viernes, septiembre 26, 2008

Los Nisei de Trujillo


El primo Coqui, montado en su burrito llegó del norte a la capital. Mis abuelos, como siempre, lo recibieron con los brazos abiertos pues tanto él como su hermano mayor gozaban de la simpatía general y los veíamos con la condescendencia sana y adorable con que se ve a los primos de provincia. Mis tíos, seres con la crueldad porteña a flor de piel, jugaban a bañar al primo mayor: agarra al Chino, gritaban, y lo perseguían por toda la casa. El pobre Chino corría para mantener intacta su virtud, se escondía debajo de las camas, en el ropero, en cajas vacías, con los conejos, en el techo, pero cuando quiso esconderse tras las faldas de la abuela ésta lo metió de cabeza en la ducha, cerró la puerta y le dijo de ahí no sales hasta que te bañes.
Desde afuera se oía caer el agua y los alaridos del primo que con sus interminables, ay, brrr, ayayay nos convenció a casi todos de que estaba, al fin, limpiando sus ya cauterizados poros. Pero uno de mis tíos, el que miraba desde lejos con los brazos cruzados, no se tragó la farsa y en un descuido de la abuela pateó la puerta del baño y todos vimos como el Chino estaba sentado en el suelo, representando su papel, mientras el agua de la ducha se estrellaba contra la pared limpiecita.

Coqui y el Chino eran niseis, o sea, hijos de un japonés con un lugareño. La lugareña era su madre, hermana de mi abuelo y famosa por nunca haber sido vista, por ningún ser humano, sacando dinero de su bolsillo. Cada vez que la tía Juana bajaba a Lima, sus retoños la esperaban quietos, como dos corderitos. No es que se caracterizaran por ser extremadamente inquietos, pero cuando su madre estaba por llegar, ellos presentían su presencia, su aura, su Qi, e inmediatamente se peinaban como los gatos (literalmente) y se sentaban en el salón a leer La República, como buenos trujillanos apristas que eran. La tía abría la puerta y yo la veía descargar el contenido de su mochila ante mi abuelo, ignorando a mi abuela y dejándonos a todos los demás a la inútil espera de, a ver si ahora, soltaba un regalito la vieja tacaña ésta. Coqui y el Chino volaban a los brazos de su mami, y mi abuela salía disparada al mercado, de donde volvía diez minutos después con la bolsa de la compra reventando (nunca pude ayudarle a levantarla) y lista para cocinar, de mala gana, comida para veinte personas.
Una de esas tardes, mientras comíamos ollucos, la tía Juana le dijo al Chino el próximo mes te vas a Japón, ya lo hablé con tu papá, allá hay trabajo, no es necesario que mandes plata apenas llegues, puedo esperar una semana. El Chino la miró con sus ojos de ninja y nunca supe si su gesto era de alegría, tristeza, melancolía, o simplemente se había atorado con un trozo de charqui. Un mes después se fue a Narita, y nunca más volvió. A mi abuela le mandó un reloj de oro que segundos después se perdió en su ropero mágico, y a la tía Juana le regaló un equipo de sonido Sony, que usó para trancar la puerta de su casa.

El Coqui quería ser abogado, como Alan García, y por eso se quedó en Lima. O esa fue su idea inicial, pero me imagino que al ver el comportamiento de los demás, delincuentes juveniles en potencia, prefirió volver a Trujillo y bajar a la capital sólo para el veranito, no me vayan a malear estos limeños. No hablaba mucho, y yo a veces me lo imaginaba en un juicio, siendo despedazado por el fiscal del estado en el caso de Mamani contra Heredia, por la herencia de un latifundio. Veía a Coqui sentadito, en una esquina con camisa blanca y comiendo queso trujillano, soltando un tímido protesto su señoría, de vez en cuando, sólo para que recordaran que estaba allí. Dicen mis tías que un verano el Coqui se enamoró de la hija de la frutera, una morena de ojos bailarines que siempre nos daba las mejores manzanas. Una tarde, cuando el mercado cerraba, vieron al Coqui mover cajas de fruta con una agilidad hasta entonces desconocida, mientras la hija de la frutera desaparecía del lugar. El pobre trujillanito repitió la faena durante casi una semana hasta que descubrió que mientras él recogía los mangos el negro de la pescadería le arrimaba el plátano de la isla a su amada, que por lo que decían mis tías, no ofreció resistencia y recibió la fruta con pasión.

Fue el fin de sus ilusiones y meses después metió sus cuatro polos en una bolsa de Saga Falabella y se subió en el primer avión rumbo a Tokyo, para encontrarse con su hermano querido que ya estaba casado, se había reproducido, y hasta se bañaba todos los días, porque aquí Coquito, sale agua caliente de la ducha, te lo juro por Chiquitoy.

La tía Juana se quedó en Trujillo, decía que en Japón había mucho japonés y ella ya había conocido uno, lo suficiente, como para conocer a los demás. Dicen mis tías que de vez en cuando las llama (a cobro revertido) y les dice que el Coqui ha crecido, pero sigue igual del cojudo que siempre, un caído del palto es.

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