jueves, diciembre 11, 2008

El Túnel del Tiempo


La noche se había cerrado hace tiempo y yo había ya conseguido mi mercancía en el Souk de Casablanca. Me costó llegar, la gente aquí no habla francés, ni inglés, ni español, sino una mezcla de los tres que hace que la comunicación sea fácil cuando necesitas un taxi, pero muy difícil cuando se da el caso de buscar una dirección. Si preguntas "¿dónde está el mercado artesanal?" en cualquier lenguaje, ellos entienden mercado y artesanal por separado, a veces las dos cosas, pero muy pocas veces las asocian. Le pasa lo mismo la gente que viene a España: una tarde los padres de Sol quisieron comprar gasolina y pidieron 30 euros, en español, la dependienta, que sólo escuchaba el ruido del masticar de su propio chicle, les puso 20 euros, y casi se quedan tirados rumbo a Antequera.

En Casablanca la gente intenta hablar lo que tú hables. Si te oyen palabras en español, te dicen "amigo, barato tú compras me",si escuchan el francés, se sueltan un poco más y van por ahí soltando "bonjour beaugoss". No quiero imaginar qué les pasaría si por sus calles caminara un catalán. El Souk es una mezcla extraña entre mercado artesanal y paraíso de la falsificación. Puede encontrarse desde vasijas para quemar incienso hasta una chaqueta de Dolce&Gabanna. Yo iba buscando tres cosas, muy simples: unas gafas Ray-ban Wayfarer, un par de Converse, y una camiseta de futbol de la selección marroquí. Mi primera parada, involuntaria, fue en un puesto de cinturones. Me agaché frente a él para atarme un zapato, y sin quiere vi de reojo un cinturón Hermès, de piel marrón. La mafia italiana mueve cantidades descomunales de prendas falsificadas, muchas de ellas son, simplemente, descartes de producción con minúsculas taras que pasan a formar parte del mercado negro. La "H" de la hebilla brillaba lo justo, no tanto como las demás, no era tosca como las otras falsificaciones que parecían sacadas de un taller de manualidades. Cuando me incorporé, el vendedor me acercó el cinturón, 20 euros, dijo, en su mejor castellano, a lo que respondí, no gracias. El hombre insistió, míralo, bueno calidad, míralo. Quise seguir caminando, y él preguntó, cuánto paga, y yo, más para quitármelo de encima, dije cinco euros, sin detenerme. Bien, bien, dijo, y me vendió el cinturón al que hasta ahora no he encontrado el fallo.

Más adelante, y tras pasar por un puesto de venta de panes con mosca incluida, vi colgada la camiseta de fútbol que estaba buscando. Era una buena imitación, con los logos de Puma bordados a mano y también el escudo de la federación de fútbol de Marruecos. Pagué diez euros sin protestar y ni siquiera sé si los caracteres árabes que van impresos en la espalda corresponden al nombre de un jugador o simple y llanamente ponen "turista imbécil" a modo de pequeña venganza. Cuando los demás vendedores me veían pasar con dos pequeñas bolsas blancas en la mano, sabían que no estaba allí sólo de paseo. Me ofrecieron espejos, mesas, cartera, bolsos, maletas de viaje, con ruedas y sin ruedas, incienso, vasijas antiguas, dagas antiguas y creía que me estaban asaltando, espadas, casos, esculturas en madera y en barro, juegos de ajedrez y solitario, cubos, cilindros, vasos, copas, teteras, fuentes, pinturas, cuencos, especias, queso, pan, pescado, carne, frutas, verduras, aceitunas, vino, aceite, zapatos, relojes, zapatillas y compré mis Converse, camisetas, polos, pantalones, jeans, chaquetas, trajes de Hugo Boss, más relojes, discos, DVD's, gorras, sombreros, llaves, llaves antiguas, llaveros, joyas, unas falsas y otras que parecían verdaderas, revistas viejas, revistas nuevas, zumo de naranja, pescado seco, más pinturas, más comida, una cámara digital, radios, teléfonos, una tele de plasma, un caballo.

Salí otra vez hacia la mezquita antigua y crucé por la mitad de la calle, aquí los semáforos y los pasos de peatones están puestos porque la ley obliga, pero nadie los respeta. Paro un taxi, y le digo que me lleve hasta mi calle, al hotel Transatlantique. El asiente, y yo sospecho que no me ha entendido nada. El asiento está forrado de una piel extraña, como de perro atigrado. Siento a las pulgas subir por mis piernas. Cuando empiezo a reconocer las calles, más o menos después de cinco minutos de viaje, le digo ici c'est bon, merci, y me bajo. Camino un poco más y llego a mi hotel, donde el recepcionista me pregunta si encontré lo que buscaba. Sí, sí, muchas gracias, contestó. Subo a mi cuarto por las escaleras porque no funciona el ascensor y, mirando al techo pienso que hice bien en venir sólo por un fin de semana.

Estar en Marruecos es, para mí, como volver al caos limeño, a su improvisación y su inmundicia ocasional. Me teletransporta al tercer mundo y me recuerda porqué salí volando. Comprendo, tirado en esta cama que huele a otro huésped, la razón que hace que mis padres quieren, de vez en cuando, volver al terruño, para días después desear con ansias el vuelo que los trae de vuelta a Europa. Lo malo, es que en Marruecos no están mis amigos, y eso hace le falte lo mejor a mi Túnel del Tiempo. Por suerte, a veces recibo visitas sudamericanas que me hacen reír como hacía hace diez años, y, lo mejor de todo, es que entienden siempre lo que quiero decir.

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