miércoles, septiembre 10, 2008

Te están buscando, matador


Al niño piojo lo conocí más muerto que vivo. Llegaba yo a la universidad, tarde, y eso tranquilizaba mi andar. Desde lejos vi un tumulto cerca de la puerta principal, entre los curiosos reconocí a alguno de los Barbieris, al guachimán más cobarde del mundo, y al choro de las cuatro de la tarde, que me hizo hola con un movimiento de cabeza. Quise pasar de largo pero el tumulto me lo impidió. Me acerqué a ver qué se cocinaba y en el centro vi un amasijo de huesos rotos y un rostro bañado en sangre. La sirena de una ambulancia nos dispersó y alguien le gritó al enfermero los hemos llamado hace media hora, carajo, y el hospital está acá al lado; el morenaje ni se inmutó y recogió al niño piojo con una espátula, para embarrarlo luego en una camilla y llevarlo a urgencias del Hospital del Callao.
Seguí mi camino y me imaginé que el pobre era la víctima de un atropello. Más de una vez yo mismo había escapado de la muerte cuando un bocinazo en el último segundo me había sacado de mis pensamientos etéreos, pobre huevón, pensé, lo han atropellado y se han dado a la fuga.
Los balcones de mi facultad estaban, como siempre, llenos de gente. Pasé el primero de ellos, en el que ahora anidaban los alumnos de los primeros ciclos, y al llegar al segundo comprobé que todos hablaban del incidente. Con el paso de los minutos supe que no fue un accidente.

Hans era un tío amable, de metro ochenta y brazos musculados. Su chica era graciosa, medía metro y medio y tenía una mirada matadora. Yo la había conocido por casualidad, una noche que seguí a Tito a una fiesta en un barrio escondido de la luz solar. Entonces me interesó más su prima, con la que pasé momentos olvidables, pero divertidos, mientras los demás disfrutaban de la fiesta animada con música de Oscar D’León. Tito me dijo que la chatita era de la facultad, él la había conocido gracias a que repitió todos los cursos de primer ciclo y ahora la tenía como compañera de estudios. Ah, que bien, dije yo, y me bajé de su taxi, seguro de que jamás volvería a una fiesta con él. Alguna vez la vi en la universidad, pero fue ella la que me recordó nuestro primer encuentro, te manda saludos mi prima, me dijo, y yo respondí muchas gracias, dile que es inolvidable, sin saber siquiera (sigo sin recordarlo) si su prima era rubia, morena, o tenía un cuerno en mitad de la frente.
A Hans lo conocí gracias a Pilsen Callao y de inmediato supe que era un espécimen extraño en la panda de borregos con la que le tocó entrar a la universidad. Quise traerlo al lado oscuro, pero su sentido común le hizo quedarse con sus amigos iniciales, aunque cada vez que se unía a nosotros, los Pezuña, lo adoptábamos como miembro honorario. Jugábamos al fútbol, nos emborrachábamos, alucinábamos juntos con los gritos de Paola y, sin que nadie lo supiera, censurábamos muchas de las actitudes del líder de los Barbieris, el marrón es buena gente, concedía, pero a veces debería desahuevarse un poco. Cuando supe que la Chata de la fiesta estaba con él, sentí pena por Tito. Mi pobre amigo no podía competir, en teoría, con un ser tan divertido, él, que como mucho sabía un par de chistes de taxista, quedaba opacado por la imagen de Hans que la primera vez que tuvo que hablar frente a todos los alumnos se enfundó una camiseta con el lema “Instructor de Sexo: primera lección gratis” para vencer el miedo escénico. Un crack, un Pezuña honorario.

Por eso me extrañó mucho cuando supe que el culpable de las lesiones en el, ya maltrecho de nacimiento, cuerpo del niño piojo era mi nuevo amigo. Según me contó una de las Barbieris (que juraron hacer voto de silencio sobre el tema), después de sufrir mis agradables torturas, el herido pasó varios meses en el hospital y hasta se hicieron colectas para que se reconstruyera su cara con el menor de los daños a posteriori. El Hans parecía poseído, me decía mi informante, querían separarlos pero él seguía dándole patadas y puñetazos. El motivo del encontronazo: lo que podría calificarse de la osadía de David ante Goliat, o lo que es lo mismo, el niño piojo confesando su amor a la chica de Hans.

Personalmente, siempre creí que una patada bien dada era suficiente en estos casos. Y lo que me dijo mi informante desnuda no me pareció suficiente razón para tamaña paliza. Hans era mi amigo, y no lo creía capaz de desangrar a un ser infinitamente inferior a él en fuerza, y huir luego como una hiena por las calles de la Ciudad del Pescador.
El siguiente cuatrimestre el niño piojo volvió a la vida y también a la universidad. Hans y la chata rompieron el contrato de su amor barato, quedaron como amigos, y se dijeron adiós. Él siempre decía eso de Neil Armstrong es Neil Armstrong, cada vez que le mencionábamos que su eterna novia de bolsillo había pasado a otras manos, ¿tú sabes quién fue el segundo hombre en la luna? Entonces, pe’ cuñao. No hubo más rencillas y mientras él llegaba a nuestras fiestas con una rufla distinta cada vez, el niño piojo y la chata, dicen, dejaron crecer su amor sangrante y hasta tuvieron prole.

Nunca creí lo que me contaron. Hans una vez humilló a su líder, y luego al finalizar una clase pidió disculpas delante de todos, sin importarle que algunos de nosotros no supiéramos de qué mierda estaba hablando. Hacer eso es de valientes. Nunca vi a la nueva pareja, que yo recuerde, pero una vez que salía de noche de la universidad el guachimán más cobarde del mundo se me acercó y, buscando complicidad me dijo, oye chino, ¿te acuerdas del patita que abollaron hace tiempo? Lo he visto metiéndole mano a una de su vuelo, en el gallinero. Fingí asombro y le dije la próxima quiero fotos, y salí persiguiendo a Shemi que treinta metros después subió a un Ford Taurus, conducido por un flaco que se parecía a Batistuta. Neil Armstrong es Neil Armstrong, pensé, y casi de inmediato dije en voz alta, pero a mí no me importaría ser el segundo hombre en esa luna.

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