jueves, julio 15, 2010

Down Under


Cuando le dije a Sol "este año, mi propósito es ser mejor persona", mentí como un bellaco. Y no mentí de forma consciente, no, lo hice apoyado en mi voluntad de ser aceptado (mínima) y atacado por mi (máximo) ego que se resistía a ver decrecer de forma alarmante mi lista de amigos en hi5. Corría el año 2007 y yo me había dado cuenta que decir abiertamente lo que pensaba me estaba hundiendo en la escoria.

Me hundí en lodo catalán cuando le dije a una chica que la dejaba por Sol. Fui sincero y le confesé que estaba enamorado de otra, mientras recibíamos la miserable lluvia de un año de sequía, sentados en el Paseo del Prado. Ella me juró amor eterno y dos meses después me enteré que, entonces, ya tenía novio. Años después me condenó al olvido y yo le perdí el rastro. Una tarde, contestó a una de esas cartas cursis que mando por navidad a todos mis amigos y retomé el contacto, sólo para que mi subconsciente la tratara mal, empujado por mi sentimiento de culpa, y lograse que, one more time, me dedicara la mejor de sus maldiciones. En forma de escupitajos. Años después logré, sin querer, establecer contacto, pero siempre me recuerda de una u otra forma que, señor, no soy digno de entrar en su casa, y que sólo una palabra mía bastará para cagarla.

Me hundí en barro chalaco cuando dejé plantados a mis amigos del barrio en mi última (espero) visita a Lima. Ellos que me habían escrito cartas llenas de buenaventura y que, once in a while, pedían información de mis aventuras europeas, quedaron para siempre en el cajón del olvido en el que tengo mis Thundercats, mi camiseta de Alianza Lima, el libro de Ecuaciones Diferenciales, el disco de Topo Gigio, unas zapatillas rojas tipo Chapulín Colorado, un condón "Sultán" y el pasquín "Memorias de una Pulga". Paseé por Lima solo, pateando latas y comprobando que mis sentidos arácnidos seguían alertas ante la presencia de raterillos ocasionales, siempre vestidos con zapatillas sucias y escondidos bajo una gorra asquerosa, con publicidad en la frente. Cuando mi pandilla supo que había pasado por la ciudad, sin llamarlos siquiera, me olvidaron para siempre. O mejor dicho, hasta que el facebook me presentó en sus sugerencias automáticas de amigos, y ellos, al menos de forma virtual, me volvieron a aceptar en sus vidas para dejarme ver cómo abrían galletitas de la suerte o ganaban una vaca en sus Farmville de los cojones.

Me perdí en Mordor cuando le dije a mi tío, el ingeniero, que no iba a la fiesta de cumpleaños de su hija porque no tenía ganas. Mamá, me dijo, con gran sabiduría, que a esas cosas se va aunque no se quiera. Que es familia. Que hay que estar si o si. Yo, díscolo salmón, fui contracorriente y pasé olímpicamente de cumpleaños, fiestas y demases para volcarme (mal) en mi relación de pareja. Mi familia materna me hizo la cruz, y me perdí bodas bautizos y comuniones. Así pasaron varios años, hasta que, no sé por qué, un día me invitaron a una comunión en una casa ruralen las afueras de Madrid. Contra todo pronóstico, no había que pagar nada por formar parte de la celebración y, animado por la nueva incursión a la familia que se me presentaba acudí vestido con mis mejores galas. Mi coche explotó en el camino a Cuenca y fui rescatado por mi tío, el ingeniero (lo qué es la vida), que se quedó conmigo hasta que llegó la grúa y me llevó, después, en su coche destartalado hasta la fiesta, donde mi entonces amada esposa y mi familia nos recibieron con sinceros aplausos. Esa noche me prometí seguir siendo mala persona con quien no valía la pena, y abrazar sólo a los que aprecian mis abrazos.

Me hundí en el río de La Velilla, cuando confundí las señales de Laura y creí que le gustaba que le dijera lo que pensaba.Todo el tiempo. La pobre se cansó, con razón, de su amigo Luis Miguel y rechazó sin piedad mis piropos, la tarde en que España llegó a la final del Mundial de Sudáfrica. Es una putada, porque la ves a diario, dijo Rubén, pero yo no lo creo. Simplemente dejaré de decirle las cosas que pienso, y como todo es bonito, y no quiere que le diga cosas bonitas, mis silencios serán largos. Comeremos de vez en cuando, hablaremos de sus problemas informáticos y, ¿who knows? algún día coincidiremos en las pausas, mientras ella fuma esos cigarros que le dejan un olor a abuelo de pueblo y yo bajo a respirar el aire caliente del norte de África, bebiendo té helado, y viendo a las Chonis que hablan tan alto. ¡Dios!

Me hundí en el mar de Brest, cuando perdí a Solenne. Y me comen las langostas azules. Pero no duele. Es una sensación extraña contemplar como los restos de lo que fui, no se parecen en nada a lo que soy. Observo a las langostas comer mi yo antiguo, que tirita, porque el mar de Brest es frio de cojones, y es como estar en un acuario de barrio. Me dan ganas de decirles "se están dejando un dedo, ese, el del medio, que es el más jodido", pero no hablo langosta y ellas siguen, a su ritmo, comiendo los restos de mi naufragio mental mientras mi nuevo yo sale a flote y sólo se preocupa por buscar alguien con quien ir a ver "Toy Story 3".

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