jueves, febrero 01, 2007

A la triste


Creo que vi a la Triste en Roma. Murphy, en mi lugar hubiera reprogramado sus chips (auto_reboot_on) y hubiera cargado en su memoria y recompilado aquel día de septiembre del 95. Fue cuando la conoció. Estábamos, todos, disfrutando de la enésima inútil huelga de profesores en la universidad, pedían como siempre mejoras salariales, menos horas de chamba y un microcrédito para comprarse un toyota station wagon; rojo a ser posible. Jugábamos golpeao, tocábamos guitarra, chapábamos en los salones (o en hostales los más afortunados y cacheritos) y, algunos, como Murphy, se enamoraban perdida y platónicamente de una desconocida.
Estaba buena, según él, pero Arturo y yo estábamos convencidos de que su eterno gesto triste no era normal, pero no lo relacionábamos con su amiga de diminuta cabeza a la que apodamos la Reducida.

La Triste y la Reducida, estaban siempre juntas, y Murphy, al acecho, hasta consiguió hacer amigos en su facultad, pero a ellos nunca se acercó, porque, como diría mi sabio abuelo: se hacía la pichi, o como decía Arturo, simple y llanamente se cagaba parao. Me ofrecí, de forma retórica, a ayudarlo en lo que fuera posible y el enamoradizo robotín me tomó la palabra. Mi misión era, si decidía aceptarla, llevar una carta hasta las manos de la Triste sin que me diera la risa en el intento. Gracias al aburrimiento y para escaparme de la fogosidad poco mentolada de Ely (de quien no hablaré ahora) acepté el encargo, y con un par de huevos y más por chismosería, hice de cartero de mi cibernético amigo. La esperé como coyote serrano, escondido entre los arbustos, a que pasara junto a la Reducida rumbo a la cafetería pichiruchi de la universidad. Casi se me escapa porque mi atención captó primero a Verónica, que en ese tiempo era mi amor imposible, y sus voluptuosas formas me distrajeron de la misión por unos segundos. Corrí hasta alcanzarlas, pero eso delató mi presencia y mi factor sropresa que tanto había ensayado, se fue a la mierda. La Reducida me sonrió y la Triste también, momento que aproveché para entregar la seguramente romanticona misiva que rápidamente fue escondida entre fotocopias de libros de contabilidad. Me fui sin más, y cuando ya estaba a doscientos metros, la Reducida quiso saber mi nombre, se lo dije y me prometió que volvería a saber de ella.

Murphy nunca recibió respuesta, Verónica me hizo caso un día y al siguiente no me quería ver, Arturo siguió burlándose de nosotros, y hasta hace unos días, yo me había olvidado del tema. Pero al ver a la Triste comprando un pequeño Colosseo de yeso, y esperando el tranvía cerca de la Piazza del Popolo en Roma, quise dejar mi café y salir a saludarla. Pero ¿qué le diría? Hola, soy yo, no me conoces y no se tu nombre, pero mi amigo te quería besar, no, no le diste bola, bueno, nos vemos, quiém quiera que seas. Por eso seguí con lo mio, saboreando el capuchino italiano, que misteriosamente me provoca sueño, y sonriendo en silencio que si Murphy estuviera aquí, seguro que ni siquiera la hubiera reconocido.



1 comentario:

Arturo Saravia dijo...

Los amores imposibles no se olvidan ... Murphy se hubiera acordado sin duda (eso de "no se olvidan" aplica tambien para los humanos como tu ... comprenderas).
Ya no recordaba a la Reducida, pero puedo dar fe que algo raro sucedio con su cabeza, tal vez usaba shampoo radioactivo.
Aunque ya no veo a nuestro querido Murphs, estoy seguro de que sigue enamorado de la vida ... hasta la muerte o hasta que se acabe la bateria lithium.
Gracias Murphy!!, de no haber sido por tu amor triste nos hubieramos aburrido.