jueves, febrero 08, 2007

Un coñazo, ma non troppo


La noche que vi a Ana, en un bar del centro de Madrid, me divertí mucho. Reímos, bebimos y entre confidencias y chismes la hora pasó volando y cuando subí al tren que me llevaba a casa estaba realmente muerto de cansancio y al llegar a mi cama le prometí a Solenne (y a mí mismo) que nunca más quedaría con nadie después del trabajo.
Pero Dario, mi amigo italiano, es un caso especial. Muchos, en el camino se aburrieron de intentar acercarse a él, pero mi afición por la Roma (desde que Batistuta jugó allí) y los spaghetti western ayudaron mucho a que una amistad particular naciera. Meses después de nuestro último encuentro, en su casa, habíamos quedado para vernos “el martes, a las 7 y media, en la glorieta de bilbao”. Me encantó la idea. Tuve que quedarme en la biblioteca, leyendo y soportando el sueño, una hora y media, haciendo tiempo para no llegar demasiado antes a la cita. Yo le llevaba un DVD de “Tempo di Massacro” y él prometió grabarme algunas películas también. Cuando se acercaba ya la hora, y después de terminar de leer “Travesuras de la niña mala” de Vargas Llosa, subí valientemente al metro con rumbo conocido. No me quise sentar, llevaba diez horas así, y subí el volumen de mi Ipod para que George Brassens me diera más clases de francés y, poder así, aprovechar el trayecto.
Llegué puntual, pero al comprobar (ya lo sospechaba) que Dario no estaba en la puerta del café, lo llamé. Me dijo que estaba en casa, que me acercara si sabía llegar, y me dio un par de indicaciones. Lamenté no haber comprado una botella de vino, pues no me gusta llegar a la casa de mis amigos con las manos vacías, y envidié sanamente lo bien ubicado que estaba su piso, en pleno centro bohemio de Madrid.
Nos abrazamos, él estaba igual de delgado y yo agradecí en silencio que no hiciera referencia a los 7 kilos que había yo ganado en los últimos meses por culpa de las barritas energéticas. Nos preguntamos por nuestros nuevos trabajos, y casi enseguida, los silencios comenzaron a llenar nuestra conversación. Mierda, pensé, no puede ser que siempre me pase lo mismo. Le pregunté si pensaba viajar a Roma proximamente, y me dijo que no, que iría a París un fin de semana. Le di un par de consejos y le recomendé un par de restaurantes de la zona de Chatêlet, me dijo que su hotel estaba entre Pigalle y Anvers, “una zona de putas”, que inmediatamente corregí, asegurándole que aunque la zona estaba plagada de “peep shows” tenía a tiro de piedra Monmartre, mi barrio favorito en el mundo. Compartimos una lata de cerveza, y encendió el PC para grabarme, recién (yo me había pasado el fin de semana preparando DVD’s), las películas que me prometió. El aire comenzaba a hacerse más denso, y yo, instintivamente, miraba a la calle por su amplio ventanal.
“Pues nada, tío, quiero tener un hijo”, se arrancó, y yo, para seguir la conversación le conté que a mi también me gustaría pero que ahora mi bien conocido egoísmo me impedía compartir mis bienes con un parásito que a los 16 años me odiaría, y pensaría que soy el ser más imbécil del planeta. Reimos un poco, y me enseño un puzzle con personajes de cine, que él y su adorable novia estaban completando. Era raro, y se lo hice ver, estaba Clin Eastwood de espaldas (lo tomo como una ofensa personal, le dije) y en primer plano Roger Rabbit y Batman, “si al menos hubiera sido Superman” susurré, y volvimos a reir. Me mostró su colección personal de western y me dio, como si fuera el santo Grial, sus tres últimas adquisiciones, “sé que las tratarás con cuidado” me dijo, y las guardé como si fueran corazones latentes en mi bandolera de cuero. La grabación del DVD seguía, a paso de tortuga.
Le pregunté por antiguos compañeros de trabajo, y me dijo que se veía con dos, los de siempre, y por educación pregunté por uno de ellos (el otro, me daba igual), y me confirmó que seguía de baja por depresión, esperando en su casa con el mando de la tele en la mano, fumando porros, y releyendo sus comics, a que la empresa se aburriera de pagarle por nada y lo despidiera. La grabación del dvd terminó mal pero le dije que me lo llevaba así, como sea, si se lo tragaba mi reproductor bien y sino también, pero ya me tenía ir, y era un largo camino a casa. Nos despedimos y estoy seguro que el también respiró aliviado cuando me fui. Subí al metro y esta vez estuve de pie contra mi voluntad, intentando no contar las paradas que faltaban hasta la estación de autobuses. Al bajar, al fin, después de aguantar a unos ecuatorianos melenudos que se ganaban la vida haciendo sonar (eso no era música) sus quenas y charangos, me senté en el bus e inmediatamente me quité los zapatos. Estaba muerto. Ni siquiera releí las últimas cinco páginas del libro, cerré los ojos y dejé que Sting y sus “Songs from the labyrinth” me arrullara. Funcionaba, pero entre mis sueños apareció la imagen de mi tio Angel. Él solía quitarse los zapatos, siempre, cuando no caminaba, y una vez que lo hizo en el cine sus amigos se los robaron sin que se diera cuenta y tuvo que volver a casa con las medias sucias y rotas, convirtiéndose en objeto de burla de mi familia, por meses. Intenté, asustado volver a calzarme, pero mis pies hinchados ya no aceptaban los zapatos, así que como la hermanastra de la cenicienta forzé hasta que doblando los dedos, los hice entrar.
No podía más, llamé a Solenne y lo primero que me preguntó fue ¿qué tal? “un coñazo, ma non troppo” le dije, y reimos cómplices.
Al llegar a casa fui directo a la ducha, y mientras veia a Sol sonreir, le prometí, otra vez, que nunca más quedaría con nadie después del trabajo.

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