lunes, abril 11, 2011

Mi voto no es secreto.


No me gusta la política, o mejor dicho, dejó de gustarme cuando descubrí que ni organizando reuniones y marchas contra Fujimori se cambiaba el resultado que los de arriba habían definido. Por eso iba siempre a votar como un renegado, vestido casi con ropa de jugar al fútbol, a diferencias de los viejos ceremoniosos que para ese día vestían sus mejores galas. Algunos lo hacían por respeto a ese acto cívico que era elegir al nuevo presidente, otros simplemente por si algún canal de televisión los pillaba metiendo su voto en la urna, y sonreír así de punta en blanco. Mis abuelos eran de esos.

La última vez que voté en Lima lo hice con la convicción de quien ya sabe que abandonará el barco y metí mi voto en la urna como si metiera una petardo en una caja de grillos. Escribí "Arriba Alianza" sobre los símbolos de los partidos y me fui tan pancho a beber un jugo de papaya. Fuera me esperaban mis amigos y alguno que otro ex compañero de colegio que, al haber nacido el mismo año que yo y en el mismo barrio, había tenido la suerte de encontrarse conmigo en la cola de acceso. Hola, me decía el pobre desgraciado y yo respondía con un levantamiento de cejas que decía ¿quién coño eres? mientras apuraba el paso huyendo de una conversación no deseada casi siempre basada en: ¿qué tal?¿qué haces ahora?¿te acuerdas del López? Se casó ¿tienes hijos ya?. Pasando.

Cuando la última elección de Alan, yo ya vivía en Madrid, con Sol, y huía de la peruanada como quien huye de la peste. Si me entraban ganas de comida peruana iba siempre al mismo restaurante (uno de los pocos con manteles y servilletas de tela) y hacía siglos que había dejado de leer El Comercio por internet. Por eso, cuando dejé mi coche aparcado cerca de la Casa de Campo y tuve que caminar los doscientos metros que me separaban de mi mesa el trayecto se me hizo eterno. Vi vendedores ambulantes de papa rellena, de causa y cebiche. En las escaleras del metro una mujer ofrecía cortes de pelo a buen precio y un poco más allá el listo de turno vendía fundas paras DNI con el escudito de Perú, sin las cuales no se puede entrar a votar. Al llegar al pabellón que nos habían acondicionado para las votaciones me encontré una cola de mil quinientos metros de largo. A tomar por culo, exclamé, y Sol secundó la moción. A punto de rendirme y de volver a casa sin cumplir con mi deber vi cómo una mujer le daba su recién nacido a un hombre y éste le daba a cambio cinco euros. Curioso, me acerqué con mucho sigilo y descubrí que todo se trataba de un negocio: ella alquilaba a su hijo y los clientes entraban sin hacer cola diciendo que el niño estaba malo y no podían esperar. Llamé a mi hermano, le pedí prestado a su hijo y en media hora estaba ya toda mi familia fuera. Me prometí que sería mi última votación.

Por eso ayer me quedé en casa durmiendo como un oso mientras mi familia se preparaba toda para ser los primeros en votar por PPK o Keiko (la hija gorda de Fujimori). Nadie quería votar por Humala, que, además de ser cholo, tenía en su currículum haber intentado un par de ridículos golpes de estado. Yo me levanté con mi paz, me exprimí unas naranjas y me compré el Esquire de Abril con John Malkovich en la portada. Borré las últimas huellas que quedaban de los tacones de Cris en mi casa y me tumbé en el sofá a ver "Blue Blood", una serie a la que estoy enganchado más por sus exteriores neoyorkinos que por la calidad de su guión. Como al mediodía comprobé que Marie-Flore seguía enfadada conmigo por haber preferido a Susana al hacer las invitaciones a mi cumpleaños; llamé a mi hermana para ver si los votantes querían comer conmigo, ya que estaban todos around my place. Me dijo que no, que volvían al pueblo, pero antes me contó una de esas cosas que explican el cómo soy: resulta que todos llegaron a tiempo al Ifema sólo para descubrir que su mesa no estaba puesta y no había nada preparado para votar. No estaban ni siquiera los suplentes encargados de vigilar el proceso y pasados cinco minutos (la tolerancia en mi familia es mínima) mi viejo se puso a gritar como un loco, indignado hasta el tuétano porque (sic) a pesar de estar en Europa nos portamos como si estuviésemos en Lima. Un hombre se acercó a calmarlo y papá lo mando a tomar por culo, con tan mala (¿o buena?) suerte de que ese hombre era el Cónsul de Perú en España y las cámaras y micrófonos de EFE estaban captando todo el momento. I love my family, molamos más que los Simpson.

Mi hermana me lo iba contando y yo me descojonaba en la cocina, mientras me preparaba unos penne rigatti. Terminé de comer y subí al Retiro a tumbarme en topless a hacer la siesta con mi revista y un libro de Santiago Roncagliolo que sirvió como almohada (porque no tiene otra utilidad). Al volver a casa vi que una amiga limeña le había puesto "te vi en la tele, chola!!!" a mi hermana en su muro del facebook. Suspiré, sonó el "cling" del microondas que avisaba que mi té estaba listo y respiré aliviado al saber que me importa una mierda quién gane las elecciones en Perú.

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