lunes, septiembre 01, 2008

Apóllame, varón


No hay ni una mesa libre. Son de color amarillo, como las paredes, han copiado la asquerosa decoración original del local limeño. En la entrada, una caricatura de un pollo con los brazos abiertos da la bienvenida al Norky’s, y debajo se puede leer pollos al carbón.
En los barrios populares de Lima, y me imagino que en los de todo el Perú, hay una tradición no escrita bastante simple que consiste en que cuando recibes tu primer sueldo, llevas a comer Pollo a la Brasa, a tus más allegados. O sea, te pagas un pollo, como se dice. Yo no lo hice, con mi primer sueldo me compré un par de CD’s de Luis Miguel: “20 años” y “Busca una Mujer” que entonces me recordaban a Magaly con fervor juvenil. Nadie me dijo lo del pollo hasta que muchos meses después, un amigo me preguntó si había llevado el pollo a mi vieja. Intrigado le pregunté si me estaba vacilando y me dijo que no, que eso fue lo primero que él hizo con su sueldo de vendedor de zapatos, en una tienda de la Plaza Castilla. Le confesé que no había hecho nada por el estilo, mamá siempre decía que mi sueldo era para mí, y yo me lo había tomado al pie de la letra, además, en mi casa comíamos tanto pollo que no nos salían plumas de puro milagro. Llévale un pollo, huevas, me dijo, se va a alegrar bastante. Nunca lo hice.

Un pollo, para llevar, le digo al camarero que anota mi pedido en una libreta comprada en los chinos. Si te esperas un toque te consigo una mesa, chino, promete. Olisqueo el ambiente de este espacio de Vallecas, y dudo si sentarme al lado del gordo de la gorra de Pilsen o entre la señora que da de comer a sus hijos. Para llevar, nomás, le digo, gracias. El tipo se va y le pido a la chica de la barra una cerveza para esperar mi festín, porque aunque el lugar sea demasiado perucho para mi gusto, no puedo negar que el pollo a la brasa está bastante bueno. Ella dice ahoritita, y desaparece bailando una salsa de los Latin Brothers. Me siento y aprovecho para ver que en la tele hay puesto un DVD pirata de música negra, y entre las deficiencias del video creo reconocer al Zambo Cavero, entre lo que parece ser una fiesta patronal de una de las mil quinientas vírgenes o de los trescientos santitos inútiles que tiene el Perú. Creo que lleva un hábito del Señor de los Milagros, ¿o es la tele que pone todo de color morado?
La barra del ¿bar? está decorada con botellas de Inca Kola, Pilsen y Cristal, una foto de Sarita Colonia, dos ekekos, y un cactus. Al lado, sobre la caja registradora, cuelga un almanaque con publicidad de envíos de dinero y más allá, casi llegando a la cocina, hay una cesta con revistas latinas. En una vitrina, iluminados, se ven unos vasitos con gelatina y flan, la luz los hace ver radiactivos, y no sé por qué, me entran unas ganas locas de comprar uno. Sarita Colonia me mira, se parece a Ketty.

La chica bailarina vuelve, pero no trae mi cerveza. Pregunto extrañado y ella dice ay, verdad, ahora te la traigo, flaco; agradezco y le digo que no se moleste, que ya no tengo sed, mientras me pregunto si en mi camiseta pone algo así como tutéame nomás, con confianza”. Un par de peruanas de espaldas anchas y cuello inexistente hablan de un marido que no tira bien, hablan a voz en cuello como se hace en España, y me entero que él es seis años mayor que ella, que ya no es lo mismo, que ella se aburre, y que las pocas veces que follan la pobre gorda tiene que fingir el orgasmo. Me muero de ganas de soltarle ¿no te has visto en el espejo, comadre? Agradece las pocas veces que te menean, porque podría ser la última. Aparece una nueva chica bailarina, de ojos negros piel canela, que me llegan a desesperar, y trae mi cerveza en la mano, ¿todavía la quieres? Pregunta, y me imagino que soy el protagonista de una campaña cervecera de verano, que estoy en Naplo, y me la bebo como si fuera un alka-seltzer. ¿Qué le pregunto? ¿Qué le digo? Hace mucho que no veo una peruana guapa, sólo me sale: ¿sabes algo de mi pollo?, y ella, creo que poniéndome una equis mentalmente, se va prometiendo averiguar algo al respecto.

Dos minutos más tarde vuelve a escena el camarero y me dice disculpa, chino, me olvidé venir a decirte que no hay pollo hasta dentro de una hora. Respiro hondo y busco con la mirada a la morenaza que ha desaparecido con tal rapidez que creo que sólo ha sido producto de mi imaginación. Salgo y el pollo mal dibujado me hace adiós con las alas. Me alegro de haber hecho mejores regalos a mamá, cosas mil veces mejores que un mísero pollo a la brasa, aunque para eso tuve que esperar a mi sueldo número 42.

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