lunes, abril 14, 2008

La casa de los gritos


Entre la casa de los Rios y la de los Talledo había un callejón extraño. La puerta de acceso era de metal y tenía cuatro cerrojos dífícilmente movibles por nuestras infantiles manos. Yo solía usar el marco para columpiarme como un mono, hasta que un dia tomé demasiado impulso y salí disparado como una flecha, aterrizando sobre mi espalda. Estuve un par de minutos sin poderme mover, mientras mis amigos reían como locos. El callejón daba acceso a todas las casas, que en el fondo eran una misma dividida entre el número de hijos que estaban casados. Todas las divisiones estaban habitadas, menos una, en la que decían que vivía un abuelo al que nunca vi. Allí penan, decía John, y mi prima dice que ha visto un muerto, una vez que llegó de madrugada, se le quitó la borrachera y todo. Eso, en Lima, basta como testimonio auténtico, cuando a alguien se le “quita la borrachera” sólo es por algo sumamente importante, así que al escuchar esa frase dimos por buena la historia.

Esa primavera del 87 era algo aburrida, y para que no toda nuestra diversión se centrara en comentar el último capítulo de los Transformers, propuse un expedición a la casa embrujada de los Ríos. Javier se opuso terminantemente, su abuela era estrictísima y él le temía mucho, tanto que cuando no quería hacer algo bastaba con decirle, se lo diré a tu mami, y él bajaba las orejas y obedecía con fidelidad canina. Usamos el mismo truco, lo amenazamos con contarle a la abuela que él era quién auspiciaba las peleas entre sus primos y accedió a nuestras peticiones. Esa misma tarde, todo el grupo estaba frente a la puerta de la casa embrujada, el salón estaba completamente oscuro, sólo un haz de luz iluminaba una saco vacío, tirado sobre el suelo. Avanzamos tanteando las paredes hasta la escalera, arriba vive el viejo, decía John, y Javier fue el último en subir. Las escaleras eran de cemento, sin ningún revestimiento y olían a gato, en las paredes había fotos de alguna familia desconocida, espejos rotos y un almanaque de 1978, en el suelo un sofá viejo, sin patas, y un par de cajas que nadie abría hace siglos.

Aquí no hay nadie, dije, lo único que da miedo son las pulgas que se me están subiendo a las piernas. John no respondió, miraba espantado el saco muerto, que ahora, ante nuestros ojos, comenzaba a moverse. Creo que ese fue el día en que grité como mujer, o quizá fue John, nunca estaremos seguros porque lo hicimos al mismo tiempo y se confundieron los sonidos. Ya estábamos en lo alto de la escalera y cuando quisimos salir corriendo encontramos a Javier que, petrificado, nos bloqueaba la salida. Lo solucionamos en un segundo y tras recibir un certero empujón el pobre aterrizó sobre el sofá viejo, rompiéndolo, y quedando oculto dentro de una nube de polvo pestilente.

Salimos disparados, y corrimos hasta el extremo opuesto del parque que habia frente a la casa, nos recostamos en un árbol intentando recobrar el ritmo normal de nuestras pulsaciones y mirando hacia atrás buscamos a Javier que no apareció nunca. Búscalo, ordené, y John me dijo que lo busque tu vieja, huevón, yo no regreso ni cagando. Muchos minutos después, volvimos juntos y encontramos a Javier bañadito y perfumado en el balcón de su casa, la puerta se abrió y salió la abuela con el saco muerto en las manos, ¿para qué te metes a casas ajenas?, gritó, dice el vecino que has asustado a su gato que dormía aquí adentro, dijo señalando el saco embrujado; John entró en la casa lleno de pavor, y yo me fui sabiendo que el único monstruo de los alrededores era esa vieja a la que nunca había visto sonreir.

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