martes, marzo 18, 2008

Tanto monta, monta tanto


Un reciente estudio de una universidad de prestigio, ha obtenido un resultado alarmante: cuanto más sexo se tiene en la época universitaria, menos bueno es el rendimiento académico. Yo eso ya lo sabía pues me lo pasé tan bien, que no es de extrañar que ahora trabaje dando soporte técnico mientras compruebo (gracias, a flickr, hi5, etc.) que mis amigos, que estudiaban más que yo, se van de luna de miel por Europa.
Cuando Ely y yo comenzamos a estar juntos (había pensado no escribir tu nombre, pero todos los de la universidad saben ya la historia, y a los que no te conocen les da igual), pusimos demasiado énfasis en lo nuestro. Los amigos nos decían que tanto beso, y metida de mano no podían ser buenos para aprobar Matemáticas II. Las aulas de la universidad se convertían en improvisados reductos de amor, y las escaleras más obscuras en nuestro refugio preferido. La primera vez que le dije que me gustaba, tardé casi cinco horas en hacerlo; comimos juntos y ya cuando oscurecía le abrí mi corazón y ella dijo que lo quería pensar un poco. Tienes un minuto, dije, si quieres estar conmigo deberías saberlo ya, y si no quieres, también. Cinco minutos más tarde había comenzado una espiral vertiginosa que duró más de un año.

Ibamos juntos a todos lados: a la playa, a sus clases particulares de Algebra Lineal (donde conocí a los Pezuña, mis amigos para siempre), a descansar en la hierba de la universidad entre clase y clase, a esperar el bus, y siempre parecía que yo me iba a la guerra y ella, cual Penélope, mi iba a esperar fiel y constante. Besos por aquí, arrumacos por allá; sólo parábamos de tocarnos cuando veíamos llegar algún choro y teníamos que estar alerta para no perder el poco dinero que llevábamos encima.
Pasaban los días sin darnos cuenta, y nuestro rendimiento académico bajaba a la par que nuestra fogosidad aumentaba exponencialmente. Una tarde le dije que ya estaba harto de escondernos debajo de las mesas de clase, o en el laboratorio abandonado de química ¿Por qué no vamos a un hotel, chiquita? Abrió sus ojos, color de la coca-cola, y adiviné que estaba reprimiendo las ganas de soltarme un puñetazo en toda la boca.

Cuando acabó el semestre descubrí que ella, en casa, no veía el Gran Chaparral, sino que estudiaba a fondo. Fue fácil averiguarlo, Ely aprobó todas las asignaturas difíciles (Matemáticas y Física ) y yo las fáciles (Sociología y Dibujo). Por un momento pensé en reducir mi ímpetu sexual, y ya cuando había dejado de insistir en lo del hotel, ella me dijo que sí. Y se me pusieron los huevos de corbata. Volví a dejar atrás los estudios, y me abandoné a la lujuria.
A medida que ella y yo nos conocíamos más (una vez nos conocimos cinco veces en una sola tarde) mi aprovechamiento universitario llegaba al subsuelo. Sabía que la carrera no me iba a servir de mucho, pero tampoco quería terminar haciendo taxi, como Tito, y sin que nadie lo supiera me puse a estudiar en la biblioteca de otra facultad, donde nadie me conocía. Ely y yo dosificamos esfuerzos (al parecer ella también quería aprobar algo más que Geometría Descriptiva) y nuestro expediente académico mostró frutos de esfuerzo sobrehumano, la lucha de el hombre (y la mujer) contra sus instintos dio resultado y pudimos aprobar suficientes créditos como para llevar la frente en alto al llegar la navidad.

Yo seguí estudiando en la biblioteca de la facultad de Química, aprobé Mate II, Estadística y Física II de un tirón, y cuando ya cada vez extrañaba menos esa montaña rusa sexual en la que estaba metido, vi sentarse a mi lado a una rubia finísima, tanto que daban ganas de darle algo de comer. Abrió su libro de Matemáticas I, y se peleaba con unos ejercicios que yo ya me sabía de memoria. Le ofrecí mi ayuda, y su sonrisa me sacó a Ely del cerebro (y de lan glándulas reproductivas) de un patadón. Se llamaba Shemi y siempre le agradeceré que sirviera sin saberlo como antídoto a mi arrechura, antídoto gracias al que terminé la carrera de forma sobresaliente. Ely se consiguió otro novio.

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