viernes, febrero 20, 2009

Báñate,causa


Odio a la gente que apesta. De niño huía de los locos callejeros, y de los indigentes, más por asco que por miedo.

En Lima, probaba mi resistencia pulmonar al subir al transporte público porque no importaba cuál fuera el destino final, si era un barrio bonito o feo, siempre, había alguien que apestaba. A veces tenía mala suerte y se sentaban a mi lado, y mi desesperación me hacía abrir la ventana y aspirar aliviado el olor a chanfaina que casi siempre tenía el centro de la capital. Había (y hay) asquerosos por todos lados, pero el récord del barrio lo tiene mi amigo Martín.
Trabajaba de taxista pirata, usando el carro viejo de su familia. Su horario preferido era la noche, porque las calles tenían menos tráfico y podía hacer más carreras. Además, de vez en cuando, algún borrachín se quedaba dormido en el asiento y él, le pasaba bola, o sea, le robaba todo lo robable. Una tarde nos faltaba uno para completar dos equipos de fulbito. Pensé en Martín, que me había pedido más de una vez que lo despertara cuando íbamos a pelotear.

- ¡Vamos a jugar, panzona! - grité, golpeando el cartón que hacía de luna en su ventana.
- Apúrate Mercedes Sosa - me secundó mi hermano- y saca una china para tu apuesta.

Martín salió como estaba, vestido todavía de taxista, y en la cancha se puso un short que llevaba en la mano. Jugamos toda la tarde, más por culpa de mi hermano que se dedicaba a contestar todos mis golazos con otro zapatazo de los suyos. No importaba que avisara a mis defensas que sus tiros siempre iban rectos, los muy maricones se apartaban, agachaban la cabeza, o, como Martín, se ponían detrás del arco, listos para recoger la pelota que salía despedida tras su Tiro del Tigre. Nos ganó la noche y nadie se llevó la apuesta, porque alguien gritó que teníamos fiesta en la casa de alguna y que si no llegábamos temprano no alcanzaríamos las chelas gratis que solía poner. Volamos a bañarnos, y juro que de mi cuerpo saldrían dos kilos de tierra que se perdieron por el desagüe de la ducha.
Perfumados y con nuestras mejores galas de barriobajeros llegamos a la fiesta. Martín ya estaba allí, con su ropa de taxista, y según su propia confesión, con el mismo calzoncillo de hace dos días.

-Tienes en la cabeza más mosquitos que Santa Rosa - le dije, aguantando la respiración.

Mis primeros días en Madrid coincidieron con el fin del verano de 2001. Estaba fascinado con la belleza extraña de las madrileñas y el perfume a hierbas y flores de mi barrio de Moratalaz, alrededor del Camino de Vinateros. Me encantaba sentarme en el parque a leer y a ver pasar a los viejos, que, a mis ojos, eran demasiados. Vamos al Retiro, propuso mamá una tarde de domingo, te va a gustar, ya verás. Dejé mi libro sobre la mesa del salón y subimos al autobús. El aire acondicionado me pasteurizó los pulmones, y, cuando me acomodaba con mamá para pasar mejor el viaje, un español se colgó del pasamanos para no caer en una de las muchas curvas del barrio de La Estrella. La pasteurización de mis pulmones se transformó en infección cuando el hedor de sus axilas invadió hasta mi último alveolo. Abrí la boca para respirar, en un acto reflejo aprendido en mi terruño, pero todo era inútil. Es normal, hijito,me consolaba mamá, acá las únicas que huelen bien son las chiquillas, los hombres apestan a sobaco, fritanga, tabaco o pacharán.
Bajamos en el Hospital del Niño Jesús y crucé a toda velocidad la calle Menéndez Pelayo. La gente que me veía creía que había robado algo y, al entrar en el Retiro aguantando la respiración , no pude evitar derribar a un colombiano disfrazado de Mickey Mouse que vendía caramelos. Tirado en la hierba respiraba a bocanadas y, decepcionado, comprendí que los apestosos estaban por todo el planeta. ¿Cómo puedes apestar a primera hora de la mañana? pregunté, y mamá sólo me contestó, llena de sabiduría, son cosas del Orinoco, que tú no sabes y yo tampoco.

Por eso, y ya con años de experiencia en el arte de la apnea en superficie, puedo soportar los hedores de Jose. Huele como cuando encuentras una camiseta mojada en una caja después de meses, le conté anoche a Sol, mientras devolvíamos el libro de Dumas que había terminado de leer; no lo entiendo, son las ocho de la mañana y el tío ya huele a estropajo, ¿no hay duchas en Guadalajara, o qué? Sol me mira, ya con sus comics que se llevará en la mano, y me suelta algo como tienes el olfato muy sensible, creo yo. Le confirmo que sí, que han sido muchos años hundido en el pozo de la miopía que hicieron que mis otros sentidos se agudizaran, soy como un hombre lobo, digo, huelo y oigo casi tan bien como los perros. Sol me dice que quizá el pobre Jose no ha tenido tiempo de poner una lavadora y está reutilizando su ropa sucia. Me llena de esperanza y me preparo para, al día siguiente, sentarme a su lado y respirar por una vez el olor a suavizante marca Carrefour que saldrá de sus ropas.
Pero no pasa.Es viernes por la mañana y mi apestoso compañero de pupitre se acerca, me saluda, y yo me imagino un campo de flores marchitándose, a Eva Green cayendo de su columpio al ver que nadie compra los perfumes que vende, a Jude Law cogiéndose la cabeza, impotente, porque a este hombretón castellano no a podido convencerle de que usar colonia no es de maricones. La clase empieza y yo pienso que serán seis horas larguísimas. Jesús, el profesor, borra la pizarra y dice su frase de todas las mañanas: ¿preguntas, chicos? Me animo, y levanto la mano, él me mira y, cuando me da la palabra suelto una pregunta en la que me juego la vida:

- ¿Puedo abrir la puerta para que esto se ventile?

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