemos nada, Willy, dijimos y seguimos con el desempate de nuestra copa mundial imaginaria. El poli volvió a casa, y ya con su revolver bajó la camisa buscó a su hija por cielo mar y hostales del barrio. Regresó ella solita, feliz y más roja que nunca, a ésta ya la han bautizado, dijo mi tio, que de eso sabía mucho, y yo no entendí nada hasta varios años después.
La menor, era un diablo de cabellos rubios y ojos verdes que nadie sabe de quién heredó. La apodábamos la Gringa y siempre la mandábamos pa’ su casa cuando quería venir a jugar con nosotros. Años después, cuando bailaba en una fiesta en la playa, se me acercó una rubiecita y después de tirar suavemente de mi camisa y provocar mi asombro tras verla no precisamente a los ojos, dijo Hola, ¿no te acuerdas de mi? Soy la Gringa. Sonreí como un imbécil mientras mis amigos lobos me pedían mil veces y sin disimulo que presentara a mi nueva amiga, que qué buena que esta la gringuita, tráela para acá, dile que somos fáciles.

Esa era la familia del Pelao, mi más grande rival del barrio del que me acuerdo cada vez, como hoy, que no llueve, ni hace frio, ni calor, sino todo lo contrario.

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