lunes, mayo 12, 2008

Devuélveme el rosario de mi madre


Cuando era niño, el día de la madre era esperado con ansias. Los hijos normalmente pedíamos a papá dinero para comprarle un regalo, y corríamos a la tienda del barrio a comprarle unas flores, chocolates o alguna de esas tarjetas con angelitos horribles y gordos que llevaban en sus manos un lazo con la frase “feliz día mamá” inscrita en oro. Guardábamos el regalo hasta el viernes anterior al segundo domingo de mayo, y aprovechábamos la ceremonia que siempre se celebra en cualquier colegio peruano para homenajear a nuestras queridas mamás. Yo a veces cantaba algo, con mis amigos detrás haciendo como tocaban instrumentos de juguete. Espero, desde lo más hondo de mi ser que mamá haya quemado las fotos tal y como se lo pedí cuando me preguntó en mi 20 cumpleaños, qué quería de regalo. Quema las fotos en las que canto como Pimpinela

Ella también hacía regalos a mi abuela, aunque ésta prefería mil veces un abrazo de un nieto a un reloj de oro dado por un hijo, cosa que nunca nadie supo explicar. Mi teoría era que a mi abuela le tocó toda la vida ser el policía malo al educar a sus hijos, pero cuando aparecimos los nietos, guapos y radiantes (sobretodo yo) dejó de representar ese papel y nos llenó de todo el amor que pudo. A mí, incluso, me dejaba robar juguetes y cromos del “Rincón Mágico” una tienda que inauguró mi tía y que luego mi abuela siguió atendiendo.

El domingo, nos reuníamos casi todos en casa de la abuela materna, en una mesa enorme. Era muy divertido ver a papá incómodo porque prefería comer con su madre, y a mi tío dándole el regalo a mi abuelo seguido de un abrazo y un sarcástico feliz día de la madre, papá. El día del padre, le regalaba algo a la abuela. En esa época sólo a dos de mis tías las habían convertido en madres, y el resto o no sabía del tema o, por el contrario, sabían tanto que veían a los hijos en una galaxia muy, muy lejana.
Después de comer, salíamos a caminar y veíamos a los maridos del barrio, borrachos todos, después de haber celebrado como si fueran los protagonistas de esa fecha tan señalada.

Ahora todo es distinto. Mamá y sus hermanas lo celebran dos veces: una el primer domingo de mayo, día de la madre en España, y el siguiente, que es cuando se celebra en el Perú y balnearios. El mejor regalo posible para ellas es comer en un restaurante peruano, ellas solas, sin hijos ni maridos, hablando de fantasmas, apariciones, chismes y cosas varias. Nosotros les regalamos el primer domingo, pero el segundo, tenemos al menos que comer cada uno con su familia. Nos sentamos a la mesa, y le entregamos a mamá los regalos, comprados ya con nuestro propio dinero. Reímos y hablamos de nuestros últimos viajes a Roma, Lyon, París o Marrakech. Compartimos un buen vino que he escogido porque mamá cree fiel y equivocadamente que soy un gran conocedor, y disfrutamos al máximo hasta que ella, con el tiempo medido, me pide que la acerque al centro de Madrid porque a quedado a tomar café con sus hermanas.

De camino le pido que se quede en mi casa, tomaremos té helado y te enseñaré cómo la hemos decorado, aunque Sol dice que no la he dejado opinar. Se disculpa y dice que ya ha quedado con sus hermanas, y yo, despechado le suelto tus hermanas aburren, aunque en verdad no lo siento. La acompaño al metro y le indico como llegar a su destino, ella se va y me dice que le alegra que no me hayan despedido el viernes pasado, sonrío y le digo que nada es seguro con ese jefe gilipollas, pero que me importa cada día menos. No me oye, ya ha desaparecido en el subsuelo y yo me pregunto si hemos cambiado tanto desde hace mil años, si no hubiera sido mejor quedarnos para siempre en esa mesa enorme riendo todos juntos, con el abuelo borracho y mi viejo molesto, en un barrio perdido del Callao. Ojalá que al menos le guste el DVD de Julio Iglesias, si ella es feliz, yo también, pienso en voz alta mientras vuelvo a casa, solo, caminando por la avenida.

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