viernes, septiembre 12, 2008

Te regalo yo mis ojos


He comprado unas cajas de Ikea, para acomodar un poco el desastre en mi armario. Tengo muchas camisetas, y planeo tener más, así que era hora ya de empezar a ponerlas juntitas, en orden y dejar de zambullirme en una montaña de ropa cada vez que busco la de Guns N’ Roses o la de Bruce Lee. Sol me mira de lejos y cuando ve que ya he llenado dos cajas me ofrece una de las suyas, creo que porque se siente culpable de haber usado ella los cajones de la única cómoda que había en el piso nuevo. Gracias, la usaré para las camisetas del gimnasio, porque no voy a ir a sudar con las nuevas.

En la caja de camisetas del gimnasio hay de todo un poco. Camisetas que, sin saber por qué, tienen manchas extrañas, otras que huelen a bayeta (aunque las haya lavado con mimosín mil veces) y alguna que me han regalado, y que no me pongo nunca porque las odio. ¿Por qué no las tiras? Me pregunta ella, y yo respondo qué buena idea, la primera en salir volando será esta de Brest que me trajiste y es XL, ‘amos que le queda grande hasta a mi viejo. Vuelve tras sus pasos, dejándome allí con mi desorden y el miedo a morir envenenado la próxima vez que ella prepare la cena. Debajo de dos pantalones encuentro una camiseta de cuello “V”, del Corte Inglés, y me pregunto una vez más qué hará la gente con los regalos que no le gustan. Yo los tiro, casi siempre. Prefiero eso a correr el riesgo de, por ejemplo, regalar el libro a alguien que conozca al que me lo regaló. Entonces, si no bastó con mi cara de decepción al recibirlo, el regalador (o regalante, depende de la hora del día) confirmará que su regalo, para mí, era una reverenda mierda, y sabrá que pa’ la próxima con una tarjeta de dinero del Media Markt me haría feliz. O , como suele pasar, no me regalará nada nunca más.

Ojo, Zico, esto no es materialismo. Deja de persignarte para salvar mi alma descarriada.

Una vez, por mi cumpleaños, recibí una foto de una niña de dieciocho años (edad legal). Era un pedazo de cartón impreso y al lado llevaba escrita una dedicatoria, escrita por la misma niña, pero ya con algunos años más. No era dinero, ni una pantalla de plasma, ni un IWC, pero me encantó y guardo esa tarjeta con mucho cariño, al lado de mi condón de la suerte (caducado hace siglos) aunque no tengan ningún parentesco entre ellos. Por ahora se llevan bien y de vez en cuando les doy, a ambos, un beso de buenas noches.
En otra ocasión, un amigo me regaló un libro. Estaba viejo, con la primera página escrita y comido por las polillas en algunas partes. Lo había conseguido en un mercado de segunda mano, y me lo dio en agradecimiento a mi apoyo moral cuando estaba un poco blue. Es una tontería, cuñao’, me dijo, muerto de vergüenza, pero lo que importa es la intención. Emocionado, abracé a mi amigo y le deseé suerte con su grupo de rock, que por fin comenzaba a tener presentaciones en sitios con más de diez personas. Vamos a grabar un disco, cuando salga te regalo uno. Esa noche llegué a casa y me tiré en la cama con música de fondo, abrí el libro y la mitad de una larva seca cayó sobre mi pecho. La empujé con la uña y comencé a leer. Era El Aleph de Borges, que leí de un tirón. A medianoche mandé un SMS: The best fucking book ever, asshole!!! Thanks.

Pero hay otros regalos que no significan nada, y esos los elimino sin más. Mamá dice que eso no se debe hacer. Claro, ella tiene en la entrada de su casa un colgador de llaves horrible que papá le trajo de uno de sus viajes. Pa' una cosa que me regala tu viejo, dice en su defensa. Y seguro que tiene también mil cosas más en el trastero, de las que nunca de deshará. Si me regalan algo, es mío, lo puedo quemar si quiero, me defiendo, y hago referencia sin querer a un perrito horrible de peluche que recibí un 14 de febrero y que formó parte de la hoguera de año nuevo. No habrás quemado algo mío ¿no? Pregunta ella, aunque sabe la respuesta, y le digo que no, y cuelgo prometiendo llamarla luego, que ahora tengo mucho lío. Mis cajas están listas y entran en el armario perfectamente, no me gusta el color, pero eran las menos feas del Ikea.

Me sirvo un martini y recuerdo que regalé a mi prima una cestita de productos de Yves Rocher. Y cumplía once años. ¿Le habrá gustado el regalo? Lo que es seguro que la pluma y la cartuchera que mamá le trajo de Londres fue el regalo que más éxito tuvo y con el que todos hicieron fotos aprovechando su cara de alegría. Sí, le tiene que haber gustado, le digo a Sol, y ella no sabe de qué hablo, pero ya no me odia (creo) por recordarle lo de la camiseta que me regaló y nunca me pongo. Llamo a mamá y le digo que no he quemado ningún regalo suyo, aún, pero los que me dan mis tías se han roto y/o perdido misteriosamente. De reojo miro el último libro de Boris Izaguirre que sigue en mi librería Billy, y me imagino que sería perfecto para enderezar la mesa coja del restaurante donde como de vez en cuando.

No hay comentarios: