miércoles, septiembre 24, 2008

Murphy in da House


Murphy se ha casado y casa quiere. Le ha echado el ojo a una casita en San Borja, de 180,000 dólares, que a juzgar por las fotos, tiene muy buena pinta. El barrio parece tranquilo, y se puede uno imaginar en sus calles a niñas paseando en bicicleta y a abuelos leyendo el periódico en un parque cercano. Mi amigo no sabe que sé que se ha casado, no me dijo nada, y no me extraña pues su única conexión con mi realidad sería a través de la China, y con ella no hablo (nota mental: tengo que llamar al Nero).

Una hipoteca une más que un hijo, pero me imagino que en Lima, donde el novio paga siempre casi todo, incluso cuando se va al cine, los papeles de la casa estarán a nombre de Murphy, que firmará con su mano bionica el título de propiedad.
Cuando mi hermano y yo compramos el piso en Alcalá de Henares nos cegamos por la ilusión y todos los papeleos fueron insignificantes hasta que, por fin, firmamos las escrituras ante un notario que leyó con una velocidad increíble las veinte páginas del documento. Nos mirábamos el uno al otro, entre asustados y emocionados, y cuando el notario preguntó si todo estaba conforme, un acto reflejo inculcado en nuestros años de colegio militar nos levantó de golpe, y contestamos “¡sí, juro!” con el mayor fervor patriótico que ese despacho de abogados había visto jamás. Murphy, está programado para regatear (a no ser que la riqueza le haya actualizado el firmware) el precio final y antes de instalar sus máquinas de recarga de protones en el sótano, pedirá a un amigo electricista que le haga el cachuelo de cambiarle la instalación eléctrica, no quiero que vuelen los plomos de todo el barrio, cuñao, dirá, quiero que mi laboratorio pase desapercibido.

Cuando mi hermano y yo llegamos al piso nuevo, los antiguos dueños habían quitado todas sus cosas, y, en una muestra mayúscula de tacañería, se llevaron hasta los interruptores de luz y un par de focos. La casa parecía parte del decorado de El Pianista de Polansky, y antes de desmayarme por la impresión salí volando hacia el Ikea más cercano y compré unos muebles que, por suerte, a mi hermano le encantaron. Esa misma noche mi familia vino de visita y organizamos un pequeño brindis para celebrar la conquista. Cuando uno de mis tíos dijo que éramos los primeros solteros de la familia en comprar una casa, comprendimos un poco mejor la magnitud del hecho, y otra tía nos señaló con tres palabras el camino para vivir tranquilos: trabajo, trabajo y trabajo. Cuando todos se fueron, mi hermano y yo hicimos un último brindis, deseándonos suerte en la nueva aventura y nos fuimos a dormir sin más. Sol estaba conmigo esa noche y antes de que yo empezara a roncar me preguntó si estaría bien en su ausencia, creo que sí, le dije, pues no sabía aún que, meses después, cuando llegó mi cuñada, la vida me daría un vuelco asqueroso. No creo que Murphy cometa el mismo error. Seguramente la casa será sólo para él y su robotina, e intercambiarán procesos y flujos de datos por cada rincón y compararán el frio del piso, con el hielo del polo sur. Murphy llegará del trabajo y escuchará música, leerá un buen libro y de vez en cuando sonreirá recordando nuestros días de cine. Yo no le diré a nadie que fue Arturo el que me contó lo de su boda, pero sí me gustaría que mi amigo supiera que espero que su aventura hipotecaria termine mucho mejor que la mía. Al menos, por lo que veo, él tendrá dos plazas de garaje.

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